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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (43 page)

BOOK: Anochecer
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¡Graben asado! ¡Qué lujo!, pensó con amargura. Y entonces se rectificó: Agradece esas pequeñas bondades, Theremon.

Veamos: lo primero de todo, encender un fuego...

Antes que nada, el combustible. Detrás de su refugio había una pared plana de roca con una profunda grieta lateral en ella, donde crecían hierbas. Muchas de ellas estaban ya muertas y marchitas, y se habían secado desde la última lluvia. Theremon recorrió con rapidez la pared de roca y arrancó amarillentos tallos y hojas, reuniendo una pequeña brazada de material como paja que prendería con facilidad.

Ahora algunas ramas secas. Eran más difíciles de encontrar, pero rebuscó en el suelo del bosque, en busca de matorrales muertos o al menos matorrales con ramas muertas. Era ya muy entrada la tarde cuando hubo reunido lo suficiente de aquel tipo de leña: Dovim había desaparecido ya del cielo, y Trey y Patru, que estaban bajos en el horizonte cuando los muchachos cazaban el graben, se había situado ahora en el centro del mundo, como un par de brillantes ojos que observaran las cosas lamentables que ocurrían en Kalgash desde su altura.

Theremon dispuso cuidadosamente su leña sobre las plantas muertas, construyendo una fogata como la que imaginaba que haría un auténtico hombre de los bosques, las ramas más grandes en la parte exterior, luego las más delgadas entrecruzadas en el centro. No sin alguna dificultad; ensartó el graben en un espetón que improvisó con un palo afilado y razonablemente recto, y lo colocó a una cierta distancia encima del montón de madera.

Hasta ahora, todo bien. Tan sólo quedaba por hacer una cosa.

Encender el fuego.

Había mantenido su mente lejos de aquel problema mientras reunía su combustible, con la esperanza de que de alguna forma se resolviera por sí mismo sin tener que pensar en él. Pero ahora debía hacerle frente. Necesitaba una chispa. El truco de los libros juveniles de frotar dos palos juntos, estaba seguro Theremon, no era más que un mito. Había leído que algunas tribus primitivas habían encendido en su tiempo sus fuegos haciendo girar un palo contra una tabla con un pequeño agujero en ella, pero sospechaba que el proceso no era tan simple como eso, que probablemente se necesitaría una hora de paciente girar para conseguir que ocurriera algo. Y en cualquier caso era muy probable que uno tuviera que ser iniciado en el arte por el viejo de la tribu cuando era un muchacho, o algo así, o de otro modo no funcionaría.

Dos piedras, sin embargo..., ¿era posible conseguir una chispa golpeando una contra la otra?

Dudaba de eso también. Pero podía intentarlo, pensó. No tenía ninguna otra idea. Había una ancha piedra plana cerca, y después de buscar un poco encontró otra más pequeña, triangular, que encajaba convenientemente en la palma de su mano. Se arrodilló al lado de su pequeño fuego y empezó a golpear metódicamente la plana con la puntiaguda.

No ocurrió nada en particular.

Una sensación de impotencia empezó a crecer en él. Aquí estoy, pensó, un hombre adulto que sabe leer y escribir, que sabe conducir un coche, que sabe incluso manejar un ordenador, más o menos. Puedo elaborar en un par de horas una columna periodística que todo el mundo en Ciudad de Saro deseará leer, y puedo hacerlo en cualquier momento, cada día, durante veinte años. Pero no sé encender un fuego al aire libre en medio del bosque.

Por otra parte, pensó, no me comeré esta carne cruda a menos que deba hacerlo absolutamente. No lo haré. No. No. ¡No!

Golpeó furioso las piedras una contra otra, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo.

¡Soltad una chispa, maldita sea! ¡Encended eso! ¡Arded! ¡Asad ese ridículo animal patético para mí!

Y de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.

—¿Qué hace usted, señor? —preguntó de pronto una voz poco amistosa desde un punto justo detrás de su hombro derecho.

