Read Azabache Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (4 page)

BOOK: Azabache
10.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Lástima! —se lamentó la negra—. Me divierte eso de ir dejando el casco como un colador.

—Si te pasas, nos hundimos.

—¿Y crees que me importaría? —fue la sincera respuesta—. Muchas noches, sentada aquí después de haber tenido que pasar toda una tarde con ese puerco inmundo, siento cómo sus piojos me corren por el cuerpo o noto su hedor sobre mi piel y me invaden unos deseos locos de saltar por la borda y hundirme para siempre en un agua que al menos me dejará de nuevo limpia. Morir no es lo peor que puede ocurrirte a bordo de este barco, pero de niña me enseñaron que quien se suicida pasa el resto de la eternidad en un pozo de serpientes que entran y salen libremente por todos los orificios de tu cuerpo, y eso me aterra.

—¿Es ése el infierno de los negros: un pozo de serpientes?

—Para los dahomeyanos sí —respondió la muchacha con naturalidad—. Mi pueblo adora las serpientes, las conoce mejor que nadie, y es capaz de preparar con su veneno medicinas que curan o pócimas que matan de mil formas, pero de igual modo que las consideramos una divinidad, las consideramos también el peor de los demonios.

—Yo no entiendo mucho de religiones —admitió el gomero con manifiesta sinceridad—. Pero por lo que tengo visto y oído al respecto, me da la impresión de que dioses y demonios andan siempre cogidos de la mano y empeñados en jodernos la vida a los de abajo. De otro modo no se entiende que ocurran las cosas que ocurren en la tierra, y que un tipo como yo, que nunca le hizo daño a nadie, lleve años dando tumbos.

—Es el destino.

—¿Y quién lo marca, los dioses o los demonios? Por lo que a mí respecta los segundos deben tener sin duda mucha más influencia, porque hay que ver las cabronadas qué inventan…: aún no he salido de náufrago y ya soy candidato a colgar de una verga.

—Algún día cambiará tu suerte.

—Lo dudo… —replicó el canario convencido—. Cuando a un tipo tan pacífico como yo lo sacan de cuidar cabras en las montañas de La Gomera para lanzarle encima un millón de calamidades no es lógico esperar que un buen día la suerte cambie y pueda volver a vivir en paz y sin problemas. «Alguien» allá arriba tiene un interés especial en fastidiarme, y a fe que lo está consiguiendo.

—En cuanto pisemos tierra y encuentre una víbora, te fabricaré un amuleto que romperá el hechizo —le prometió muy seria la muchacha—. Las víboras todo lo pueden.

Pero el canario
Cienfuegos
no creía en amuletos, ya que los acontecimientos le habían enseñado a no confiar más que en su capacidad de ingeniárselas para salir con bien del infinito rosario de contrariedades que habían ido apareciendo en su camino.

Si había conseguido escapar con vida del naufragio de la
Marigalante
, la masacre del «Fuerte de la Natividad», el hambre de los caníbales, las asechanzas de los caimanes y el balazo de un español renegado, tal vez conservara aún la suficiente dosis de picardía como para librarse de la soga que le tenía reservada aquella bola de grasa putrefacta, que, de momento, parecía aceptar la creencia de que su amado barco se encontraba atacado por una feroz carcoma.

Lo único que podía hacer, por tanto, era aguardar la reacción del Capitán Euclides Boteiro, y por ello no pudo por menos de lanzar un hondo suspiro de alivio cuando al atardecer del día siguiente el timonel recibió la orden de abandonar el rumbo oeste-suroeste y seguir el vuelo de un grupo de albatros, que parecían regresar a sus nidos de la costa después de haber pasado la jornada pescando en mar abierto.

«Tiene miedo —se dijo—. Pese a que los hombres se pasen las horas achicando agua, la cubierta se inclina cada vez más, y tiene miedo…»

Y tal como suele suceder con harta frecuencia, el portugués no encontró mejor válvula de escape a sus temores que aumentar su ya de por sí exagerada crueldad, hasta el punto de que cuando esa noche el pobre grumete que le servía la cena tuvo la mala suerte de tropezar y caer sobre el inmenso testículo enfermo obligándole a emitir un alarido de dolor que resonó hasta en la más profunda bodega del navío, su reacción fue clavarle el tenedor en un ojo arrancándoselo de cuajo.

Le empujó luego con el pie para que rodara por la escalerilla del castillo de popa, y amenazó con cortar la cabeza a quien intentara prestar ayuda al desgraciado rapazuelo que aullaba de desesperación.

Entre Tristán Madeira y
Azabache
tuvieron que sujetar a
Cienfuegos
para que no subiera hasta donde se encontraba el canallesco gordo, puesto que resultaba evidente que la más sorda ira le nublaba en aquellos instantes la razón y no dudaría a la hora de abrirle la cabeza de un mandoble a quien pretendiera aproximársele.

—¡Déjalo…! —le suplicó la negra—. Ya no puedes devolverle el ojo a Jahirziño, y lo único que conseguirás es que te mate.

