Aníbal (64 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Magón cogió a su hermano del hombro.

—Bien, ¡ahora dinos por qué Flaminio ha de pensar que ese camino es impracticable!

—El paso es un poco escarpado —dijo Aníbal sin dar mayor importancia al asunto—. Y desde la aldea etrusca de Pistoria, a orillas de un afluente del Arnus, hasta Faesulae, el camino es un poco pantanoso.

Al otro lado del terrible paso murió el penúltimo elefante; sólo Surus parecía poder habérselas con todo. Tras un largo y crudo invierno en el que una gran cantidad de nieve se había acumulado sobre las montañas elevadas, la nieve tardó en derretirse, de modo que los verdaderos deshielos no empezaron casi hasta finales de la primavera. En los valles fluviales de Etruria los días pasaban bajo un calor sofocante; enjambres de mosquitos oscurecían el cielo y caían sobre hombres y bestias. Las noches continuaban siendo frías, frío que se intensificaba por las heladas aguas del deshielo.

Durante la última parte de la marcha, cuatro días y tres noches, Antígono casi sintió nostalgia por los Alpes. Y el heleno había tenido suerte. La noche anterior al primer día de verdaderos pantanos, Aníbal reordenó las columnas de marcha, reagrupando a las unidades.

—Tigo, cuando salgamos, lo primero que necesitaremos será un lugar seco, provisiones, agua, espacio para letrinas, pastos. Ya sabes. Tú, Hannón e Himilcón os haréis cargo del primer grupo; os daré cincuenta unidades de libios y a la mitad de los íberos y baleares. Asdrúbal: tú hazte cargo de los íberos y libios restantes.

—Arrastró la siguiente frase—: Presta especial atención a lo que suceda detrás de ti.

El Cano curvó hacia abajo la comisura de los labios y asintió lentamente. Detrás de él iría una parte de los bagajes, luego los celtas, luego más bagajes, finalmente los jinetes íberos y númidas. Cada soldado llevaba, además de su equipaje de marcha habitual, comida para varios días. Los mejores y más resistentes, que eran irreemplazables y posiblemente tendrían que despejar de enemigos el camino de acampada para salir del pantano, avanzaban por senderos que aún no estaban tan pisoteados, tenían los bagajes a su espalda y evitaban que los impredecibles celtas huyeran hacia delante. Los celtas, que marchaban entre los dos grupos de bagajes, sufrían avanzando por un terreno revuelto y pisoteado; lo único sorprendente de las bajas que tenían era que éstas no fueran aún mayores. Los jinetes cerraban la columna, impidiendo una huida de los celtas hacia atrás; éstos encontraban el terreno en un estado desastroso, pero eso concernía más bien a sus caballos. A Aníbal podía encontrársele a menudo entre los jinetes, a veces entre los celtas, rara vez en la vanguardia; iba sentado sobre Surus, lo que le permitía una cierta visión panorámica.

Los días en el humeante pantano, hundidos hasta las rodillas o más, picados y devorados por mosquitos, calcinados por el sol abrasador, fueron terribles. Pero las noches eran peores; el frío hacia presa de esos hombres calados hasta los huesos y cubiertos de barro, que no podían acostarse en ninguna parte. Imprudentes que se echaban a dormir u hombres que simplemente estaban demasiado agotados y se tumbaban sobre el engañoso suelo, se hundían y ahogaban en el pantano. Piezas de equipaje eran unidas con lanzas, vainas de espadas y escudos; si cien soldados unían sus pertrechos, alrededor de treinta podían descansar sobre éstos. Los que mejor dormían eran los que podían usar como cama el cadáver de algún animal de carga, si la bestia había muerto cerca de la orilla. Bajo el agua helada había caminos ribereños de piedra y viejos diques etruscos. Todo el resto de la llanura estaba inundada, pantanosa, sin fondo. Aquí y allá árboles aislados o copas de arbustos se levantaban por encima del cieno marrón verdoso. Al otro lado del río el horizonte era una capa de vapor; a este lado, las cimas y sierras de lejanas montañas. Detrás de éstas, fortificaciones romanas se levantaban invisibles y amenazantes.