Theremon alzó la vista, sorprendido, desanimado. La primera regla de supervivencia en este bosque era que nunca debías permitir concentrarte tanto en alguna cosa que no te dieras cuenta de que alguien se te aproximaba.

Eran cinco. Hombres, aproximadamente de su misma edad. Parecían tan andrajosos como cualquiera que viviese en el bosque. No parecían especialmente locos, como la mayoría de la gente estos días: sus ojos no estaban velados, no babeaban, tan sólo exhibían una expresión que era a la vez hosca y cautelosa y decidida. No parecía que llevaran más armas que garrotes, pero su actitud era claramente hostil.

Cinco contra uno. De acuerdo, pensó, tomad el maldito graben y atragantaos con él. No era tan estúpido como para empezar una pelea por ello.

—Dije: "¿Qué hace usted, señor?" —repitió el primer hombre, con una voz más fría que antes.

Theremon le miró furioso.

—¿Qué le parece a usted? Intento encender un fuego.

—Eso es lo que pensé.

El desconocido avanzó unos pasos. Cuidadosamente, deliberadamente, lanzó una patada contra el pequeño montón de leña de Theremon. La dolorosamente apilada madera salió disparada por todos lados, y el ensartado graben cayó al suelo.

—Eh, espere un segundo...

—Nada de fuegos aquí, señor. Ésa es la ley. —De una forma brusca, firme, inequívoca—. La posesión de equipo para encender fuego está prohibida. Esta madera pretendía ser utilizada para encender un fuego. Eso es evidente. Y usted, además, ha admitido su culpabilidad.

—¿Culpabilidad? —repitió Theremon, incrédulo.

—Dijo usted que estaba intentando encender un fuego. Esas piedras parecen ser equipo para encender fuego, ¿correcto? La ley es clara al respecto. Prohibido.

A una señal del líder, dos de los otros avanzaron. Uno agarró a Theremon por el cuello y el pecho desde atrás, y el otro cogió de sus manos las dos piedras que había estado usando y las arrojó al lago. Chapotearon y desaparecieron. Theremon, mientras las veía desaparecer, imaginó lo que debió de sentir Beenay al ver sus telescopios destrozados por la turba.

—Suélten... me —murmuró, sin dejar de debatirse.

—Soltadle —dijo el líder. Clavó su pie de nuevo en el proyectado fuego de Theremon, enterrando los trozos de paja y tallos en el suelo—. Los fuegos no están permitidos —le dijo a Theremon—. Ya hemos tenido todos los fuegos que necesitábamos y más. No podemos permitir más fuegos a causa del riesgo, el sufrimiento, el daño que pueden causar, ¿no sabía usted eso? Si intenta encender otro, volveremos y le hundiremos la cabeza, ¿me ha entendido?

—Fue el fuego lo que arruinó el mundo —dijo uno de los otros.

—Fue el fuego el que nos echó de nuestros hogares.

—El fuego es el enemigo. El fuego está prohibido. El fuego es maligno.

Theremon se los quedó mirando. ¿El fuego maligno? ¿El fuego prohibido?

¡Así que estaban locos después de todo!

—La penalización por intentar encender un fuego la primera vez —dijo el primer hombre— es una multa. Le multamos con ese animal de aquí. Para enseñarle a no poner en peligro a la gente inocente. Tómalo, Listigon. Será una buena lección para él. La próxima vez que este amigo agarre algo, recordará que no tiene que intentar conjurar al enemigo sólo porque tenga deseos de comer un poco de carne asada.

—¡No! —exclamó Theremon con voz medio estrangulada, mientras Listigon se agachaba para coger el graben—. ¡Es mío, imbéciles! ¡Mío! ¡Mío!

Y cargó ciegamente hacia ellos, barrida toda cautela por la exasperación y la frustración.

Alguien le golpeó, duramente, en el estómago. Jadeó y boqueó y se dobló sobre sí mismo, aferrándose el vientre con las manos, y alguien más le golpeó desde atrás, un golpe en la rabadilla que casi lo envió de bruces al suelo. Pero esta vez lanzó secamente el codo hacia atrás, notó un satisfactorio contacto, oyó un gruñido de dolor.

