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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Científico

Breve historia de la química (27 page)

BOOK: Breve historia de la química
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En realidad, a partir de la longitud de onda era posible calcular cuál debía ser la carga de los átomos de un elemento determinado. De modo que, como se demostró posteriormente, el hidrógeno tenía una carga nuclear de + 1, el helio + 2, el litio + 3, y así sucesivamente hasta llegar al uranio, con + 92
[29]
.

La magnitud de la carga nuclear se denomina el
número atómico.
Por primera vez se comprendió que, cuando Mendeleiev había ordenado sus elementos en orden a lo que se pensó era el peso atómico, en realidad los estaba ordenando en orden a su número atómico. En el par de casos en que había colocado los átomos de mayor masa delante de los de menor masa (véase pág. 142), éstos tenían no obstante un número atómico mayor, debido a razones que discutiremos en breve.

Por fin se podía sustituir la definición operacional que diera Boyle del concepto «elemento» (como una sustancia que no pedía descomponerse en sustancias más simples) por una definición estructural. La definición de elemento, en el siglo XX, sería: un elemento es una sustancia que se compone de átomos que poseen todos un número atómico idéntico y característico.

También por primera vez fue posible predecir exactamente cuántos elementos quedaban por descubrir. Todos los números atómicos desde el 1 al 92 estaban ya ocupados por elementos conocidos en 1913, excepto siete: los números atómicos 43, 61, 72, 75, 85,87 y 91. En 1917 se descubrió el
protactinio
(número atómico 91). En 1923 se descubrió el
hafnio
(número atómico 72), y en 1925, el
rhenio
(número atómico 75). Quedaban entonces exactamente cuatro huecos en la tabla periódica: los correspondientes a los números atómicos 43, 61, 85 y 87. Parecía que sólo quedaban cuatro elementos por descubrir; pero lo cierto es que los huecos persistieron hasta bien entrados los años treinta (véase pág. 251).

Puesto que el protón es la única partícula cargada positivamente del núcleo, el número atómico es igual al número de protones existente en el núcleo. El aluminio, con un número atómico de 13, deberá contener 13 protones en el núcleo. Pero como su peso atómico es 27, deberá contener también (como se descubrió más tarde) 14 neutrones en el núcleo. Los neutrones aportan masa pero no carga. Del mismo modo, un átomo de sodio con un número atómico de 11 y un peso atómico de 23 debe poseer un núcleo de 11 protones y 12 neutrones (como tanto los protones como los neutrones se encuentran en el núcleo, se agrupan bajo el nombre de
nucleones).

El átomo, en su estado normal, es eléctricamente neutro. Esto significa que por cada protón que exista en el núcleo debe haber un electrón en la periferia. En consecuencia, el número de electrones del átomo neutro es igual al número atómico. Un átomo de hidrógeno contiene 1 electrón, un átomo de sodio 11 electrones, un átomo de uranio 92 electrones, y así sucesivamente
[30]
.

Capas electrónicas

Cuando dos átomos chocan y reaccionan, se unen compartiendo determinado número de electrones, o bien se separan de nuevo después de haber cedido uno o más electrones al otro átomo. Este compartir o ceder electrones es lo que se traduce en los cambios de las propiedades observadas en sus sustancias que sufren reacciones químicas.

A partir de los cuidadosos trabajos con los rayos X característicos comenzó a emerger un cierto orden relativo a la forma de dichos cambios electrónicos. De tales trabajos surgió la idea de que dentro del átomo los electrones existían en grupos que solían describirse como
capas electrónicas.
Podemos imaginar que las capas envuelven al núcleo como las hojas de una cebolla donde cada capa es capaz de contener más electrones que la anterior. Las capas se designaron con las letras K, L, M, N, etc.

La capa más interna, la K, puede contener sólo dos electrones, la capa L puede encerrar ocho, la capa M hasta dieciocho, y así sucesivamente. Este concepto sirvió finalmente para explicar la tabla periódica.

Los tres electrones del átomo de litio, por ejemplo, están ordenados en la forma 2,1 a lo largo de las capas electrónicas; los once electrones del átomo de sodio están dispuestos en forma 2,8,1; los diecinueve electrones de los átomos de potasio se disponen 2,8,8,1; y así sucesivamente. Cada uno de los metales alcalinos tiene los electrones de sus átomos dispuestos de tal modo que la capa electrónica más externa contiene sólo un electrón.

Como es la capa electrónica más externa la que entra en contacto en las colisiones entre átomos, es de esperar que sea el número de electrones de dicha capa el que determine la actividad química de un elemento. Elementos diferentes que tengan las capas electrónicas más externas semejantes, tendrán propiedades parecidas. Por esta razón es por lo que los diversos metales alcalinos tienen propiedades tan semejantes.