A mitad del segundo día empezaron a acumularse las bajas. A los hombres les faltaban las fuerzas para volver a salir de agujeros en los que se hundían, o, si caían al río helado, para nadar hacia algún lugar donde hubiese algún tipo de suelo bajo el agua. Algunos que, mojados y débiles, se quedaban dormidos, ya no despertaban al terminar la helada noche. La fiebre se extendía. Animales de carga morían chillando, arrojados contra el suelo por el peso de sus cargamentos. Muchos caballos perdieron los cascos por enfermedades e infecciones. El hedor caliente y el vaho durante el día, la fría fetidez del pantano durante la noche, penetraban por las vías respiratorias de hombres y bestias; barro siempre liquido se filtraba por todos los agujeros en los fardos de equipaje, pertrechos de guerra, animales, soldados.

Los médicos no podían hacer prácticamente nada. No cesaban de ir y venir a lo largo del torturado convoy, montados sobre caballos extenuados. La segunda noche Memnón se dio un breve descanso entre los hombres de la vanguardia.

—Se quedará ciego —dijo en tono sombrío cuando Antígono le preguntó por el estratega—. La humedad, el cieno, el esfuerzo; no sé cuándo fue la última vez que durmió. Tiene ambos ojos inflamados. Diez días de descanso, con infusiones de hierbas, compresas, los ojos vendados y en un clima templado y seco… pero, ¿qué se puede hacer aquí?

—Hacerle perder el sentido de un golpe y atarlo a Surus.

Memnón se mordió el labio superior.

—Es lo que quería Magón, pero Aníbal desenvainó la espada en seguida. Y después le soltó un discurso; algo así como lo que debía hacer Magón si le ocurría algo. Un discurso sobre Flaminio, el muy imbécil se considera a si mismo un gran estratega porque hace seis años, durante su primer consulado, no cayó en seguida del caballo luchando contra los celtas. Tolera todo menos las burlas, y se enfurece cuando tiene la sensación de que alguien lo menosprecia. —Memnón suspiró, se apoyó en el hombro de Antígono y se levantó del escudo en el que estaba sentado.

El lodo no tardó en llegarle hasta la mitad de la pantorrilla—. Tengo que seguir. En todo caso… ya lo sabes, padre. Quizá a ti te haga caso.

Antígono siguió a Memnón con la mirada mientras éste caminaba hacia un caballo agotado.

—Cuando salgamos de aquí —dijo cansado—. En caso de que algún día salgamos.

—Entonces será demasiado tarde. Además, Aníbal ya tiene planes para el momento.

—Debe tener dolores horribles. —Durante un breve descanso bajo el calor de mediodía del tercer día, entre nubes de vapor y mosquitos, Asdrúbal el Cano se abrió paso hasta los oficiales de la vanguardia.

Hannón calló; Himilcón estiró los brazos.

—¿Qué podemos hacer? Aníbal es… —Tragó saliva.

Asdrúbal siguió con la mirada un cadáver que era arrastrado hacia delante; debía tratarse de un celta, a juzgar por los trozos de su traje que podían verse desde allí.

—Precisamente. Aníbal es como es. Creo que ya conoce a la mitad de los celtas por sus nombres. Y se preocupa de cada uno de los hombres. Comparados con él, todos nosotros somos bárbaros sin cerebro ni sentimientos. Gusanos. Si le cortaran la pierna con una sierra él no emitiría ni un solo sonido. Pero ahora lo he oído gemir y lo he visto apretarse la cabeza con las manos. Sus ojos…

Antígono miraba con los ojos entrecerrados el resplandor reflejado por la superficie del agua. Era una luz insoportable; insoportable hasta para ojos sanos.

Al mediodía del cuarto día de marcha dejaron atrás el pantano del valle del Arnus; los fértiles prados y sembrados del suroeste de Faesulae se extendía sobre terrenos un poco más altos, y los antiguos canales etruscos estaban en buenas condiciones. Estos drenaban la región, demasiado húmeda.

Exploradores enviados a intervalos desde la mañana informaron que no había tropas romanas en los alrededores. Además, habían encontrado el lugar ideal para levantar el campamento, una especie de aldea fortificada: una finca romana fortificada en el territorio de antiguos enemigos sojuzgados, provista de un pequeño río, grandes graneros y heniles, enormes rebaños y todo tipo de edificios. Tras una breve deliberación de Antígono, Himilcón y Hannón buscaron voluntarios y los encontraron, a pesar de que la mayoría de los libios e íberos apenas si habían podido sentarse un momento. Dos grupos de alrededor de quinientos hombres cada uno partieron hacia el noroeste y el nordeste para rodear la aldea fortificada, asegurar los campos y evitar que todo el ganado fuera ahuyentado.

