Bajo la hiedra (39 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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—Ahí lo tienes, justo al fondo —dijo.

Darin tenía mucho mejor aspecto. Había recuperado el color, pero tenía tales bolsas bajo los ojos que resultaba extraño que no las acompañase una nariz rota. Sorbía un vaso de cordial cuando oyó los pasos que se acercaban y levantó la vista.

—¡Gair! —exclamó, dejando el vaso en la mesilla. Una sonrisa de oreja a oreja le dividió en dos el rostro—. ¿Cómo estás?

—Cansado. —Gair se procuró un taburete para sentarse—. ¿Y tú? ¿Qué me cuentas? Me ha preguntado bastante gente por ti.

—Ah, estoy bien. Un día más y Saaron me dará el alta.

—Es una buena noticia. Me diste un susto de muerte cuando te encontré inconsciente.

—No recuerdo nada —admitió Darin, que hizo una mueca—. Me estaba peleando con el ensayo para Donata, cuando de pronto me vi tumbado aquí, junto a una hermosa pelirroja que me daba de comer con cuchara.

—Un cambio para mejor, sin duda —se burló Gair.

—Casi es una lástima estar tan comprometido. Esa Tanith es una auténtica preciosidad.

Gair miró hacia la entrada, pero la astolana se había marchado.

—La maestra Donata me pidió que te dijera que esperaba que te recuperases pronto, y que te ha ampliado el plazo de entrega hasta el final de la próxima semana para que presentes ese ensayo.

La sonrisa de Darin se hizo si cabe más pronunciada.

—Eso es tiempo más que suficiente para que tú me lo redactes. ¿Prometes ayudarme? —le rogó—. Con tu ayuda siempre obtengo notas más altas.

—Quizá debas dedicar más tiempo al estudio y menos a revolotear en torno a Renna.

—¡Yo no revoloteo!

Entre risas, Gair inclinó el taburete sobre las patas traseras para apoyarse cómodamente en la pared.

—Si tengo tiempo echaré un vistazo a tu ensayo, contigo al lado, y te ayudaré a pulirlo, te lo prometo, pero los maestros me mantienen ocupado. Que si haz esto, que si muéstrame aquello, que si vuelve a hacerlo, que si practica, practica, practica… No hago más que lo que me piden para tener un rato para dormir por las noches. Siguen sin decidirse a evaluarme.

—¿No?

Gair hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Incluso Tanith me lo ha mencionado. ¿Es extraño? Quiero decir si pasa alguna vez que tarden tanto en decidirse.

—No tengo ni idea —dijo Darin—. Sólo llevo aquí un par de años, y todos los que conozco fueron evaluados casi de inmediato. Quizá el consejo esté preparando una nueva categoría para ti. Eres el más fuerte de nosotros, sobre todo con eso de… —Hizo un gesto con la cabeza y bajó el tono de voz—. Bueno, ya sabes.

—No es más que un talento, Darin.

—Sí, ya, eso es lo que tú dices. ¿Te ha mencionado algo Aysha respecto a la capa?

—No. Es como si nunca hubiera sucedido.

—¿Aún la conservas?

—Metida en el armario.

—Tal vez tendrías que ponértela un día y entrar en el refectorio —sugirió Darin—. Podría acelerar un poco el proceso. ¿Sabías que la mitad de la casa capitular cree que sois amantes?

Apoyó con un estampido las cuatro patas del taburete.

—¿Cómo?

—Te pasas las horas en su despacho. Si no pones a los demás al corriente de ese otro talento tuyo, ¿qué otra cosa van a pensar?

A Gair empezó a arderle el rostro.

—Darin, ¡es mi maestra!

—¿Y? No sería la primera vez que se rompen las normas.

—Ni siquiera puedo creer que des alas a esa idea. Es absurda.

—Hay un dicho en el lugar del que provengo que dice que los rumores tienen alas de águila y la verdad tan sólo puede caminar. Dale un tiempo y todo el mundo sabrá el nombre de tus hijos antes incluso de que hagas la cama.

—Darin, te juro que no somos amantes.

Pero al decirlo su conciencia le recordó una o dos ocasiones en las que lo había sido, incansable y tierno, en ese coto privado que era el interior de su propia mente. El recuerdo de aquellos sueños lo sonrojaron.

—Estás obsesionado con el sexo —dijo sin convicción.

—No puedo evitarlo. Renna no me deja bajar de la cintura, y eso me está matando.

—Creo recordar que Renna tiene más que suficiente por encima de la cintura para que tengas las manos llenas.

—Tiene una par de jugosas manzanas, pero yo quiero todo el jardín de árboles frutales. Lo sé, lo sé, la santa unión supone un compromiso que no debe tomarse a la ligera, sino con castidad, con sobriedad y tal y cual. —Darin pronunció la cita de la ceremonia del matrimonio con lo que entendía era el tono monocorde de un sacerdote—. Todo eso está muy bien, pero los huevos se me están poniendo azules.

—¡No creo que debas compartir eso conmigo!

