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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío

BOOK: Bosque Frío
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Redmond Hatch regresa a la región montañosa donde nació. Allí conoce a Ned Strange, un hombre extraño y seductor que toca el violín y cuenta cuentos tan encantadores que los hombres y mujeres de la zona están dispuestos a permitir que se acerque a sus pequeños hijos. Hasta que un día se lo encuentra culpable de actos terribles, cuyas víctimas eran, precisamente, esos niños.

Una vez, Redmond había sido feliz. Estaba casado con la bella Catherine y su hija Immy iluminaba sus días. Pero luego se sintió obligado a protegerla de la infidelidad, la traición y de otros horrores que amenazaban el mágico reino de la pequeña Immy. Ahora Redmond es un vagabundo, perseguido por el espectro terrible de Strange…

Como los mejores relatos, Bosque frío, nombrada mejor novela irlandesa de 2007 por el prestigioso periódico Irish Independent, es una historia sencilla y compleja a la vez, que nos habla del horror más grande: el que todos escondemos en lo más profundo de nuestro ser.

Patrick McCabe

Bosque Frío

ePUB v1.0

Dirdam
12.03.12

Título original: «Winterwood»

Editor original: Bloomsbury, Nueva York.

Publicación original: noviembre de 2006

Traducción: Marcial Souto Tizón

Editorial: Urano. S.A.

Primera publicación: septiembre de 2009

ISBN: 978-84-936960-3-0

A Katie McCabe

Los ochenta
1. Mi viaje al oeste, mi vieja casa en la montaña

Era el otoño de 1981 y mi periódico, el Leinster News, me había pedido un artículo sobre el folclore y la evolución de las costumbres de Irlanda, oportunidad que no dejé escapar, y aproveché para volver a mi Slievenageeha natal, que no visitaba desde hacía años.

Y mucho me alegré de hacerlo, porque para mi sorpresa resultó ser la semana de las fiestas del pueblo, y justo en el momento en el que yo entraba en el pueblo daba comienzo un ceilidh. En la plaza, sobre un tosco entarimado, un conjunto de slap-bass aporreaba con entusiasmo los instrumentos y un viejo bigotudo rascaba el violín, produciendo fogosos ritmos de baile. Debía de andar cerca de los setenta, con una mata de pelo rizado y cobrizo y una barba poblada y rebelde salpicada de canas. Se palmeaba los muslos y gritaba y silbaba, animando a cantar con el típico «vamos, todos juntos» a quienes conocieran la canción.

Éstos, por lo visto, no eran exactamente multitud: de hecho, parecía que nadie en absoluto se sabía la letra. Como la prosperidad había llegado hasta el valle, puede que ahora creyesen que esas baladas estaban algo pasadas de moda. Pero no faltaban gritos de entusiasta aprobación:

—¡Muy bien, Ned! ¡El mismo de siempre!

—¡Qué bueno, Papito! ¡Vaya que sí!

Mientras tanto, el conjunto seguía cantando y tocando alegremente y la letra flotaba sobre los altos pinos:

Qué guapos estamos, aquí tendidos

mi amigo y yo, para siempre unidos,

como dos novios sobre la tierra dura y fría

desde que asoma el sol hasta el final del día.

En sintonía con la idea de «los buenos y viejos tiempos», todo el mundo se había vestido con ropas y calzado tradicionales, y no había ningún medio de transporte moderno a la vista, sólo una variopinta mezcla de carruajes y carretas. No faltaban las exhibiciones de ganado y las subastas de reses, los concursos de caballos de tiro y de aves de corral. Una mujer que llevaba una cofia se ofreció a venderme «los mejores» huevos de granja. Se lo agradecí muchísimo, pero decliné cortésmente la oferta, aunque debo confesar que luego lo lamenté cuando ella mencionó a mi padre. Me comentó que lo había conocido bien.

—¡Ah, sí!, dijo. El Viejo Hatch… ¡Si es que, en aquellos tiempos, nos conocíamos todos!

