Aníbal (31 page)

Read Aníbal Online

Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
9.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Naravas era el hermano menor del rey de los masilios, Gya. Éste le había enviado dos mil jinetes para que reconociera el terreno y decidiera qué era lo mejor para los númidas del este. Gya custodiaba con su poder el campo y los rebaños; según los informes de Naravas, sus vecinos del oeste, los masesilios del sur de la ciudad costera púnica de Siga, eran propensos a considerar las puertas abiertas de una casa abandonada por unos momentos como una invitación a entrar en ella.

Para desconcierto de Antígono, cabalgaron hacia el suroeste alejándose de Kart-Hadtha, los mercenarios y las ciudades sitiadas, Ityke e Hipu. Al atardecer cruzaron una carretera. La región no parecía haber sufrido por la guerra; no había caseríos devastados, ni campos incendiados. El heleno supuso que no debían estar muy al oeste de la ciudad de Vaga, en la carretera que iba desde Kart-Hadtha y Tynes hasta el país de los masilios. Al sur, en el horizonte, podía divisarse la cinta azul grisácea del Bagradas.

Cabalgaron siguiendo el curso de uno de sus afluentes. El terreno se convirtió en una subida pedregosa. Hacia la puesta de sol llegaron a un verde valle encajonado en el que se levantaba un gran número de tiendas.

—Nuestro campamento principal —dijo Naravas.

Antígono asintió en silencio. Había pasado la noche anterior y casi todo este día cabalgando, salvo aquel momento junto a la fogata. El caballo estaba agotado y tropezaba cada vez con más frecuencia.

—Este lugar se puede defender bien —dijo Naravas, ya sentados junto a una hoguera encendida frente a su tienda—. Mañana cabalgaremos bajando por el Bagradas.

Antígono bostezó y bebió un trago de fresca y limpia agua de manantial.

—¿Hacia dónde, príncipe de los númidas?

—Hasta ahora hemos explorado el campo. Todo lo que hemos visto han sido aldeas, sembrados y ciudades protegidos por los mercenarios. Y dos o tres fincas púnicas incendiadas, pero en general el campo prospera. Ahora veremos cómo están las cosas en Ityke y en Hipu, y Kart-Hadtha. Veremos si Hannón cumple tu pronóstico tras la gran derrota que ha sufrido.

Antígono sintió que una mano helada le apretaba los intestinos. Intentó con todas sus fuerzas dominar los músculos de su rostro. Por suerte Naravas estaba mirando en otra dirección.

—He oído muy por encima, Naravas, que Hannón ha cometido grandes errores. ¿Conoces los detalles?

El masilio cogió una varita y atizó el fuego.

—Si. Pero cómo es que tú no… Pues claro. Dices que has llegado al puerto de Tabraq hace apenas unos días.

«Y con tanta prisa —pensó Antígono—, que ni siquiera he tenido tiempo de informarme.»

Naravas gruñó.

—Un mentecato, ese Hannón. Emprendió la marcha con, por lo menos, cien elefantes y unos diez mil hombres. Además de todos los pertrechos de guerra de Kart-Hadtha, según se dice. Cometió la ligereza de atacar a los mercenarios cerca de Tynes. Éstos no habían ocupado los pasos del extremo del istmo. Hannón se lanzó sobre ellos con los elefantes, arrolló a los mercenarios y arrasó su campamento; los que todavía podían correr huyeron a las montañas y colonias de los alrededores.

Antígono asintió a la trémula luz de la fogata.

—Y probablemente Hannón se acordó de su anterior guerra contra los colonos libios.

Naravas rió para si.

—Exacto. Los campesinos libios estuvieron huyendo durante tres días, cuando aquello comenzó. Así, Hannón dio media vuelta y volvió a Kart-Hadtha, para cuidar su pellejo. Y los soldados fugitivos atacaron el campamento desprotegido, dispersaron a los elefantes y tropas y cogieron los pertrechos de guerra como botín.

—La escuela de Amílcar —dijo Antígono—. Eso de retirarse para volver a atacar en seguida lo aprendieron de Amílcar, en Sicilia. Pero deben haberse dormido un poco.

Naravas soltó un hipido. Hizo saltar chispas del fuego con la varita.