—Tienes que contarme qué está pasando entre Aysha y tú. Eso me lo debes. ¿No hacéis más que cambiar de forma? ¿Nada más?

—Nada a excepción del aire fresco y el ejercicio saludable, te lo prometo. Y mucho té y discutir cuando hace mal tiempo. Odia el frío.

—Ajá.

—No me mires de ese modo, te estoy diciendo la verdad. Volamos bastante, o subimos a las colinas en forma de lobos. Ese tipo de cosas. Me ha enseñado a adoptar nuevas formas, y también cómo mejorar algunas a las que no les había cogido el truco. Eso es todo.

—¿Sabes que aún no he visto cómo te transformas?

—¿No te basta con mi palabra de que puedo hacerlo?

—Te creo, Gair, es que me gustaría verlo con mis propios ojos, si no te importa.

—¿Aquí?

—Ahora es una buena ocasión.

Gair cerró los ojos y buscó el canto que fluía en su interior y que lo llenó al instante. Dejó que la música lo envolviera, luego tomó de él y halló la forma del águila encarnada. Le resultaba difícil permanecer posado en la superficie lisa del taburete y sus garras rayaron el barniz, así que al cabo de unos instantes recuperó su forma humana. Darin tenía los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Lanzó un juramento elaborado y bastante largo.

—Nunca había visto nada semejante. Es increíble. ¿Cuánto hace que eres capaz de hacerlo?

—Desde los once años.

Darin se recostó en las almohadas mientras se pasaba la mano por el cabello.

—No sé qué decir.

—Pues eso en ti es una novedad.

—Gracias. —El belisthano le dedicó una débil sonrisa.

—De nada.

Tanith reapareció sin que se dieran cuenta, pues sus pasos eran imperceptibles. Llevaba una taza que dejó en la mesilla de noche.

—Lo siento, pero creo que Darin ya ha tenido bastante por hoy y tiene que tomar algunas medicinas. ¿Quieres que te acompañe a la puerta?

Darin gruñó, pero la promesa de Gair de visitarlo de nuevo al día siguiente, después de cenar, logró apaciguarlo. Dejó al belisthano tomando la medicina con el gesto torcido ante el mal sabor que tenía, mientras Tanith lo acompañaba a la entrada de la enfermería. En cuanto franquearon el umbral, Aysha lo llamó mentalmente, exigiendo su atención y preguntándole de malos modos dónde estaba. Entonces fue Gair quien torció el gesto; de hecho, le estaba gritando.

—¿Sucede algo? —preguntó Tanith.

—La maestra Aysha. —Se señaló con un gesto la cabeza—. Quiere saber dónde he estado.

—La enfermería está a cubierto —le contó Tanith—. Qué remedio. El murmullo de miles de mentes trabajando con el canto nos impediría concentrarnos. Es capaz de distraer a cualquiera, es como intentar entender lo que dice alguien entre el gentío. El físico de guardia está excluido, de modo que puedan pasarse mensajes de un lado a otro, pero supongo que ella no sabría dónde estabas. —Inclinó la cabeza a un lado—. Podrías bloquearla y responder únicamente si te resulta conveniente.

—No sé cómo hacerlo —admitió Gair—. No sé comunicarme de ese modo.

—¿De veras? —De nuevo Tanith lo miró calculadora—. Eres muy extraño. Llegas de lejos con tus dones, pero aún no has descubierto cómo hablar mentalmente.

—Hay tantas otras cosas que aún no he descubierto… Los maestros siempre comentan lo fácil que me resulta todo, salvo las habilidades más simples.

—Sucede a veces, incluso entre mi gente. No sabemos muy bien el porqué. Puede que se deba a algo parecido a que hay bebés que aprenden a hablar y caminar antes que otros.

—Mi madre adoptiva solía decir que yo era de los que les cuesta.

Tanith esbozó una sonrisa.

—Ahí lo tienes, pues. Con el tiempo lo aprenderás. Ahora será mejor que vayas. Percibo su impaciencia desde aquí.

—De hecho, esta mañana tengo clase con el maestro Coran.

—¡Ah! —La confusión transformó la expresión de Tanith, quien seguidamente se sonrojó—. Bueno, son pasadas la prima, así que será mejor que te apresures. Si hay algo que incordie a Coran son los retrasos. Que pases un buen día.

Con las mejillas sonrosadas como los pétalos de una de las rosas de la madre adoptiva de Gair, Tanith regresó apresuradamente a la enfermería. Mientras caminaba hacia las salas de conferencias, Gair tuvo la incómoda certeza de que ella también había oído los rumores. Se ajustó la cinta del pelo, que enderezó para tener mejor aspecto. Que la madre se apiadase de él, pensar que había creído que su habilidad para cambiar de forma bastaría para dar pie a toda clase de rumores. Ahora tenía otro motivo para en adelante no faltar a una sola clase, si no quería alimentar todavía más las hablillas que circulaban por la casa capitular.

