Cuando di los primeros aldabonazos en la puerta, parecíame que golpeaba en mi propio corazón. ¿Estaría allí Inés? ¿Estaría allí, ya olvidada de que existiera antes en el mundo un chico llamado Gabriel, arcabuceado por los franceses? Y si estaba y de improviso me veía, ¿no era posible que se me presentara deslumbrada por los esplendores de su nueva posición, y que a la palidez de la primera sorpresa sucediera en su rostro el rubor de haberme amado? ¿Se acercaba el momento de que yo cayese de la inconmensurable altura de mi fatuidad amorosa, encontrando una sonrisa de desdén y la mano de un criado que me pusiera en la calle? ¿Por ventura el trance que me esperaba era hermano gemelo de aquella otra gran caída ocurrida en el Escorial, cuando por el favor de Amaranta soñaba con los primeros puestos de la Nación? ¿Bajaría mi alma desde príncipe a lacayo, como poco antes bajó mi ambición?
Abriome la puerta un criado conocido, a quien rogué me llevase a presencia de mi antigua ama la señora condesa. Mientras atravesábamos el patio, buscaba afanosamente algún objeto que me indicase la proximidad de Inés. Como olfatea el perro buscando el rastro de su amo, así aspiraba yo las emanaciones de la casa, buscando el aire que había sido aliento de aquella naturaleza querida. No oí su voz, ni sentí sus pasos, ni vi cosa alguna que tuviera las huellas de su mano. A mí se me antojaba que en cualquier objeto podía notar un sello especial que indicara pertenecerle. En nada de lo que vieron mis ojos encontré la huella indefinible que debía tener todo aquello en que Inés pusiera los suyos. Esto se comprende y no se explica. El corazón es el único adivino, y el mío me dijo que Inés no estaba allí.
El patio era fresco y risueño, como todos los de las buenas casas de Andalucía. Entre los jazmines reales, que abrazándose a una columna ostentaban sus mil florecillas llenas del perfume más grato a los enamorados; entre los naranjos de la China, graciosas miniaturas del naranjo común; entre los rosales de la tierra y esos claveles indígenas cuya imperial hermosura no ha logrado eclipsar ninguna de las elegantes flores modernas; entre los tiestos de reseda, de mejorana, de albahaca y de sándalo, saltaban los chorros de una fuente habladora, con cuyo monólogo se concertaba el canto de algunos pájaros prisioneros en doradas jaulas. El pavimento era de mármol y los zócalos de azulejos; sobre estos, y cubriendo gran parte de la pared, había cuadros al óleo de aquella escuela andaluza que ha llevado a los lienzos el tono caliente de la tierra, la esplendidez de la inflamada atmósfera y la agraciada melancolía de los semblantes.
Afortunadamente para mí, Amaranta se dignó recibirme. Estaba en una sala baja, fresca y oscura, y cuando yo entré se ocupaba en armar unas flores de altar. ¿Se había entregado a la devoción? Vestía completamente de blanco, y a la exigencia de la moda se había unido el rigor de la estación para que aquel ligero traje fuera nada más que lo absolutamente necesario para cubrir su hermoso cuerpo. Entonces entre las miradas de fuera y el pudor interno no se ponía tan gran baluarte de telas como se pone hoy. Amaranta estaba abrumadoramente hermosa, y sus ojos negros, que eran, como otra vez he dicho, los primeros ojos del mundo, es decir, los Bonapartes de la mirada humana, conquistaban al punto todo aquello a que dirigían su pupila. Sentí en su presencia mucha cortedad, mucha turbación; sentime sin ideas y sin palabra.
—¿Qué vienes a buscar aquí? —me dijo.
—Señora, he venido a Córdoba para afiliarme en el ejército del general Castaños, y sabiendo que Su Excelencia y apreciable familia estaban en esta población, he querido visitar a mi antigua y querida ama.
—Eres tan hipócrita como intrigantuelo y trapisondista repuso entre severa y amable—. ¿Conque me tienes ley? ¿Por qué te portaste tan mal conmigo?
—Señora —exclamé haciendo aspavientos de respeto—. ¡Yo portarme mal! Si no puedo olvidar lo bien que estaba al servicio de Su Excelencia.
—¿Quieres ser otra vez mi criado? —me preguntó.
Esta proposición cayó sobre mí como un rayo. Pensé en Inés, en el repentino engrandecimiento de la que había juzgado compañera de mi vida, y al considerarme criado de aquella casa, temblé de indignación.
—No señora, no quiero servir más. Soy soldado —repuse—. Sin embargo, estoy a las órdenes de Vuecencia para lo que guste mandarme.
—¿Conque soldado? ¿Y vas a la guerra? Dentro de un mes serás general —dijo con punzante ironía.