—Así es, señor del Banco de Arena. Hubieran podido aniquilar al ejército púnico. Pero Hannón sólo tardó unos cuantos días en reunir de nuevo a sus hombres, y desde entonces ha perdido cuatro buenas ocasiones de atacar a los mercenarios.

Tras un largo silencio, Antígono dijo:

—Príncipe de los masilios, me pesan los párpados. No sé por qué ofreces la hospitalidad de tu tienda a un prisionero heleno, pero la acepto con gusto. Y pronto. Dime sólo una cosa más, ¿qué piensas hacer ahora? ¿Conmigo, tus hombres, tú mismo?

—Mis hombres se quedan aquí, excepto un pequeño grupo. Cabalgaremos y veremos cómo están las cosas; después tomaré una decisión, como me lo ha ordenado mi hermano. Tú vienes conmigo. Si hace falta luchar, se te devolverán las armas. Entonces podrás vivir o morir, según dispongan los dioses.

—Sabes que no lucharé contra Kart-Hadtha.

Naravas asintió. Cuando Antígono levantó la mirada, los dientes del masilio brillaban.

—Lo sé, amigo de Amílcar. Si tenemos que cabalgar contra Kart-Hadtha, te ataré las manos. También se puede morir con las manos atadas.

Los cien jinetes no habían encendido hogueras ni armado tiendas. Algunos dormían; otros estaban sentados con la espalda apoyada en el tronco de algún árbol, comiendo carne fría, pan o fruta, y conversando en voz baja. La colina poblada de árboles junto a la orilla norte del Bagradas, a unas diez millas de la desembocadura, ofrecía a los masilios un amplio campo visual en todas las direcciones. La pendiente que bajaba hacia la desembocadura era bastante pronunciada. Al norte, muy a lo lejos, brillaban las hogueras del ejército que sitiaba Hipu. La orilla septentrional del Bagradas estaba marcada por una cadena de hogueras: los puestos de vigilancia de los mercenarios. Al otro lado de aquel río ancho y profundo, en la llanura, miles de fogatas alumbraban la noche. De tanto en tanto se escuchaban berridos de elefantes.

Antígono acababa de quedarse dormido, cuando lo despertó un trotar de caballos. Naravas y sus diez acompañantes estaban de regreso. El joven númida impartió dos o tres órdenes a media voz, y se acercó al árbol bajo el cual estaban sentados Antígono y Cleomenes.

—Extraño —dijo señalando el río y la llanura que se extendía desde la otra orilla—. He hablado con Spendius y Audarido. —Chasqueó la lengua—. Nos ofrecen más tierras, participación en el botín y dominio sobre las ciudades púnicas de nuestra costa. Grandes promesas. Pero…

—¿Qué es tan extraño? —preguntó Antígono—. ¿Las hogueras, el río, los elefantes?

Naravas se apoyó contra el árbol y extendió la mano. Cleomenes le alcanzó una botella de cuero. El masilio bebió.

—No —dijo luego—. O sí, en efecto. Matho ha sitiado Hipu. Spendius ha sitiado Ityke. Audarido tiene el mando en Tynes. Río arriba hay un gran campamento: libios, y algunos mercenarios siciliotas que pueden ser enviados aquí o allá, a donde hagan falta. En la desembocadura, allí donde está el único puente, Spendius ha hecho construir una ciudad fortificada; en ella hay más de diez mil hombres. Por la tarde, cuando los púnicos aparecieron en la llanura, el itálico llegó de Ityke. Afirma que todos los pasos están vigilados. Y el puente, como ya he dicho: ningún púnico podrá cruzar el Bagradas. Y a pesar de ello, están ahí, en la llanura. ¿Qué es lo que quieren?

Antígono se encogió de hombros.

—Esperar, es lo único que pueden hacer. Atraer hacia aquí hombres del ejército que ha sitiado Ityke, quizá también de Tynes.

—Sí, sí —dijo Naravas malhumorado—. Pero eso no es lo más extraño. Dice Audarido que el ejército púnico, el verdadero, mandado por Hannón, continúa a las puertas de Tynes. Los mercenarios de Tynes sitian Kart-Hadtha, y Hannón sitia Tynes, como una especie de muralla adelantada. Entonces, ¿quién es el que está aquí, en la llanura?