Después, por casualidad, me encontré con el viejo violinista. En ese momento tenía el rostro de un rojo furioso y vi como arrojaba el instrumento sobre la mesa con indisimulado desdén. Me contó que había estado bebiendo todo el día. Le pregunté si aceptaría una entrevista para mi periódico. Dijo que sí, con una condición: tendría que invitarlo a un trago y brindar con él.

Acepté de buena gana y el viejo me miró con desconfianza, entornando los ojos. Cuando fui a hacer el pedido, el camarero me estrechó la mano y me dio una calurosa bienvenida a Slievenageeha. Le dije que había nacido allí y que estaba encantado de volver.

—Siempre es agradable recibir a los nuestros con los brazos abiertos —observó con alegría, antes de añadir—: ¡Y veo que ya ha conocido al Papito, el granuja salvaje de las montañas!

—Desde luego, ¡y qué buen músico!

Me entregó las copas con una carcajada.

—Músico sí es: siempre anda tocándote algo. ¡Ja, ja!

Cuando le pregunté qué quería decir, echó la cabeza hacia atrás y dijo que sólo era una broma. Cuando ya me daba la vuelta para regresar a la mesa, con un guiño cómplice, añadió:

—Tenga cuidado con sus batallitas. Nunca sabes si creértelas o no. En cuanto empieza, es tremendo. A todo el mundo le cuenta que vivió varios años en los Estados Unidos. Y estoy seguro de que el pobre cabrón no ha salido nunca de este valle. Jamás ha puesto un pie fuera de Slievenageeha. Ahí tiene sus copas, ¡bienvenido y muchas gracias!

Cuando regresé junto a mi compañero con los vasos me di cuenta de que había estado escuchando toda la conversación entre el camarero y yo.

—No le hagas caso, —bufó el viejo mientras yo me sentaba—, el pobre capullo chochea. Sin ir más lejos, ni siquiera nació en la montaña. No es uno de los nuestros. Que les den por culo a Redmond y a su mujer. Ja, ja. ¡Salud! Slainte mhaith, a mhic og an chnoicl Failte abhaile.

A tu salud, joven hijo de la montaña. Bienvenido a casa.

Nos quedamos en el pub hasta bastante después de la hora de cierre y luego me invitó a su casa, si a aquello se le podía llamar casa. Tardamos cerca de media hora, subiendo por un escarpado sendero montañoso, atravesando un vivero de abetos, matorrales enmarañados y verdes espesuras de helechos. Por fin llegamos a una desvencijada choza, visiblemente construida con cualquier material que hubiera a mano. Del techo, aquí y allá, brotaban abundantes matas de hierba.

Cuando hubimos entrado, encendió una vela y la pegó en el centro de la mesa. Poco a poco, se fue proyectando una silueta en la pared. Arrancó con los dientes el corcho de la botella de whisky y mientras lo escupía me lanzó aquella extraña mirada; después localizó dos mugrientas tazas.

—Así que eres el hijo del Viejo Hatch. ¡Qué interesante!, —dijo encendiendo un faria y sentándose de golpe en la chirriante mecedora—. Era estupendo con las cartas, tu padre. Él y Florian, aquel hermano suyo. Como suele pasar con muchos hombres del valle, resultaba difícil distinguir a uno del otro. A los forasteros les cuesta distinguirnos a los campesinos, con nuestras barbas pobladas y las cabezas cubiertas de pelo rojo rizado. Hay quien dice que lo hacemos a propósito, que nos refugiamos en la maraña de nuestra tribu para que no se pueda echar a nadie la culpa de las maldades que a veces cometemos. Como tu padre, por ejemplo, que, válgame Dios, arruinó la vida de tu pobre madre. La verdad es que una noche vi cómo la pateaba. Una patada en todo el trasero, y Florian no hizo nada, salvo desternillarse de risa, todo porque ella había tardado un poco más de la cuenta en llevarle la bebida. Y entonces, para rematarlo, tu madre va y se muere, ¡y eso que todavía era joven! Pero él no se puso raro ni nada parecido. No, claro que no. Aquí estamos hechos de una pasta más resistente. En cualquier caso, ahora podía dedicar todo su tiempo a las cartas. ¿No es así, señor Hatch?