Antígono, siguiendo el consejo de los exploradores, siguió a Himilcón con el resto de los hombres para llegar desde el noroeste al lugar previsto para acampar. Siguiendo ese camino, que no era mucho más largo que el que iba en línea recta, el extenuado convoy —una parte del primer grupo de bagajes ya había salido del pantano; empezaban a aparecer los primeros celtas— evitaría el pequeño río, que de lo contrario hubieran tenido que cruzar a nado.

Cuando la columna de marcha llegó a la finca romana la lucha ya había terminado. La mayoría de los edificios seguían en pie; sólo una parte de la columnata del nordeste, donde los defensores de la aldea habían ofrecido resistencia hasta el final, estaba destruida. En ese lugar, la tierra parda estaba abierta o ya había dado una cosecha temprana; Antígono elogió al númida que había propuesto ese camino. Destruir lo menos posible era lo más sensato, pues así quedaba para el ejército la mayor parte de la producción de los huertos.

De ser otras las circunstancias hubiera sido un día maravilloso. Y hubiera sido un maravilloso espectáculo ver cómo, poco antes de la puesta del sol, la retaguardia celta se acercaba a la finca como una serpiente multicolor adelantada, aquí y allá, por los jinetes. Todo estaba preparado; los hombres instalaron puestos de vigilancia. El intenso sol del atardecer acercaba las lejanas faldas de los Apeninos, tiñéndolas de un azul irreal. Blancos conjuntos de nubes volaban con pereza hacia el este, llevadas por el viento templado del mar de Sardonia. Con largos pasos, extrañamente ligeros y elegantes, Surus pasó junto a las columnas de marcha, los arruinados edificios exteriores, y númidas detenidos.

Antígono dirigió la mirada a través de la columna y el viejo puente de piedra bajo el cual pasara alguna vez el río, ahora desviado, y contempló las colinas en las que se perdía el final de aquella serpiente humana. Un gato salió corriendo del patio interior y se aovilló sobre los restos agrietados de una columna. El aire estaba cargado de ruidos y olores: sangre y vísceras de reses recién sacrificadas, leña resinosa, tintineo de espadas dejadas sobre el suelo adoquinado, el raspar de recipientes contra las paredes del pozo amurallado, voces mudas, conversaciones a media voz, risas suaves.

Surus empezó a balancearse un tanto cuando llegó a los ribetes de sombras de las columnas. La embarrada manta que llevaba sobre el lomo estaba seca y, como por obra de un milagro, seguía siendo roja. El conductor del elefante levantó la lanza estandarte del estratega, que llevaba los símbolos de la medialuna de Tanit y el redondo ojo de Melkart. Aníbal estaba sentado detrás. Surus estiró la trompa entre las dos columnas, a las que faltaba el arco del remate, y soltó un bramido de dolor; luego hincó las rodillas delanteras. Sobre el hocico corrían delgados hilos de sangre. El portaestandarte saltó al suelo y ayudó al estratega a bajar del lomo del enorme animal.

Aníbal tenía un aspecto espantoso. Tenía ambos ojos hinchados y enrojecidos; sobre el derecho parecía haberse posado un velo de forma romboide. Su rostro, consumido por el dolor, tenía un color cenizo. Peso se sostuvo por sí mismo, apartó el portaestandarte y se arrodilló junto a la cabeza de Surus. A Antígono le pareció ver un ligero guiño en el ojo del elefante; luego el pesado cuerpo del animal cayó de costado.

Magón, Asdrúbal el Cano, Antígono, Memnón y Maharbal hicieron todo lo posible, pero fue finalmente Muttines quien consiguió convencer al estratega de que descansara dos días en una habitación oscura. Aníbal guardaba silencio; y no comía nada.

—Es como si se hubiera invertido completamente, de afuera hacia dentro —dijo Memnón—. Sin que lo interior se haga visible. Es muy extraño. Una especie… una especie de relajación drástica.