Del mismo modo, los elementos alcalino-térreos (magnesio, calcio, estroncio y bario) son todos semejantes, ya que cada uno posee dos electrones en la capa más externa. Los halógenos (flúor, cloro, bromo y yodo) poseen todos siete electrones en su capa más externa; mientras que los gases nobles (neón, argón, criptón y xenón) poseen todos ocho.

En realidad, Mendeleiev, al ordenar su tabla periódica, había colocado —sin saberlo, desde luego— los elementos en filas y columnas de acuerdo con la disposición de sus átomos en las capas electrónicas.

Como el número de electrones aumenta a medida que los átomos son más pesados, llega un momento en que las capas electrónicas comienzan a solaparse. Hay átomos de números atómicos consecutivos que incorporan electrones a capas internas, mientras que el número de electrones de la capa externa permanece constante. Esta configuración ocurre especialmente en los elementos de tierras raras, cuyos números atómicos oscilan del 57 al 71 inclusive. Mientras que hallamos un incremento en el número de electrones de las capas internas a medida que avanzamos en la tabla periódica, todas las tierras raras conservan tres electrones en la capa más externa. Esta semejanza de las capas más externas explicaba, al fin, por qué los elementos de este grupo eran tan extrañamente semejantes en sus propiedades.

Mendeleiev había ordenado su tabla periódica en base a la valencia de los diferentes elementos, y no a sus disposiciones electrónicas, que le eran desconocidas. Así, parecía razonable suponer que la valencia de un elemento era determinada por su disposición electrónica.

El químico alemán Richard Abegg (1869-1910) había señalado, en 1904, que los gases nobles debían poseer una configuración electrónica especialmente estable. Los átomos de un gas noble no tenían tendencia a aumentar ni disminuir su número de electrones, y por eso no participaban en las reacciones químicas. Se deducía que otros átomos podían ceder o aceptar electrones con el fin de alcanzar la configuración de gases nobles.

Los once electrones del sodio están dispuestos en la forma 2,8,1, mientras que los diecisiete electrones del cloro son 2, 8,7. Si el sodio cede un electrón y el cloro acepta uno, el primero alcanza la configuración de 2,8 del neón, y el último la configuración de 2,8,8 del argón.

Naturalmente, el átomo de sodio, al ceder un electrón cargado negativamente, se queda con una carga positiva, y se convierte en ion sodio. El átomo de cloro, al ganar un electrón, gana una carga negativa, y se convierte en ion cloro. Los dos tienden a unirse en virtud de la atracción eléctrica entre las cargas de distinto signo, como había sospechado Berzelius un siglo antes (véase pág. 112).

Se deduce de esta consideración que el sodio tendrá una valencia de 1. No puede ceder más de un electrón sin romper su disposición estable de 2, 8. Tampoco el átomo de cloro puede aceptar más de un electrón. Por otra parte, el calcio, con una disposición de 2, 8, 8, 2, tiende a ceder dos electrones, y el oxígeno, con una disposición de 2,6, tiende a aceptar dos electrones. Naturalmente, ambos elementos tendrán una valencia de 2.

Son estos desplazamientos electrónicos, dicho sea de paso, los que hacen posibles las concentraciones de carga en un lugar o en otro, de modo que las reacciones químicas pueden servir como fuentes de corriente eléctrica, tal como había descubierto Volta un siglo antes (véase pág. 86).

Desde el punto de vista electrónico, el peso equivalente resultaba ser igual a los pesos relativos de los elementos implicados en un solo desplazamiento electrónico de este tipo. El peso equivalente es, después de todo, el peso atómico dividido por la valencia (ver pág. 117) o, en otras palabras, el peso atómico dividido por el número de electrones transferidos.

Sin embargo, la sugerencia de Abegg consideraba solamente las transferencias completas de electrones de un átomo a otro, cuyo resultado eran iones cargados eléctricamente que se mantenían unidos por atracción electrostática. En este caso se habla de
electrovalencia.
Dos químicos americanos, Gilbert Newton Lewis (1875-1946) e Irving Langmuir (1881-1957), propagaron de modo independiente esta idea en los años siguientes a 1916. Entre otras cosas sugirieron una explicación para la estructura de la molécula del cloro, en la que dos átomos de cloro están estrechamente unidos entre sí. Ciertamente, no existe ninguna razón para que un átomo de cloro transfiera un electrón a otro átomo de cloro, y desde luego no podrían mantenerse juntos por atracción electrostática ordinaria. Tanto la teoría de Berzelius como la de Abegg sobre la atracción interatómica fallan en este punto.

