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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (13 page)

BOOK: Aurora
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Niego, pues, la moral como niego la alquimia, pero el que niegue las hipótesis no supone que niegue la existencia de los alquimistas que las han creído y que se han basado en ellas. Del mismo modo niego la inmoralidad, pero no niego que haya muchísimos hombres que se consideran inmorales; lo que niego es que exista una razón verdadera para que se consideren así. No niego, como es lógico (seria un insensato si lo hiciera), que sea oportuno evitar y combatir muchos actos de los que se consideran inmorales, y que sea necesario realizar y fomentar muchos actos de los que se consideran morales; pero creo que ambas cosas se deben hacer por
razones distintas
de las que se han seguido tradicionalmente. Es preciso que cambiemos nuestra
forma de ver
para que acabemos cambiando —aunque ya sea quizá demasiado tarde— nuestra
forma de pensar
.

104. Nuestras apreciaciones.

Hemos de reducir todos nuestros actos a formas de apreciar las cosas. Nuestras apreciaciones o bien nos son
propias
o bien son
adquiridas
. Estas últimas son las más numerosas. ¿Por qué las adoptamos? Por miedo; es decir, porque nuestra prudencia nos hace aparentar que las tomamos por nuestras, y nos acostumbramos a esta idea, de forma que acaba convirtiéndose en una segunda naturaleza. Hacer una apreciación personal no significa medir algo por el placer o el disgusto que nos causa, a nosotros y a nadie más; pero esto es sumamente raro. Cuando menos, se necesita que esa apreciación nuestra con respecto a otra persona que nos impulsa en la mayoría de los casos a servirnos de las apreciaciones de esta persona,
parta
de nosotros y sea nuestro motivo determinante. Ahora bien, estas determinaciones las generamos de niños, y rara vez cambiamos de opinión respecto a ellas; lo más habitual es que durante toda la vida sigamos sometidos a los juicios infantiles a los que nos hemos habituado. Así ocurre en la forma que tenemos de juzgar al prójimo (por su ingenio, su rango, su moral, su carácter, lo que tiene de laudable o de condenable), rindiendo homenaje a sus apreciaciones.

105. Un egoísmo aparente.

La mayoría de la gente, independientemente de lo que piense y de lo que diga de su egoísmo, no hace nada, a lo largo de su vida, por su
ego
, sino sólo por el fantasma de su ego que se ha formado en el cerebro de quienes les rodean; en consecuencia, respecto a lo que piensan unos de otros, todos viven en una nube de opiniones impersonales, de apreciaciones casuales y ficticias. ¡Qué singular es este mundo de fantasmas, que es capaz de ofrecer una apariencia tan racional! Esta bruma de opiniones y de hábitos crece y vive casi independientemente de los hombres a quienes rodea. Ella es la causa de la desproporción inherente a los juicios de carácter general que se formulan respecto al concepto de
hombre
. Todos esos hombres, que no se conocen entre sí, creen en ese ser abstracto al que llaman
hombre
; es decir, creen en una ficción. Todo cambio que traten de introducir con sus juicios en ese ser abstracto los individuos poderosos (como los príncipes o los filósofos) produce un efecto extraordinario y desmesurado en la mayoría. Y todo ello sucede porque cada uno de los individuos que forman esa mayoría no es capaz de oponer el
ego
verdadero que le es propio y en el que ha profundizado, a esa pálida ficción universal, que, de esté modo, quedaría aniquilada.

106.Contra las definiciones de los objetivos morales.

Por doquier se oye definir el objetivo de la moral aproximadamente como la conservación y promoción de la humanidad; pero eso significa querer tener una fórmula y nada más. Conservación, ¿
para qué
?, hay que preguntar de inmediato; promoción, ¿
hacia dónde
? ¿No se ha omitido en la fórmula precisamente lo esencial?, la respuesta a este «¿para qué?» y a ese «¿hacia dónde?» ¡Qué puede establecerse con ella para la doctrina del deber que tácita e irreflexivamente no se considere ya establecido! ¿Puede prescindirse suficientemente de ella, como si hubiera que captar una existencia de la humanidad más prolongada posible? ¿O la máxima desanimalización posible de la humanidad? ¡Cuán distintos deberían ser en ambos casos los medios, es decir, la moral práctica! Suponiendo que se quisiera dar a la humanidad la máxima racionalidad que le es posible, ¡no significaría, ciertamente, garantizarle su máxima duración posible! O suponiendo que se pensase en su «suprema felicidad» como el «para qué» y el «a dónde», ¿nos estamos refiriendo al grado supremo que podrían alcanzar paulatinamente hombres individuales? ¿O a una felicidad promedio que cabe alcanzar para todos, y en modo alguno calculable? ¿y por qué tendría que ser precisamente la moralidad el camino hacia ella? Visto en conjunto, ¿no han aflorado por ella una pléyade tal de fuentes de infelicidad, como para juzgar más bien que hasta ahora con cada afinamiento de la eticidad el hombre se ha vuelto
más insatisfecho
consigo mismo, con su prójimo y con su lote de existencia? ¿No ha sido el más moral hombre de fe existente hasta ahora, el único estado justificado del hombre respecto a la moral, léase la
más profunda infelicidad
?