Sin proponérselo hablaba en voz muy baja, a pesar de que un pasillo y dos paredes separaban el descanso de Aníbal de la habitación donde tenía lugar la conversación. En el edificio principal de la finca todo el mundo andaba de puntillas; afuera, los miles de hombres que acampaban en las tiendas guardaban un silencio casi angustiante, y no sólo debido al cansancio.

—De momento no se puede hacer nada —dijo Magón—. Tiene que descansar. Ojo rojo de Melkart… si hay alguien que se merece un descanso es él. No habrá problemas con el ejército; los exploradores son de confianza, y de lo que haga falta decidir podemos encargarnos nosotros. Durante los próximos dos o tres días. Pero después…

El más joven de los bárcidas había cambiado casi de un momento a otro debido al peso del mando. No más provocaciones a Antígono o al libiofenicio; el rostro de Muttines mostraba una mezcla de sorpresa y alivio al mirar a Magón.

—Tú eres el médico —dijo Maharbal poniendo las manos sobre la mesa. Su mirada divagaba entre los vasos y jarras; agua y vino parecían interesarle más que las caras de los demás o el tema de la conversación—. ¿Qué le sucederá?

Memnón buscó los ojos de su padre. Antígono leyó la pregunta en el rostro de su hijo y asintió a disgusto.

—Perderá el ojo derecho —dijo Memnón—. Con suerte.

—¿Qué significa con suerte? —Magón apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Pero no dirigió la vista a Memnón.

—Quiero decir que tal vez el ojo izquierdo sólo pueda ver la mitad de lo que veía antes. Con suerte conservará la vista, en el izquierdo. El derecho no se puede salvar.

—El es nuestra cabeza —dijo Asdrúbal el Cano con voz ronca—. Y el corazón de los treinta mil que están allí afuera. Qué…

Todos callaron; Antígono comprendió de repente que todos esos hombres no estaban únicamente afligidos y preocupados. Magón, quien podía coger a un buey por los cuernos y derribarlo, y, de hacer falta desenvainaría su espada y, dando un rugido, arremetería él solo contra una centuria de soldados romanos; Magón, quien no temía ni a los dioses púnicos ni a los romanos, ni al mar embravecido ni a las tempestades; Magón tenía miedo, miedo digno de lástima. No temía por su propia vida; tampoco por el ejército, al que tendría que conducir a la victoria, al fracaso o de regreso a Iberia. Maharbal, que del grupo de oficiales de la misma edad preparados por Amílcar y Asdrúbal el Bello era quizá quien tenía una amistad más íntima con Aníbal —Maharbal, que a veces parecía poder leer los pensamientos del estratega—; Maharbal tenía un miedo enfermizo. Miedo no por su vida ni por sus jinetes. Hannón, el hijo del antiguo sufete Bomílcar, un hombre alegre, ingenioso, valiente, uno de los mejores oficiales en los que una estratega había podido apoyarse Jamás, estaba sentado allí, con el rostro gris, cogido por un miedo abismal. El libiofenicio Muttines, quien amaba y veneraba al estratega y a quien éste nunca trataba como a un no—púnico, sino como a un amigo y buen oficial; Asdrúbal el Cano, parco en palabras, dotado de una excelente capacidad de ver las cosas globalmente y de una memoria increíble, conocedor de los filósofos y tácticos helenos, maestro en cuestiones de abastecimiento y sitios, un hombre que, sin dudar de si mismo ni desesperar por la tarea, seria capaz de llevar el ejército a Libia aunque él mismo tuviera que construir todos los barcos; Aníbal Monómaco, el gigantesco y a menudo cruel Aquiles púnico, quien no tenía por qué temer nada de lo que existía bajo el sol, sólo a sí mismo; los nobles, ricos e instruidos Cartalón, Bonqart, Himilcón, púnicos que con sus fortunas hubieran podido levantar reinos y academias de placer en el interior de Libia, y sin embargo habían preferido ponerse a las órdenes de Aníbal; todos ellos tenían miedo, miedo punzante, desgarrador, corrosivo, por la vida del conductor y ejemplo del ejército. Miedo de algo contra lo cual las corazas no los protegían, algo que no podía ser derrotado con la espada, la lanza o palabras astutas: la perfidia de una enfermedad que atacaba a los ojos, desprotegidos e irreemplazables, y partiendo de allí podía devorar todo lo demás.

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