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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (31 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Pero, sobre todo, hubo algo más: los cien tejedores de la ciudad se quedaron ahora sin empleo. Morirían de hambre irremediablemente, pues su trabajo lo realizaba una máquina. No obstante, como es natural, antes de morir de hambre junto con su familia, una persona está dispuesta a todo. Incluso, a trabajar por una cantidad de dinero increíblemente escasa, con tal de recibir cualquier cosa para seguir viviendo y trabajando. Así, el fabricante dueño de las máquinas podía llamar a los cien tejedores hambrientos y decirles: «Necesito cinco personas que atiendan mis máquinas y mi fábrica. ¿Por cuánto dinero lo haríais?». Aunque hubiese en ese momento alguien que respondiera: «Quiero una cantidad que me permita vivir tan feliz como antes», es posible que otro dijese: «Me basta con poder comprar cada día una rebanada de pan y un kilo de patatas». Y un tercero, al ver que éste le arrebataba su última posibilidad de vivir, afirmaría: «Lo intentaré con media rebanada de pan». Y cuatro más añadirían: «Nosotros también». «De acuerdo —respondería el fabricante—, en ese caso probaré con vosotros. ¿Cuántas horas queréis trabajar al día?». «Diez horas», diría uno. «Doce», diría el segundo, para no perder aquella oportunidad. «Yo puedo trabajar dieciséis», exclamaría el tercero. Al fin y al cabo, les iba la vida en ello. «Bien», diría el fabricante, «en tal caso, me quedo contigo. Pero, ¿qué hará mi máquina mientras tú duermes? ¡No necesita dormir!». «Puedo mandar a mi hijo de diez años», diría el tejedor desesperado. «¿Y qué he de darle». «Dale un par de monedas para pan con mantequilla». «La mantequilla sobra», diría, quizá, el fabricante. Y así se cerraba el negocio. Pero los otros 95 tejedores en paro tendrían que morir de hambre o procurar que los aceptaran en otra fábrica.

No creas que todos los fabricantes eran, en realidad, tipos tan malos como te lo he descrito aquí. Pero el más malvado y que pagara menos podía vender más barato que nadie y tenía, por tanto, el mayor éxito. Así pues, los demás se veían obligados a tratar a los trabajadores de manera similar, contra su conciencia y su compasión.

La gente estaba desesperada. ¿Para qué aprender, para qué esforzarse en realizar un bello y delicado trabajo manual? La máquina hacía lo mismo en una centésima de tiempo y, a menudo, de manera más regular y cien veces más barata. Así, antiguos tejedores, herreros, hilanderos y carpinteros caían en una miseria cada vez mayor e iban de fábrica en fábrica con la esperanza de que les permitieran trabajar en ellas por unos céntimos. Algunos se enfurecieron de tal modo con las máquinas que habían destruido su dicha que asaltaron las fábricas y destrozaron los telares mecánicos, pero no sirvió de nada. En 1812 se impuso pena de muerte a quien destruyera una máquina. Y luego aparecieron otras nuevas y mejores, capaces de realizar no ya el trabajo de 100, sino de 500 obreros, y que hicieron aún mayor la miseria general.

Hubo entonces ciertas personas que se dieron cuenta de la imposibilidad de seguir así. De que era injusto que alguien, por el mero hecho de poseer una máquina que, quizá, había heredado, tuviera derecho a tratar a los demás como difícilmente habría tratado un noble a sus campesinos. Pensaban que cosas como las fábricas y las máquinas, cuya posesión significaba un poder tan inmenso sobre el destino de otras personas, no debían pertenecer a los individuos sino ser propiedad común. Esta opinión se llamó socialismo. Se imaginaron muchas posibilidades para organizarlo todo con el fin de eliminar la miseria de los trabajadores hambrientos mediante un sistema de trabajo socialista. Se pensó que no bastaba con darles el salario que les proporcionaba cada fabricante, sino también una participación en sus grandes beneficios.

Entre estos socialistas, que hacia 1830 abundaron en Francia e Inglaterra, adquirió fama especial un estudioso de Tréveris (Alemania) llamado Karl Marx. Su opinión era un poco distinta. Enseñaba que no servía de nada imaginar cómo sería un futuro en el que las máquinas pertenecieran a todos los trabajadores. Los trabajadores mismos debían apropiárselas por la fuerza. El fabricante no regalaría jamás voluntariamente su fábrica. Pero, para apropiárselas, era inútil que algunos trabajadores se agruparan para destruir un telar que ya estaba inventado. Debían juntarse todos. Si los cien tejedores no hubieran deseado individualmente el trabajo, si se hubieran puesto antes de acuerdo en no acudir a la fábrica para una jornada de más de diez horas y en pedir dos rebanadas de pan y dos kilos de patatas para cada uno, el fabricante tendría que haber cedido. Es cierto que eso solo no habría bastado, quizá, pues el fabricante no necesitaba tejedores formados para las máquinas de tejer, sino a cualquiera dispuesto a trabajar a cualquier precio por carecer de todo. Según las enseñanzas de Marx se trataba precisamente de eso, de que toda esta gente se uniera. Al final, el fabricante no habría encontrado a nadie que lo hiciera más barato. Por tanto, ¡los trabajadores tenían que ponerse de acuerdo! Y no debían unirse los trabajadores de una región únicamente. Ni siquiera los de un país, sino los del mundo entero. En tal caso serían tan fuertes como para decir no sólo qué se les debía pagar, sino para apoderarse de las fábricas y las máquinas y crear un mundo donde no hubiera ya poseedores y desposeídos.