El gomero tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo por recuperar la calma, y cuando lo hubo conseguido estudió con detenimiento la odiosa figura que continuaba sentada en la inmensa butaca.

Comprendió entonces que lo que el Capitán Euclides Boteiro pretendía en esos momentos era provocarle —a él o a cualquier otro miembro de la tripulación—, buscando el estallido de una rebelión que le diera una disculpa para volar el
São Bento
.

Y es que el miedo, más que el viento, parecía ser la única fuerza capaz de impulsar aquella endemoniada nave, y ahora al miedo que todos sentían hacia un solo hombre, se había unido el que ese mismo hombre sentía ante la evidencia de que su imperio de terror corría el riesgo de derrumbarse.

La gran victoria del piojoso portugués se centraba desde antiguo en el hecho indiscutible de que había sabido convertir el mar, eterno símbolo de libertad, en una inmensa prisión de la que nadie podía soñar con evadirse, y al enfrentarse ahora a la urgente necesidad de tener que varar en la arena su frágil fortaleza se sentía terriblemente desasosegado puesto que abrigaba la profunda certeza de que apenas podía contar con la fidelidad de sus cuatro oficiales.

A nadie le sorprendió, por tanto, que cuando a la tarde siguiente el vigía de la cofa anunciara que hacia el sur se divisaba una baja línea de costa, mandara llamar a su segundo para espetarle sin rodeos:

—Prepara los grilletes. Vamos a necesitarlos.

—¿A quién piensa encadenar?

—A todos los españoles, la negra, Namora, Ferreira, el primer timonel y los grumetes. Los demás están demasiado viejos o les falta valor para desertar. Y recuerda…, al que lo intente lo cuelgo en el acto.

Esa noche no durmió nadie a bordo. El
São Bento
se había aproximado hasta unas dos millas de una costa baja y selvática de inmensas playas muy blancas, y esa costa, de la que llegaba un aroma denso y profundo a tierra húmeda y vegetación descompuesta, iba deslizándose ahora mansamente por la banda de babor, mientras la proa enfilaba al suroeste.

La tripulación en peso permaneció acodada en la borda hasta que la luna en menguante desapareció en el horizonte sumiéndolo todo en tinieblas, por lo que se arrió gran parte del velamen, pero la desilusión llegó con la primera claridad del alba, cuando el vigía descubrió, desolado, que todo rastro de tierra había desaparecido tragado por las aguas.

Dos horas después, sin embargo, en el momento en que ya más de uno comenzaba a murmurar que merecería la pena arriesgarse a sorprender al viejo cerdo, tirarlo al mar y virar en busca de la isla que había quedado atrás, una nueva costa nació, casi fantasmagórica, ante la proa.

Por extraño que pudiera parecerle a
Cienfuegos
, quien desde que pusiera el pie en el Nuevo Mundo tan sólo había divisado selvas, pantanos y montañas, lo que ahora se abría ante sus ojos era una interminable sucesión de altas dunas de arenas blancas, ocres, rojizas y amarillentas, que los curtidos marinos portugueses que habían hecho antaño el largo viaje hasta Guinea compararon al inmenso desierto del Sahara.

El Capitán Boteiro mandó llamar de inmediato al canario, y sin permitirle que ascendiera al castillo de popa, inquirió a voz en grito:

—¡Tú! Español de mierda…: ¿qué es eso?

—«Isla Seca», Capitán —replicó
Cienfuegos
seguro de sí mismo—. Le aconsejo que la deje a la izquierda y sigamos hasta «Babeque» que debe estar a unas cincuenta leguas al oeste.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Es un infierno en el que perdimos cuatro hombres.

El hecho de que durante medio día costearan el árido paisaje sin distinguir más que arena y cactus, convenció al portugués de que
Cienfuegos
había dicho la verdad, y aquél era sin lugar a dudas un lugar idóneo para varar su maltrecha nave, ya que ni al más desesperado de los seres humanos se le ocurriría la absurda idea de desertar.

Buscó por tanto una tranquila ensenada en la que la pleamar penetraba profundamente para retirarse luego y dejar la playa en seco, y ordenó que arriaran los botes para que ocho remeros remolcaran el
São Bento
hasta el corazón mismo de la tórrida bahía abrasada por un sol deslumbrante.

Meditó largamente en la conveniencia o no de encadenar a los posibles desertores, pero tras enviar a su segundo a la mayor de las dunas y recibir el informe de que nada se distinguía en la distancia más que arena altos cordones y agua salada, optó por dejarlos en libertad, no sin antes impartir secretísimas órdenes a sus más fieles esbirros.