—Quizá te enteres mañana —dijo Antígono—. Piensa en mis palabras.

Naravas resopló.

—Pienso en todas las posibilidades. Ya veremos. Por ahora debemos descansar, mientras podamos.

Gritos de excitación sacaron a Antígono de su sueño. Se sentó. Los masilios corrían de un lado a otro y hacia el río estupefactos. Antígono se frotó los ojos, se levantó de un brinco y buscó a Naravas.

El príncipe estaba junto a uno de los primeros árboles del bosquecillo. Llevaba puesto su peto de cuero con refuerzos de bronce. Sólo ahora advertía el heleno que también los otros númidas llevaban coraza, espada y lanza.

—Ese demonio negro —murmuró Naravas cuando se le acercó Antígono—. ¡Ese grandioso, astuto y oscuro demonio!

Sobre la llanura del otro lado del Bagradas se levantaban tiendas. Las mil hogueras se habían consumido. Podía verse a cuatro elefantes con torrecillas y dos o tres arqueros en cada uno; no había nadie más, nada más.

Los puestos de vigilancia que los mercenarios habían emplazado en la orilla septentrional, habían desaparecido. Desde la desembocadura se acercaba un ejército. Elefantes abrían la marcha, al menos sesenta. Los primeros rayos del sol se reflejaban en las lanzas con que habían alargado los colmillos de las bestias. Las telas rojas colocadas bajo las torrecillas de los arqueros parecían arrojar llamas. La amplia ribera que se extendía bajo la colina aún estaba vacía.

Hasta donde Antígono podía ver, tras los elefantes venían jinetes y hombres de armamento ligero: honderos y lanceros. En la extensa llanura entre Ityke y la desembocadura se levantaban dos nubes de polvo.

—¿Cómo lo ha hecho? —dijo Naravas—. ¿Cómo diablos puede haberlo hecho?

Un grupo de númidas se acercó cabalgando entre los árboles; desmontaron ante Naravas.

—Señor —dijo uno jadeando—, es Amílcar el Rayo. Yo lo conozco… y lo he visto. Detrás de los elefantes hay jinetes y tropas de a pie, y más atrás los coraceros. Amílcar está entre ellos, a caballo.

—¿Cómo lo ha conseguido? —gritó Naravas. Cogió de la túnica al explorador que tenía más cerca y lo sacudió—. ¡Dime cómo!

—Viento de tierra, señor —dijo uno de los masilios—. Toda la noche. Con ese viento la desembocadura parece cubrirse de arena; el viento hace que el mar se retire, y la desembocadura es amplia y llana. Por la noche, cuando toda nuestra atención se dirigía a las hogueras de la llanura y los berridos de los elefantes, Amílcar y su ejército pasaron a la otra orilla por la desembocadura y empezaron la marcha río arriba, pasando al lado de la fortaleza del puente.

Naravas resplandecía.

—¡Ah, es un demonio! Quién sino él… ¡Continúa! ¿Qué es aquello? —Señaló las nubes de polvo.

La ribera que se extendía a los pies de la colina se llenó de soldados; unos cuantos jinetes salieron al encuentro del ejército púnico, deteniéndolo. Tras ellos corrían a paso ligero los soldados del campamento establecido río arriba, coraceros libios y siciliotas. Sonaron señales de trompeta, acallando los rugidos de los hombres.

—Aquí arriba estamos bien —dijo Antígono en tono burlón. Tocó el brazo del joven príncipe—. Piensa en mis palabras.

Naravas se rascó la barba.

—Ya veremos. ¿Qué es aquello, en la llanura?

Llegó otro jinete, desmontó y caminó a tropezones hasta su señor.

—Los soldados de la ciudad del puente —dijo respirando con dificultad—. Y Spendius, con varios miles del cerco de Ityke.

—¿Cuántos hombres tiene Amílcar?

—Quizá diez unidades de mil —dijo uno de los exploradores. Soltó un escupitajo—. Demasiado pocos.

Naravas hizo un guiño y miró a Antígono fijamente.