—No aspiro a tanto. Quiero servir a mi país, y nada más. Con tal de que mañana pueda decir: «contribuí a echar de España a la canalla», quedaré satisfecho.
—¿Y crees que España podrá echar fuera a la canalla? ¡Ah!, yo no participo de la ilusión de esta buena gente. ¿Qué pasó el día 9 en el puente de Alcolea? Aquellos pobres paisanos, a quienes no se puede negar el valor, huyeron ante las tropas disciplinadas del general Dupont. En Córdoba tampoco se les puso resistencia, y ¡qué horror, Dios mío!, ¡qué tres días de angustia! Todos creíamos que los franceses entrarían con bandera de paz, porque la gente de Echévarri abandonó la ciudad, y los de aquí no trataban de hacer resistencia. Llegaron los franceses a la Puerta Nueva, y mientras las autoridades hablaban con ellos para darles entrada, de una casa cercana salieron algunos tiros. Furiosos los enemigos, después de derribar la puerta a cañonazos, desparramáronse por las calles de Córdoba asesinando a cuantos encontraban al paso y metiéndose en las casas para coger cuanto había. No puedes figurarte lo que era aquello. Mudos de espanto y ansiedad estábamos todos aquí, atento el oído a los rumores de la calle, cuando sentimos que las puertas caían a golpes, y penetraba aquella soldadesca bestial, diciendo que se les entregasen todos los objetos de valor. El miedo nos impidió andar en contestaciones con ellos, y al punto les dimos alhajas, dinero, plata de mesa y cuanto había, deseando que se lo llevasen todo de una vez para no escuchar sus insultos. Mas luego bajaron a la bodega sedientos de vino: no contentos con echar fuera las cubas pequeñas, bebían en las llaves de las pipas grandes, y dejándolas luego abiertas, corría el Montilla de setenta y cinco años inundando las cuevas. Uno de aquellos salvajes pereció ahogado en vino. Pero al fin se fueron de casa sin cometer atrocidades de otra clase, y nos vimos libres de semejante chusma. En otras partes los horrores no pueden contarse. Robaron todo el dinero de la administración, toda la plata de los conventos, los vasos sagrados, los cálices, las custodias, las alhajas de las imágenes; penetraron también en los conventos de frailes, muchos de los cuales murieron asesinados; convirtieron en lupanar la iglesia de Fuensanta, y por tres días Córdoba no fue una ciudad, fue un infierno, porque todos los demonios, todas las maldades y abominaciones cayeron sobre ella. Por las calles se les encontraba borrachos, llenos de inmundicia, y se revolcaban en el lodo, engullendo vorazmente la comida que sacaban a viva fuerza de las casas. Los generales franceses, avergonzados de tanta bajeza, querían someterlos a palos; pero fue preciso emplear mucho rigor, y algunos hubieron de ser fusilados para hacer entrar en razón a los demás. Por último, saliendo de Córdoba para Andújar, esos cafres nos han dejado en paz por algún tiempo. ¡Qué espantoso estado el de España! Y lo peor es que sucumbirá. ¡Qué horrores, qué días terribles nos aguardan! ¿Y en Madrid qué tal se vive?
—¿Piensa usía volver a la corte?
—¡Oh! Sí… Pensamos marcharnos pronto, porque nos llama un asunto en que está interesada toda la familia. A ser por mí, ya estaríamos allá. No puedo vivir en Córdoba, y menos en el estado actual de las cosas. Esto no es vivir. Si en Madrid no hubiese tranquilidad, nos iríamos a Bayona con toda la familia.
—¿Y ninguna de las personas de esta casa fue maltratada por la soldadesca francesa? —pregunté deseando saber qué personas había en la casa.
—Ninguna: sólo mi tío el marqués tuvo una contusión en la cabeza; pero recibiola al esconderse debajo de una cama, y lo hizo con tanto ímpetu que se dio un golpe muy fuerte contra el suelo. Un amigo de casa, que nos visita todos los días, D. José María de Malespina, también recibió un ligero rasguño en la mano derecha al ocultarse detrás de un armario.
—¿Y las señoras? Oí decir que una sobrinita de la señora marquesa… o sobrinita de Su Excelencia, no estoy bien seguro, había venido de Madrid a acompañarlas.
—No —contestó Amaranta mirando al suelo.
—Pues entonces lo confundo yo con otra cosa. Paréceme que en Madrid lo oí decir en Madrid al señor licenciado Lobo, aquel famoso escribano… pero no, seguramente se equivocó.
—¿Conoces tú al Sr. de Lobo? —me preguntó con inquietud.
—Ya lo creo: somos muy amigos. Le conocí cuando yo servía en casa de D. Mauro Requejo… y por cierto que el señor licenciado y yo tuvimos una cuestión con motivo de cierta muchacha… una infeliz, señora, una desgraciada chiquilla, huérfana de padre y madre.