Se había visto enzarzado en peleas antes, pero no desde hacía mucho, mucho tiempo. Y nunca en uno contra cinco. Pero no había forma de escapar de ésta ahora. Lo que tenía que hacer, se dijo, era permanecer en pie y retroceder hasta situarse contra la pared de roca, donde al menos no podrían atacarle por detrás. Y entonces simplemente intentar mantenerles a raya a base de patadas y puñetazos, y si era necesario rugiendo y mordiendo, hasta que decidieran dejarlo tranquilo.

Una voz en alguna parte muy dentro de él dijo: Están completamente locos. Es muy probable que sigan con esto hasta que te maten a golpes.

Pero ahora ya no podía hacer nada al respecto, pensó. Excepto intentar mantenerles a raya.

Mantuvo la cabeza baja y golpeó con los puños tan fuerte como pudo, mientras retrocedía hacia la pared. Se apiñaron a su alrededor, golpeándole desde todos los lados. Pero siguió en pie. Su ventaja numérica no era tan abrumadora como había esperado. En una lucha cuerpo a cuerpo, los cinco eran incapaces de lanzarse sobre él a la vez, y Theremon en cambio era capaz de crear confusión en su propio beneficio, golpeando en todas direcciones y moviéndose tan rápidamente como le era posible mientras se agitaban a su alrededor intentando evitar golpearse entre ellos.

Aún así, sabía que no podría resistir mucho tiempo más. Tenía el labio partido y empezaba a hinchársele un ojo, y se estaba quedando sin aliento. Un puñetazo un poco más bien dirigido lo enviaría al suelo. Mantenía un brazo frente a su rostro y golpeaba con el otro, mientras seguía retrocediendo hacia el refugio de la pared rocosa. Pateó a alguien. Hubo un aullido y una maldición. Alguien le devolvió la patada. Theremon la recibió en la cadera y se inclinó hacia un lado, siseando de dolor.

Se tambaleó. Luchó desesperadamente por recobrar el aliento. Resultaba difícil ver, resultaba difícil decir qué estaba ocurriendo. Estaban a todo su alrededor ahora, los puños llovían sobre él desde todos los lados. No iba a alcanzar la pared. No iba a mantenerse en pie mucho tiempo más. Iba a caer, y entonces lo pisotearían, e iba a morir...

Iba... a... morir.

Entonces se dio cuenta de una confusión dentro de la confusión: los gritos de distintas voces, nueva gente que se mezclaba con la que ya había, figuras por todos lados. Estupendo, pensó. Otro puñado de locos que se une a la diversión. Pero quizá pueda escabullirme de algún modo en medio de todo esto...

—¡En nombre de la Patrulla Contra el Fuego, alto! —gritó una voz de mujer, clara, fuerte, autoritaria—. ¡Es una orden! ¡Alto, todos! ¡Apartaos de él! ¡Ahora!

Theremon parpadeó y se frotó la frente. Miró a su alrededor con ojos confusos.

Había cuatro recién llegados en el claro. Parecían seguros de sí mismos y tajantes, y llevaban ropas limpias. Pañuelos verdes que se agitaban al viento rodeaban sus cuellos. Llevaban pistolas de aguja.

La mujer —parecía estar al mando— hizo un rápido gesto imperativo con el arma que sujetaba, y los cinco hombres que habían atacado a Theremon se apartaron de él y se situaron obedientes frente a ella. Les miró con ojos duros y severos.

Theremon contempló incrédulo la escena.

—¿Qué es todo esto? —preguntó la mujer al líder de los cinco, con voz cortante.

—Estaba encendiendo un fuego..., intentándolo..., iba a asar un animal, pero llegamos a tiempo...

—Está bien. No veo ningún fuego aquí Las leyes han sido mantenidas. Podéis iros.