A la mañana siguiente, tras una larga y agitada noche de inusitado trasiego entre la embarcación y tierra firme, convocó a sus desarrapados y famélicos tripulantes, se secó la frente con un sucio pañuelo, y señaló roncamente:

—Esto es una isla; una inmensa isla desierta que de ahora en adelante se llamará «Da Sintra». Aquí no hay agua, ni comida, ni forma alguna de escapar si no es por mar. —Hizo una corta pausa como para dar mayor énfasis a sus palabras—. Pero en esta parte del mundo no existe más barco que el
São Bento
, y el marino más lerdo sabe bien que ningún barco navega sin velamen. —Se despojó de la gorra, comenzó a destripar piojos con aire distraído, y sin alzar el rostro añadió—: Todas las velas están enterradas, y yo soy el único que sabe dónde. —Ahora sí que les miró de frente—. Así que si queréis seguir con vida haced lo que os mande, o de lo contrario en este maldito infierno se blanquearán nuestros huesos.

Ordenó luego que le transportaran en andas hasta la cima de una alta duna, clavó allí una especie de sombrilla hecha de cañas, y apoltronado en su viejo butacón se dispuso a observar cómo sus hombres varaban la nave, la carenaban y la embadurnaban de brea y pez para intentar combatir el ataque de una extraña y exótica especie de carcoma.

Cienfuegos
acabó con ello de cerciorarse de que había topado en efecto con un personaje condenadamente astuto, y abrigó de inmediato la certeza de que en el momento mismo en que el buque saliese del agua el
Capitán Eu
se daría cuenta de que —aun existiendo algún rastro de la auténtica plaga— la broma no había atacado aún el sólido costillar de roble de su barco, sino que los diminutos agujeros habían sido perforados desde el interior de la nave.

—Será mejor que me largue —le hizo notar a la negra. Ese cerdo no tardará en averiguar quién es el autor de la trastada.

—¿Y de qué piensas sobrevivir en un lugar como éste?

—De lo que siempre he hecho: de milagro. Por aquí tiene que haber huevos de gaviota, tortugas, cangrejos y peces… El problema es el agua, pero sabré arreglármelas…

La muchacha le observó con fijeza, y al poco señaló convencida.

—¡Voy contigo!

—Sería una locura.

—No más que para ti.

—Pero es que yo estoy acostumbrado a pasar calamidades… —Hizo una corta pausa—. Y si me quedo me juego el pescuezo.

—En este caso el pescuezo no es lo más importante —sentenció la dahomeyana arrugando la nariz según su costumbre—. La sola idea de volver a esa cochinera me provoca náuseas. Llevo años sin pisar tierra firme, y ya que estoy en ella no pienso volver a embarcar… ¿Cuándo nos vamos?

—¿Por qué no ahora?

—¿Ahora…? —se asombró la africana—. ¿Así, sin más, en pleno día?

—Es el mejor momento. En cuanto oscurezca tal vez nos encadenen, y cuanto necesitamos es un par de pellejos de agua, cuchillos, y algo de comida.

—Nos perseguirán.

—¿Quién? —El canario señaló con un desdeñoso ademán de la mano el triste aspecto de la esquelética y macilenta tripulación—. ¿El gordo que apenas puede levantar el culo de la silla, o ese hatajo de desgraciados muertos de hambre? El oficial más joven nos triplica la edad, y o mucho me equivoco o los grumetes lo que desearían es imitarnos. Ese barco hiede a muerte.

—¿A Qué esperamos entonces…? —inquirió ella súbitamente animada—. ¡Adelante!

Con la tranquilidad de quien está haciendo algo absolutamente natural, se encaminaron al borde del agua, tomaron de los botes que iban descargando el navío cuanto necesitaban, y sin pronunciar siquiera una palabra, comenzaron a trepar por una alta duna a no más de doscientos metros de distancia del punto en que se encontraba el Capitán Euclides Boteiro, que tardó varios minutos en comprender lo que estaban haciendo.

—¡Eh! —gritó al fin con voz de trueno—. ¿A dónde vais?

El canario alzó el brazo y apuntó hacia delante:

—¡Al sur! —replicó sonriente—. Le mentí y esto no es una isla: es tierra firme.

—¿Tierra firme? —balbuceó el gordinflón con un leve estremecimiento de su fláccida papada—. ¿Cómo lo sabes?

—Estuve aquí antes, y a unas quince leguas comienza la selva. —Hizo un gesto hacia el
São Bento
—. ¡Y olvídese del barco! ¡Jamás volverá a navegar!
La broma
lo pudrió.

—¡Mientes!

—Lo comprobará en cuanto lo saque del agua. Se le desfondará como un huevo. ¡Adiós, Capitán! Es usted el hijo de puta más asqueroso, canalla y maloliente que he conocido. ¡Que se divierta!

Agitó alegremente la mano como quien se despide de un viejo amigo, y reanudó sin prisas la marcha bajo la atónita mirada de los miembros de la tripulación que permanecían clavados en la playa como si se hubieran convertido en estatuas de piedra.

Al coronar la cima del inmenso médano y comenzar a descender por la ladera opuesta,
Azabache
aceleró el paso para ponerse a su altura e inquirió sorprendida:

—¿Es cierto eso de que habías estado antes aquí?

BOOK: Azabache
10.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sweet Cheeks by K. Bromberg
Rubyfruit Jungle by Rita Mae Brown
Taken by Storm by Kelli Maine
Everywhere She Turns by Debra Webb
Dark Magic by B. V. Larson