En efecto, tal como estaban las cosas, enseñaba Marx, no existían ya tejedores, zapateros o herreros. El trabajador no necesita saber qué produce la máquina en la que empuja 2.000 veces al día una palanca. Sólo se da cuenta de que recibe su salario semanal que asciende a lo justo como para no morir de hambre, como sus desafortunados compañeros que no han encontrado un puesto de trabajo. Y el patrón no tiene por qué haber aprendido el oficio del que vive, pues ya no es una trabajo manual sino maquinal. Por eso, pensaba Marx, han dejado de existir propiamente los oficios y sólo hay dos clases de personas: los propietarios y los desposeídos o, como decía él —pues le gustaban las palabras de origen no germánico—, los capitalistas y los proletarios. Estas clases se hallaban en lucha constante entre sí, pues los propietarios pretenden producir el máximo posible y al menor coste, es decir, pagar lo mínimo posible a los trabajadores, a los proletarios; mientras que éstos quieren obligar al capitalista, o propietario de las máquinas, a entregarles el máximo posible de sus ganancias. Esta lucha entre dos clases de personas concluirá, pensaba Marx, con que el número mayor de los desposeídos arrebatará algún día su propiedad al número menor de los poseedores, no para constituirse ellos mismos en poseedores, sino para eliminar toda propiedad. Entonces dejará de haber clases. Ese era el objetivo de Marx, quien imaginó su realización como algo muy sencillo y cercano.

Sin embargo, cuando Marx dio a conocer a los trabajadores su gran llamamiento (el Manifiesto comunista, según el título que él mismo le impuso) en el año 1847, las circunstancias no fueron tal como él las previó. Y un buen número de cosas han ocurrido hasta hoy de manera diferente. Los propietarios de las máquinas no eran entonces aún el grupo dominante, pues los aristócratas con condecoraciones en el pecho a quienes Metternich había ayudado a recuperar el poder, seguían mandando de muchas maneras. Y estos aristócratas eran a su vez grandes adversarios de los ricos burgueses y de los propietarios de fábricas. Querían un Estado firme, ordenado y regulado en el que cada cual tuviera su antigua profesión heredada de padres a hijos, tal como había sucedido hasta entonces. En Austria, por ejemplo, seguía habiendo campesinos «vasallos hereditarios» sometidos al propietario de tierras de manera no muy diferente a como lo habían estado los siervos medievales. También pervivían muchas reglamentaciones antiguas y estrictas para artesanos, y los nuevos fabricantes eran tratados en parte de acuerdo con estas reglas gremiales del pasado. Pero los propietarios de máquinas, los burgueses, ahora enriquecidos, no querían que los aristócratas o el Estado les prescribieran nada. Deseaban hacer y dejar de hacer lo que les apeteciese, pues sólo así, pensaban, podría marchar el mundo de la mejor manera posible. Bastaba con dejar a las personas diligentes vía libre para imponerse y no obstaculizarlas con ninguna clase de normas legales o reparos y, con el tiempo, le iría de maravilla a todo el mundo. En su opinión, el mundo marcha por sí solo, si no se le ponen trabas. Así pues, en 1830, los burgueses provocaron una revuelta y destronaron a los sucesores de Luis XVIII.

En 1848 se produjo en París y, luego, en muchos otros países, una nueva Revolución en que los burgueses intentaron hacerse con todo el poder del Estado para que, en el futuro, nadie pudiera intervenir en lo que hacían con sus fábricas y máquinas. Metternich fue expulsado de Viena, y el emperador reinante, Fernando, hubo de abdicar. La época anterior concluyó definitivamente. Los hombres llevaban ya casi el mismo tipo de pantalones feos, largos y negros que tenemos que llevar hoy. Se construían fábricas por todas partes, sin ninguna limitación, y los ferrocarriles transportaban mercancías en cantidades cada vez mayores.

MÁS ALLÁ DE LOS MARES

El mundo se redujo gracias al ferrocarril y el barco de vapor. Viajar en barco a la India o China no constituía ya ningún riesgo. América se hallaba casi a la vuelta de la esquina. A partir de 1800 hay, por tanto, menos motivos para considerar la historia universal como historia de Europa. Tendremos que echar una ojeada al curso de las cosas en los nuevos países vecinos de Europa. Vayamos, pues, en primer lugar a China, Japón y América. En el periodo anterior a 1800, China seguía siendo un país casi idéntico al que había sido en tiempos de los soberanos de la familia Han, en torno al año del nacimiento de Cristo, y de los grandes poetas que vivieron alrededor del 800 d.C.: un país poderoso, ordenado, orgulloso, pacífico y muy poblado, con campesinos y ciudadanos laboriosos, grandes eruditos, poetas y pensadores. La agitación, las guerras de religión y el movimiento incesante que hubimos de padecer en Europa eran entonces para los chinos algo completamente ajeno, salvaje e incomprensible. Es cierto que sus soberanos eran emperadores extranjeros que les habían obligado a llevar coleta en signo de vasallaje, pero aquella familia reinante extranjera originaria del interior de Asia, los manchúes, habían aprendido y aceptado a la perfección las ideas y sentimientos de los chinos, los principios de Confucio, de modo que el imperio se hallaba en un gran florecimiento.