El hombre asintió. Se inclinó para coger el graben.

—¡Eh! —dijo Theremon roncamente—. Eso me pertenece.

—No —dijo el otro—. Lo has perdido. Te multamos por quebrantar las leyes sobre el fuego.

—Yo decidiré el castigo —dijo la mujer— ¡Dejad el animal y marchaos! ¡Ya!

—Pero...

—Marchaos, o seré yo quien os acuse a vosotros ante Altinol. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Los cinco hombres se marcharon a regañadientes. Theremon siguió mirando.

La mujer que llevaba el pañuelo verde al cuello se le acercó.

—Supongo que llegué justo a tiempo, ¿verdad Theremon? —dijo.

—Siferra —murmuró éste, asombrado—. ¡Siferra!

37

Le dolían un centenar de lugares. No estaba en absoluto seguro de lo intactos que estaban sus huesos. Tenía uno de sus ojos prácticamente cerrado. Pero sospechaba que iba a sobrevivir. Se sentó reclinado contra la pared de roca y aguardó a que la bruma de dolor disminuyera un poco.

Siferra dijo:

—Tenemos un poco de brandy de Jonglor en el Cuartel General. Supongo que puedo autorizarte a tomar un poco. Con finalidades medicinales, por supuesto.

—¿Brandy? ¿Cuartel General? ¿Qué Cuartel General? ¿Qué es todo esto, Siferra? ¿Está usted realmente aquí?

—¿Crees que soy una alucinación? —Ella se echó a reír y clavó ligeramente los dedos en su antebrazo—. ¿Dirías que esto es una alucinación?

Theremon hizo una mueca.

—Cuidado. La carne está más bien tierna aquí. Y creo que en todo el resto de mi cuerpo, en estos momentos. —Aceptó el repentino y bienvenido tuteo—. ¿Has caído llovida directamente del cielo?

—Estaba en servicio de patrulla; revisando el bosque, y oímos los sonidos de una pelea. Así que fuimos a investigar. No tenía la menor idea de que tú te hallaras mezclado en ella hasta que te vi. Estamos intentando restablecer un poco el orden por estos lugares.

—¿Estamos?

—La Patrulla Contra el Fuego. Es lo más cerca que tenemos aquí de un Gobierno local. El Cuartel General está en el Refugio de la universidad, y un hombre llamado Altinol, que era no sé qué tipo de ejecutivo de una compañía, está al mando. Yo soy uno de sus oficiales. En realidad se trata de un grupo de vigilantes, que de alguna manera ha conseguido hacer prevalecer la noción de que el uso del fuego debe ser controlado, y que sólo los miembros de la Patrulla Contra el Fuego tienen el privilegio de...

Theremon alzó la mano.

—Espera un momento, Siferra. Despacio, por favor. ¿La gente de la universidad que estaba en el Refugio ha formado un grupo de vigilantes, dices? ¿Y van por ahí apagando fuegos? ¿Cómo es posible? Sheerin me dijo que todos habían abandonado el Refugio, que se habían ido al Sur a alguna especie de cita en el parque nacional de Amgando.

—¿Sheerin? ¿Está por aquí?

—Estaba. Ahora se halla de camino hacia Amgando. Yo... decidí quedarme por aquí un poco más. —Le resultó imposible decirle que se había quedado allí con la improbable esperanza de conseguir encontrarla a ella.

Siferra asintió con la cabeza.

—Lo que te dijo Sheerin es cierto. Toda la gente de la universidad abandonó el Refugio al día siguiente del eclipse. Supongo que a estas alturas estarán ya en Amgando..., no he sabido nada de ellos. Dejaron el Refugio completamente abierto, y Altinol y su pandilla entraron y tomaron posesión de él. La Patrulla Contra el Fuego tiene quince, veinte miembros, todos ellos en perfecto buen estado mental. Han conseguido establecer su autoridad sobre aproximadamente la mitad de la zona del bosque y parte del territorio de la ciudad que lo rodea donde aún vive gente.

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