—A ver, cuéntame eso —dijo con interés.
—Pues los señores de Requejo que eran dos puerco-espines, martirizaban a la damisela. Yo tenía lástima de ella, y quise sacarla de allí… pero me fusilaron los franceses.
—¡Te fusilaron!
—Sí señora; y el Sr. de Lobo… pues… lo cierto fue que la muchacha desapareció.
—Ya… Cuéntamelo todo.
Con el mayor afán, con el interés más grande que durante mi vida he sentido por cosa alguna, empezaba a contar a Amaranta lo que sabía, cuando la entrada de dos personas me interrumpió. Eran el diplomático y D. José María de Malespina, aquel por tantos títulos famoso aunque retirado coronel de artillería de quien hablé cuando lo de Trafalgar. El primero me reconoció y tuvo la bondad de dirigirme algunas bromas.
—Sobrina —dijo el marqués—, ya pronto tendremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes lo que ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues le decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para entrar en negociaciones con los franceses, tal vez lograría poner fin a esta desastrosa guerra.
—¿Qué negociaciones, ni qué ocho cuartos? —dijo con desprecio Malespina—. ¡Oh! ¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que he imaginado estos días! Mientras no demos a la artillería el lugar que le corresponde, no es posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes estudios sobre cyclodiatomía y catapéltica, me han hecho descubrir importantes principios que ahora debieran llevarse a la práctica.
—Reniego de la ciencia que inventa medios de destrucción —exclamó con gesto elocuente el marqués—, cuando por las vías diplomáticas pudieran las Naciones resolver todas sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra? ¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos por una cuestión que podría arreglarse con un pedazo de papel y una pluma mojada en tinta, puesta en manos de alguna persona que yo me sé?
—Hombre de Dios, sin la guerra ¿qué sería del mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las
batallas dan y quitan las coronas, concluyen las guerras e inmortalizan al vencedor
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—¡Sangre y luto y desolación! Pero no disputemos sobre el volcán, amigo. La guerra es un mal, pero existe hoy entre nosotros. Lo que conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso desde que llegué a Andalucía sugerí a la Junta Suprema la idea de pedir auxilio a Inglaterra. Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra, ni al padre Gil se le había ocurrido.
—Y ¡Vd. se atribuye la invención! —dijo con sorna Malespina—. Pero hombre de Dios, si los asturianos fueron los primeros que en tal cosa pensaron, y desde el 30 de Mayo salieron de Gijón mis queridísimos amigos D. Andrés Ángel de la Vega y el vizconde de Matarrosa, hijo del conde de Toreno… ¡Bah, bah!… Si estos diplomáticos han perdido la chaveta. Nada, amigo mío, yo le dije al padre Gil que cuidara de aumentar la artillería, adoptando los adelantos que yo quiero introducir en el arma. Pues qué, ¿cree usted que Napoleón no tiene noticia de ellos? Yo he descubierto que antes de invadir a España, mandó una comisión secreta para que averiguara si estaba yo aquí. Como entonces mi familia hizo correr la voz de que yo había pasado a América, Napoleón dijo: «Pues no hay cuidado ninguno», y ordenó la invasión. Ya, ya me conoce él de muy antiguo.
—¡Qué vanaglorioso es Vd.! —dijo el diplomático con mayor fatuidad que la de su amigo—. Eso lo dice usted por obligarme a hablar, por obligarme a que revele… no: es secreto de Estado, del cual quizás depende la paz de España y de Europa, no saldrá de mis labios, ni soy hombre que cede fácilmente a las sugestiones de la curiosa e imprudente amistad.
—Todo eso es pura farsa. Sepamos de una vez esos secretos.
—¡Farsa! —exclamó con enojo el diplomático—. Pero ya comprendo el juego. Lo mismo hace mi sobrina cuando quiere obligarme a que revele los secretos de Estado. No, callaré, callaré, aunque Vd. me insulte, aunque Vd. aparente dudar de mi veracidad, para que la indignación me haga romper el secreto. ¡Pues qué!, si yo dijera que un elevado personaje, el más poderoso que hoy existe en el mundo, se decidió al fin a transigir conmigo, después de una enemistad que data desde la paz de Luneville; si yo dijera que los preliminares de negociación que entablé para evitar a España los horrores de la guerra, comenzaban a dar resultado, cuando algunos hombres pérfidos… si yo dijera esto… pero no: mi sobrina me mira como para incitarme a seguir hablando, y Vd. Sr. de Malespina, me mira también… mas no, punto en boca, y cesen las impertinentes preguntas que en vano amenazan el inexpugnable alcázar de mi discreción.