A veces llegaban a China estudiosos jesuitas como predicadores del cristianismo. En general eran recibidos amablemente, pues el emperador de China quería aprender por medio de ellos la ciencia europea, sobre todo la astronomía. Comerciantes europeos llevaban a su patria porcelana china y en todas partes se intentaba imitar esta delicadísima mezcla, pero los europeos tardaron siglos en conseguirlo. Una carta enviada el año 1793 por el emperador de China al rey de Inglaterra te permitirá comprobar hasta qué punto el imperio chino, con sus millones y millones de ciudadanos cultos, se sentía entonces superior a Europa. Los ingleses habían pedido permiso para enviar un embajador ante la corte china y comerciar con el país. El emperador Qian Long, un famoso erudito y un buen soberano, respondió con estas frases: «Tú, oh rey, vives más allá de muchos mares. Sin embargo, movido por tu humilde deseo de participar de las bendiciones de nuestra cultura, has enviado una embajada que nos entregó tu respetuoso escrito. Pero, aunque asegures que tu veneración por nuestra celestial dinastía te llena de deseo de asimilar nuestra cultura, nuestros usos y costumbres se diferencian tan enteramente de los vuestros que os resultaría imposible trasplantarlos a vuestro suelo por más que tu enviado fuera capaz de apropiarse las concepciones básicas de nuestra cultura. Aunque fuese un alumno tan aventajado, no se habría conseguido nada.

Como soberano del amplio mundo tengo la mirada puesta en una única meta: gobernar de manera perfecta y cumplir los deberes del Estado. Los objetos raros y costosos no me preocupan. No me es posible dar uso a los productos de vuestro país. Nuestro imperio celeste abunda en todo tipo de cosas, y dentro de sus fronteras no le falta de nada. Por eso, no existe necesidad alguna de introducir mercancías de bárbaros extranjeros para intercambiarlos por nuestros propios productos. Pero, como los pueblos europeos y tú mismo tenéis necesidad absoluta de té, seda y porcelana, producidos por el imperio celeste, debo seguir autorizando el comercio limitado permitido hasta ahora en mi provincia de Cantón. No olvido la remota lejanía de vuestra isla, apartada del mundo por distantes soledades marinas, ni paso por alto el excusable desconocimiento de las costumbres del imperio celeste. Obedece tembloroso mis órdenes».

Así escribía el emperador de China al rey de la pequeña isla de Inglaterra. Sin embargo, había subestimado la fiereza de los habitantes de aquella isla lejana. En especial cuando llegaron, algunas décadas más tarde, con sus barcos de vapor. Hacía tiempo que el comercio limitado con la provincia de Cantón no les resultaba ya suficiente. Sobre todo desde que descubrieron una mercancía que el pueblo chino ansiaba poseer. Era una sustancia tóxica. Un veneno peligroso: el opio. Si se quema y se inhala el humo se tienen hermosos sueños durante un rato. Pero el opio provoca una terrible enfermedad. Quien se habitúa a fumarlo no lo puede dejar; es como la bebida, pero mucho más peligroso. Y ahora, los ingleses querían vender opio a los chinos en cantidades masivas. Las autoridades chinas se dieron cuenta del peligro que aquello entrañaba para el pueblo y lo prohibieron enérgicamente en el año 1839.

Entonces volvieron los ingleses con sus barcos de vapor; esta vez, con cañones a bordo. Subieron aguas arriba por los ríos del país y cañonearon las pacíficas ciudades chinas, reduciendo a cenizas sus magníficos palacios. Los chinos se sintieron estupefactos e impotentes. Tuvieron que hacer lo que los blancos les ordenaron, pagar sumas ingentes de dinero y autorizar el comercio sin restricciones con opio y todas las demás mercancías. No tardó en estallar en China una sublevación iniciada por un príncipe medio loco que se hacía llamar Dai-Ping (Soberano de la paz). Los europeos lo apoyaron; franceses e ingleses invadieron China, bombardearon ciudades y humillaron a los príncipes. Finalmente, en 1860, lograron penetrar por la fuerza en Pekín, la capital de China, donde, en venganza por la resistencia presentada por los chinos, saquearon e incendiaron el magnífico y antiquísimo palacio de verano del emperador, repleto de preciosas obras de arte de los tiempos más remotos del imperio. Aquel imperio extenso, pacífico y milenario había caído en una completa descomposición y confusión y quedó totalmente en manos de los comerciantes europeos. Así fue como recompensaron los europeos a los chinos por haberles enseñado a elaborar papel, usar la brújula y también, por desgracia, fabricar pólvora.

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