—Ni siquiera él lo puede conseguir —dijo en voz baja—. Los otros tienen cuatro veces esa cantidad.

Los libios y siciliotas mandados por Audarido se habían detenido. Formaron una falange allí donde la ribera dejaba un espacio más amplio entre el Bagradas y la colina boscosa. Hasta entonces, siempre que había oído la palabra «mercenarios» Antígono había imaginado hordas desordenadas. Con creciente temor, observó la rápida y ordenada formación de la tropa. Los escasos jinetes parecían estafetas, más que soldados; se mantuvieron a los flancos. A cada instante, alguno de ellos regresaba hacia el pequeño grupo de hombres a caballo que aguardaba en las faldas de la colina, a unos quinientos metros de Naravas y Antígono. Uno de esos hombres debía ser Audarido. Heraldos tocaron sus trompetas.

Dos grandes batallones, uno cercano a los linderos del bosquecillo, otro justo en la orilla del río. Cada uno formado por cuarenta líneas de unos ciento cincuenta hombres; doce mil soldados bien armados y de ninguna manera desordenados. Entre ambos batallones habían dejado un espacio libre de más o menos cincuenta pasos de ancho: para los estafetas, para nuevas formaciones, quizá como pasillo para los elefantes. Entre la vanguardia de la columna de marcha de Amílcar, y la doble falange de los mercenarios, debían mediar unos doscientos pasos.

Uno de los jinetes del grupo que aguardaba en las faldas de la colina levantó el brazo: Audarido. Una estridente señal de trompeta. La falange empezó a avanzar, a paso lento, a paso ligero, corriendo. Los elefantes parecían vacilar; de pronto la columna se abrió, las grandes bestias dieron media vuelta y arremetieron contra los jinetes que las seguían en formación libre.

Naravas tenía los dedos clavados en el hombro de Antígeno.

—No, no, no —repetía una y otra vez—. ¡No pueden estar tan mal domesticados!

La caballería púnica, dispersada por los elefantes, se desmembró, dio media vuelta y chocó contra los arqueros y lanceros. Polvo, gritos, confusión; desde la colina no podía verse mucho más. Naravas se tiraba violentamente de la barba, se rasgaba el traje y se mesaba los cabellos. Una columna dispersa —probablemente soldados de armamento ligero del desbandado ejército púnico se alejó rápidamente del río, huyendo hacia la llanura.

—Eso ha sido todo —dijo Naravas enronquecido. Se acomodó la parte superior de la ropa, se cubrió la cabeza, se enrolló la cinta bordada alrededor de las sienes y puso la mano sobre el hombro de Antígono—. Oh, tus sabias palabras, amigo, pero ni siquiera Amílcar puede derrotar a un ejército con tropas mal preparadas.

Éste es el caso de Kart-Hadtha. —Señaló río abajo, donde las dos grandes nubes de polvo se habían unido: mercenarios del sitio de Ityke y la guarnición de la ciudad del puente—. El fin, meteco.

Antígono se hizo sombra en los ojos con la mano derecha y echó una mirada a la llanura, el barullo, el río. En la ribera meridional continuaban los cuatro elefantes con los arqueros en las torrecillas. ¿Podían contemplar con tanta indiferencia cómo Amílcar era aniquilado por tropas cuatro veces superiores? ¿Por qué no huían? El viento continuaba soplando desde las montañas del interior de Libia, acariciando el río y la colina, sofocando el ruido de la batalla del Bagradas. Gritos, chocar de espadas, relinchos, decenas de miles de pies… un sordo conglomerado que ningún oído humano era capaz de reducir a sus componentes, ni tampoco de percibir en su totalidad. Antígono cerró los ojos. Era la segunda batalla que presenciaba, y era tan inextricable como lo había sido la primera, trece o catorce años atrás, cuando los hombres del rey Ashoka derrotaron a un ejército de insurrectos, persiguiéndolos hasta el gran río.

Other books

Time For Pleasure by Daniels, Angie
Insatiable by Dane, Lauren
The Acolyte by Nick Cutter
The Sound of Whales by Kerr Thomson
Mr. Lucky by James Swain
Snowbound by Kristianna Sawyer
A Part of Us by Eviant
Erotica Fantastica by Saskia Walker