107. Nuestro derecho a la locura.

¿Cómo debemos actuar? ¿En función de qué motivos? Cuando se trata de las necesidades inmediatas y diarias del hombre, resulta fácil responder a estas preguntas; pero cuanto más profundizamos en el campo más amplio e importante de los actos más complejos, el problema se hace difícil de resolver y es más afectado por la arbitrariedad. Sin embargo, en este tema hay que eliminar todo elemento de arbitrariedad; mientras que la moral exige precisamente que el hombre se deje guiar en sus actos —actos cuyos fines y medios no percibe inmediatamente—, de una forma constante, por un miedo y una reverencia oscuros. Esta autoridad de la moral dirige al pensamiento en cuestiones en las que resultaría peligroso pensar
equivocadamente
; al menos, así es como suele defenderse la moral frente a sus detractores.
Falso
equivale, pues, a
peligroso
; pero peligroso ¿por qué?

Generalmente, lo que tienen en cuenta los promotores de la moral autoritaria no es la bondad de un acto, sino el peligro que
tales promotores
correrían, la pérdida de poder o de influencia que podrían sufrir desde el momento en que se reconociera a todo el mundo, insensata y arbitrariamente, el derecho a obrar con arreglo a su razón, grande o pequeña; ya que los defensores de la moral autoritaria no dudan en hacer, por su cuenta, uso del derecho a la arbitrariedad y a la locura, y
ordenan
, aunque las preguntas ¿
qué debo hacer
? y ¿
qué móviles deben impulsar mi acción
? sólo pueden ser respondidas de una forma laboriosa y difícil. Si la razón humana se ha desarrollado con tanta lentitud que hasta cabe negar su crecimiento a lo largo de la historia, ¿a qué hay que imputar este fenómeno sino a esta solemne presencia (a esta omnipresencia, diría yo) de los mandamientos morales, que ni siquiera permite al individuo que se plantee el
porqué
y el
cómo
de sus actos? ¿No trata de suscitar la educación en nosotros
sentimientos patéticos
, de hacernos huir a las tinieblas cuando nuestra naturaleza necesitaría conservar toda su claridad y su sangre fría, por así decirlo, en todas las circunstancias elevadas e importantes?

108. Algunas tesis.

A un individuo que persigue la felicidad no hay que darle preceptos acerca del camino que conduce a ella, ya que la felicidad individual se produce según leyes que nadie conoce, y los preceptos externos no pueden hacer más que impedirla o dificultarla. A decir verdad, los preceptos llamados morales atenían contra los individuos, y en modo alguno tienden a hacerles felices. Por otra parte, tales preceptos tampoco guardan relación alguna con
la felicidad y el bien de la humanidad
, pues es totalmente imposible dar a estas palabras un significado preciso, y menos aún utilizarlas como si fueran un faro en el oscuro océano de las aspiraciones morales. Creer que la moral fomenta más que la inmoralidad el desarrollo de la razón no pasa de ser un prejuicio. Es un error creer que el fin
inconsciente
de la evolución de todo ser
consciente
(ya sea un animal, un hombre o la humanidad) sea el logro de su
mayor felicidad
. Por el contrario, en todos los niveles de la evolución se puede aspirar a una felicidad singular e incomparable, que no es ni más elevada ni más baja, sino simplemente individual. La evolución no busca la felicidad, sino la evolución sin más. Sólo en el caso de que la humanidad tuviera un
fin
reconocido universalmente, podrían proponerse imperativos respecto a la forma de obrar; pero, hoy por hoy, no tenemos noticia de que ese fin exista. En consecuencia, no hay por qué relacionar las pretensiones de la moral con la humanidad, ya que resulta absurdo y pueril. Otra cosa sería
recomendar
un fin a la humanidad, pues este fin sería entonces algo
dependiente de nuestra voluntad
, y si conviniera a la humanidad, ésta podría
imponerse
a sí misma una ley moral que le conviniese. Sin embargo, hasta hoy se ha venido situando la ley moral
por encima
de nuestra voluntad; hablando con propiedad, no hemos querido
dictarnos
esa ley, sino
recibirla
de alguna parte,
descubrirla, dejar que nos rigiera
, del modo que fuera.