23

FE

E
nfundado en una gruesa túnica, Danilar permanecía de pie ante la ventana de su alojamiento. Tomó un sorbo de té. La mañana era su momento favorito del día, sobre todo en invierno, cuando el cielo azul estaba totalmente despejado como el cristal de las islas Occidentales y el mundo contenía el aliento para escuchar el primer trino. Estaba convencido de que reinaba un silencio semejante cuando la diosa pronunció la primera palabra que dio aliento a la vida en su creación. Daba la impresión de que cada nuevo día era una promesa renovada.

Al otro lado de la plaza rectangular ardía una luz en la ventana del preceptor. El amanecer de un nuevo día, y el anciano ya se había levantado. O quizá había pasado la noche en vela. Ansel se mostraba errático últimamente. Se quedaba adormilado por la tarde, y por la noche recorría incansable los corredores vacíos. Hengfors opinaba que los ancianos suelen necesitar dormir menos que los jóvenes porque son menos activos, lo que no bastaba para acallar los rumores de que el preceptor empezaba a mostrar signos de senilidad.

Una vez apurado el té, Danilar se puso unos botines antes de acercarse a la capilla de los caballeros. La escarcha volvía quebradizas las pocas hojas que sobrevivían en los arbustos de la plaza rectangular, y la rigidez de las banderas del santuario prometía otra fuerte helada. Se postró ante el altar, la palma de la mano izquierda en alto, signo del roble, y murmuró las gracias por que los rumores no fuesen ciertos.

En la sacristía cubrió una bandeja con una servilleta de lino y preparó una pequeña copa de plata, caja y plato, para el sacramento, réplicas de la píxide dorada que relucía en el altar. Vertió vino bendecido en la copa y puso otra servilleta sobre la bandeja, que a continuación llevó por una puerta lateral al corredor que conducía a las habitaciones del preceptor.

Mientras Danilar hacía equilibrios con la bandeja en una mano para entrar en el despacho de Ansel, salió Hengfors con la bolsa al hombro. El físico de nariz aguileña inclinó la cabeza a modo de saludo.

—¿Va a tomar el sacramento solo? —Los ojos claros contemplaron la bandeja.

—Hace frío en la capilla, y ahora le cuesta pasar tanto rato arrodillado. ¿Cómo está?

—Cada vez le duelen más las articulaciones —respondió Hengfors, cuya cabeza pendía de un largo cuello—. Nunca lo había visto tan debilitado. Haré lo que pueda, por supuesto, pero ahora su vida está en manos de la diosa.

—Las suyas son manos amables, sin duda. Si ha llegado el momento de llamarlo a su lado, lo hará con voz suave.

—Y quién mejor que tú para saber cómo es, Danilar, tú que eres su voz en la tierra. —Hengfors rió—. Que pases un buen día.

—Buenos días, Hengfors.

Danilar abrió la puerta con la cadera, y una vez dentro la cerró con el tacón. Le costó encontrar un hueco en la atestada superficie del escritorio donde dejar la bandeja. Arrugó el entrecejo. El preceptor siempre había sido un administrador pulcro; era impropio de él dejar así los documentos, los libros abiertos por la mitad, y un plato con restos de comida abandonado sobre una pila de libros mayores.

—Demasiado viejo para perder el tiempo poniendo las cosas en su lugar —dijo Ansel.

Estaba sentado en una silla junto al fuego, con la espalda recostada en almohadas y una manta sobre las rodillas. La solitaria vela que ardía en la repisa iluminaba el libro que descansaba abierto en su regazo, pero sumía el resto del rincón en sombras. Las manos retorcidas temblaban como arañas sobre las hojas.

—¿Me has traído el sacramento?

—Sí, mi señor preceptor.

—Adelante, pues, hombre, acércate.

También le temblaba la voz, pero el temperamento era tan férreo como siempre. Danilar contuvo una sonrisa. Puso con cuidado la bandeja en el regazo de Ansel, levantó la servilleta que la cubría y la colocó en el pecho delgado. El anciano no apartó de él los ojos febriles, el rostro magro, cetrino.

—¡No me trates como si fuera un inválido, muchacho! Aún no babeo.

—No pero casi. ¿Vas a estarte quieto para la bendición, o voy a tener que amordazarte?

—¡No te atreverás!

—¿Estás seguro?

Danilar levantó la tapa de la caja de plata, de cuyo interior sacó una oblea. Con ella trazó en el aire el signo del roble.

—Tienes el buen temperamento de un oso con el cráneo fracturado, pero aquí todos te queremos mucho y yo cuidaré de la seguridad de tu alma inmortal, aunque tenga que atarte a la silla. Ésta es la merced de la diosa, que nos dio para que nosotros sus hijos no pasemos hambre. Abre la boca.

Puso la oblea en la lengua de Ansel. El preceptor torció el gesto ante el sabor a hierbas y sal, pero se la tragó. Danilar levantó la taza e hizo de nuevo el signo del roble, antes de ofrecerle el vino.

—Ésta es la merced de la diosa, que nos dio para que nosotros sus hijos no pasemos sed.

Ansel bebió con mayor apetencia. Siempre había sentido debilidad por el tinto tylano. Cerrados los ojos, se inclinó un poco para que Danilar pudiera trazar el roble en su frente.

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