Se dio un golpecito en el pie y me miró maliciosamente. No le contesté. Estaba demasiado perplejo por su franqueza.

—Verás muchos cambios, Redmond, dijo. Esto ya no se parece nada al sitio que era.

Tosí con una cortesía ridículamente fuera de lugar. En parte, debo confesarlo, para ocultar mi incomodidad. Hacía tanto tiempo que me había ido que no encontraba una respuesta adecuada.

—Ha habido muchos cambios, —coincidí—, supongo que porque estamos entrando en el mundo moderno.

El viejo asintió sin dejar de mecerse. Durante un largo rato no habló. Después levantó su corpachón y dijo:

—Quiero decirte algo y quiero que lo recuerdes, Redmond, amigo mío.

Me clavó la mirada.

—La montaña no se va. No se va, ¿me oyes?

De repente se puso tenso y frunció el ceño.

—¿Me oyes?, —repitió—. Te estoy hablando… ¿Qué te pasa, te has quedado sordo?

Gesticulando con el faria, prosiguió en tono obsesivo:

—Una vez, Redmond. Había una mujer. La vieja. Y la vieja ¿qué hacía? Estaba sentada en su cabaña. Sentada en su cabaña una noche, muy tarde. En una casa sencilla muy parecida a ésta, sentada en la silla y tejiendo. Meciéndose como yo ahora. Entonces, de repente, lo oyó. Oyó el ruido. Al principio pensó: No es nada, no le daré más importancia. Pero luego ¿qué ocurrió? Lo oyó de nuevo. Lo oyó de nuevo, Redmond. Levantó la mirada y lo vio allí delante. Primero la sombra, y al mirar hacia arriba lo vio. De pie ante ella, mirándola. Mirándola con aquellos dos ojos muertos. En ellos no había sentimiento, Redmond. Aquellos ojos estaban muertos. ¿Sabes cómo eran? Dos agujeros negros. Como dos agujeros negros metidos en el cráneo. No era un ser humano, Redmond. Era una criatura. Una cosa que había llegado sigilosamente esa noche. Eran tiempos difíciles, Redmond. Así era la vida en esos sitios rurales, y tú lo sabes. Los recuerdos no se van con facilidad. ¿Te parece que se pueden ir así, de un día para otro?

Yo no sabía qué decir. Sacudí la cabeza y miré hacia el suelo, inexpresivo, haciendo girar en la taza el licor incoloro.

—No, —respondí.

—Exacto, Redmond, —añadió—, claro que no. Duran tanto como los malditos pinos. Hasta que se cubra de escarcha el infierno, Redmond. ¿Me oíste cantar hoy esa estrofa?

Antes de que yo pudiera responder, su violín había aparecido como por arte de magia y el arco iba y venía mientras él gruñía:

¿Hasta cuándo estaremos aquí, oh, Señor?

Cuando cubran las nieves del infierno el alcor.

¡Cuando cubran las nieves del infierno el alcor!

Arrojó el instrumento y escupió con desdén:

—Es verdad. Hasta entonces. Hasta entonces… ¡No lo olvides! ¡No lo olvides, Redmond Hatch!

Una rama torcida golpeó con suavidad contra la ventana. En el silencio, el humo del tabaco flotaba sin rumbo pasando por delante del cristal negro. Permanecimos allí, rodeados de sombras que parecían embestirnos para luego retroceder una vez más, como si repitieran los movimientos de un juego infernal.

Dijo que me contaría todo lo que quisiera saber. No había nada sobre el valle que desconociera, dijo.

—Ned es el menda que conoce la historia, —insistió—, porque ha vivido aquí más que cualquiera de esos cabrones. Desde que el viejo Dios creó el mundo, —añadió con una carcajada—. Fui a la escuela con tu padre y con tu tío Florian. Florian se creía el tío más duro del lugar. Se metió una vez en una riña a cuchillazos. De allí sacó la cicatriz de la mejilla. ¿Y sabes quién se la hizo? ¿Sabes quién le hizo la cicatriz, Red?

Se apuntó con el dedo hacia el pecho.

—Servidor, —resopló, henchido de júbilo.

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