En cambio, la sugerencia de Lewis-Lagmuir era que cada átomo podía aportar un electrón a un fondo común. Los dos electrones del fondo común estarían en la capa electrónica más externa de ambos átomos. La disposición electrónica en la molécula de cloro podía describirse entonces como: 2, 8,6,
1
1
, 6,8,2, incluyéndose ambos electrones comunes en el total electrónico de cada átomo. Cada átomo tendría así la configuración de 2, 8, 8 en lugar de la disposición mucho menos estable de 2,8,7 de los átomos de cloro aislados. Por esta razón, la molécula de cloro es mucho más estable que los átomos libres.

Con el fin de mantener todos los electrones en la capa electrónica más externa, los dos átomos han de permanecer en contacto, y se precisa una energía considerable para separarlos. Cada uno de los electrones aportados al fondo común representa una valencia de 1 para el átomo del que procede. Dicha valencia, al precisar la acción de dos átomos en colaboración, es una
covalencia.

La teoría de Lewis-Langmuir resultaba especialmente apta para los compuestos orgánicos, ya que los enlaces entre un átomo de carbono y otro, o entre un átomo de carbono y un átomo de hidrógeno, se explicaban fácilmente de esta forma. En consecuencia, la mayoría de las moléculas orgánicas podían representarse fácilmente mediante
fórmulas electrónicas
en las cuales, por lo general, el viejo tracito de la fórmula de Kekulé (véase pág. 118) era reemplazado por un par electrónico compartido.

De hecho, el químico inglés Nevil Vincent Sidgwick (1873-1952) logró ampliar en los años veinte el concepto de covalencia por pares electrónicos a los compuestos inorgánicos. En particular, lo aplicó a los compuestos de coordinación de Werner (véase pág. 127) en los que las representaciones ordinarias de Kekulé eran difíciles de aplicar.

En todos estos cambios químicos sólo se trasladaban los electrones. Los protones (en todos los casos excepto en uno) quedan perfectamente protegidos en el núcleo central. El caso excepcional es el del hidrógeno, que tiene un núcleo formado por un solo protón. Si el átomo de hidrógeno resulta ionizado mediante la pérdida de su único electrón, el protón queda al descubierto
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.

En 1923, el químico danés Johannes Nicolaus Bronsted (1879-1947) introdujo un nuevo punto de vista acerca de los ácidos y las bases (véase pág. 78). Un ácido se definía como un compuesto que tendía a ceder un protón (o ion hidrógeno), mientras que una base era un compuesto propenso a combinarse con un protón. Este nuevo punto de vista explicaba todos los hechos que ya habían sido satisfactoriamente explicados por la antigua teoría. Pero además proporcionaba una mayor flexibilidad que hacía posible extender las nociones de ácido-base a campos en los que la antigua teoría resultaba incorrecta.

Resonancia

Las relativamente pequeñas moléculas y las rápidas reacciones iónicas de la química inorgánica se habían mostrado relativamente fáciles de estudiar. Los químicos, ya desde la época de Lavoisier, podían predecir el curso de tales reacciones y la forma de modificarlas para ajustarse a necesidades particulares. Las complejas moléculas y lentas reacciones de la química orgánica eran mucho más difíciles de analizar.

Con frecuencia existían varias formas en que podían reaccionar dos sustancias; guiar la reacción según una vía deseada era cuestión de arte y de intuición antes que de conocimiento cierto.

Sin embargo, el átomo electrónico ofreció a los químicos orgánicos una nueva visión de su propio campo. A finales de la década de los veinte, hombres como el químico inglés Christopher Ingold (n. 1893) comenzaron a tratar de interpretar las reacciones orgánicas en términos de desplazamientos de electrones de un punto a otro dentro de una molécula. Comenzaron a aplicarse intensivamente los métodos de la química física, en un intento de interpretar las direcciones y tendencias de tales desplazamientos. La
química orgánica física
se convirtió en una disciplina importante.

Resultaban insuficientes, no obstante, los intentos de interpretar las reacciones orgánicas en términos de electrones pequeños y duros moviéndose de un lado a otro, pero esta situación no se prolongó mucho tiempo.

Durante el primer cuarto de siglo posterior al descubrimiento del electrón, se dio por sentado que la partícula era una esfera sólida y minúscula. Pero en 1923, Louis Víctor, Príncipe de Broglie, un físico francés (1892-1987), aportó razones teóricas para considerar que los electrones (así como todas las demás partículas) poseían propiedades de características de una onda. Antes de que finalizase la década de los veinte esta opinión quedó confirmada experimentalmente.

Pauling, el primero en sugerir la estructura helicoidal de las proteínas y los ácidos nucleicos (véase pág. 186), desarrolló a principios de los años treinta métodos que permitían tener en cuenta la naturaleza ondulatoria de los electrones al considerar las reacciones orgánicas. Demostró que los electrones compartidos de Lewis-Langmuir podían interpretarse como interacciones de onda. Las ondas electrónicas se apareaban reforzándose, resonando una con otra para formar una situación más estable juntas que separadas.

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