109. El autodominio, la moderación y sus motivos.

Para combatir la violencia de un instinto puede haber hasta seis métodos diferentes. Primero: podemos sustraernos a los motivos de satisfacer ese instinto, y debilitarlo y secarlo, absteniéndonos de satisfacerlo durante períodos de tiempo cada vez más prolongados. Segundo: podemos someternos a una regla que establezca un orden severo y regular en la satisfacción de los apetitos; bajo el imperio de reglas, logramos encuadrar su flujo y su reflujo dentro de unos límites estables, para conseguir intervalos en los que no nos turben los apetitos, y a partir de ahí se puede pasar a utilizar el primer método. Tercero: podemos abandonarnos deliberadamente a la satisfacción de un instinto salvaje y desenfrenado hasta hastiarnos, a fin de que este hastío nos ayude a dominar ese instinto, siempre y cuando, claro está, que no hagamos lo que el jinete que, por domar un caballo, se rompe la cabeza, que es lo que, desgraciadamente, suele suceder en este tipo de intentos. Cuarto: hay una ingeniosa estratagema consistente en asociar a la idea de satisfacción de un instinto un pensamiento desagradable, y esto con tanta intensidad que, al final, por efecto del hábito, la idea de la satisfacción termina volviéndose también cada vez más desagradable. (Un ejemplo: cuando el cristiano se acostumbra a pensar, mientras está disfrutando del placer sexual, que el demonio está presente burlándose de él, o que merece el infierno por su delito, o que, si comete un robo, se verá expuesto al desprecio de aquéllos a quienes más respeta. Del mismo modo, un individuo puede reprimir una fuerte y constante tendencia al suicidio, pensando en la desolación de sus parientes y amigos y en los reproches que se harían, y logra, así, desistir de su inclinación, dado que, desde ese momento, estas representaciones se suceden en su mente como la causa y el efecto). Hay que recordar aquí también el orgullo de los individuos que se rebelan, como hicieron, por ejemplo, lord Byron y Napoleón, quienes consideran ofensivo que una pasión tenga preponderancia sobre la disciplina y la regla general de la razón; de ahí proviene entonces el hábito y el placer de tiranizar y de aplastar el instinto. («No quiero ser esclavo de un apetito», escribió Byron en su diario). Quinto: se intenta desplazar las fuerzas acumuladas, imponiéndose cualquier trabajo penoso y difícil, o sometiéndose deliberadamente a nuevos alicientes y placeres, para canalizar así por nuevas vías los pensamientos y el juego de las fuerzas físicas. Este es el mismo método que se sigue cuando se fomenta temporalmente otro instinto, concediéndole muchas oportunidades de satisfacerse, para lograr que consuma la fuerza que, en caso contrario, acumularía el instinto que nos perturba con su violencia y que queremos refrenar. No faltará quizá también quien contenga la pasión que quiere imponerse, concediendo a los demás instintos, que ya conoce, un estímulo y una satisfacción momentánea, en orden a que devoren el alimento que el tirano querría acaparar. Sexto y último: quien soporta —y le parece racional hacerlo— un debilitamiento y una depresión
generalizados
de su organismo físico y psíquico, lo que, lógicamente, debilita a la vez un instinto violento en concreto; esto es lo que hace, por ejemplo, el asceta que controla su sensualidad a base de destruir al mismo tiempo su vigor y muchas veces incluso su razón.

En suma, los seis métodos que acabo de exponer son: evitar las ocasiones, someter el instinto a una regla, saciarlo hasta el hastío, asociarlo a una idea que nos mortifique (como la de la deshonra, la de las consecuencias nefastas o la de la dignidad ofendida), desviar las fuerzas, y, por último, lograr una debilidad y un agotamiento general. Ahora bien, la decisión y la voluntad de luchar contra la violencia de un instinto no dependen de nosotros, como tampoco dependen el método que elijamos ni los resultados que podamos lograr al aplicarlo. En todo este proceso, nuestra inteligencia no es más que el instrumento de un instinto contrario a aquél cuya violencia nos tortura, y que lo mismo puede ser la necesidad de descanso que el miedo a la vergüenza y a las consecuencias negativas de nuestros actos, o incluso el amor. Por consiguiente, aunque creamos que somos nosotros quienes nos quejamos de la violencia de un instinto, en realidad es un instinto el que se queja de otro instinto, lo que equivale a decir que para sentir la perturbación que nos provoca la violencia de un instinto, es condición indispensable que exista otro instinto no menos violento —o más violento aún—, y que se produzca un
enfrentamiento
en el que nuestra inteligencia se ve obligada a tomar parte.

110. Lo que se opone a nuestros deseos.

Podemos observar en nosotros mismos el siguiente proceso, proceso que yo desearía que se observara y que se confirmara con frecuencia: en ocasiones, percibimos desde lejos un tipo de
placer
que todavía nos es desconocido, lo que produce en nosotros un nuevo
deseo
. La cuestión está en ver qué es lo que
se opone
a dicho deseo. Si son cosas y consideraciones de carácter común y corriente u hombres a quienes no estimamos demasiado, el fin que persigue el nuevo deseo tomará la apariencia de un sentimiento
noble, bueno, laudable, digno de sacrificio
; en él se introducirán todas las disposiciones morales heredadas, y el fin pasará a ser un fin moral. En cuanto esto sucede, ya no creemos que estamos buscando un placer sino un resultado moral, con lo que aumentará la firmeza de nuestra aspiración.

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