Cada hombre es una raza (6 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

BOOK: Cada hombre es una raza
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Tiene razón, prosigo. En esa casa los días eran siempre iguales, tristes y callados. Tempranito en la mañana, el patrón salía hacia la mina,
machamba

del oro, era así como la llamaba. Volvía solamente por la noche, a las tantas. Los rusos no tenían visitas. Los demás, ingleses y portugueses, no paraban por allá. La princesa vivía encerrada en su tristeza. Se vestía con formalidad incluso dentro de la casa. Ella, puedo decirle, se visitaba a sí misma. Hablaba siempre entre murmullos, para ser escuchada teníamos que acercar el oído. Yo me aproximaba a su cuerpo delicado, una piel tan blanca como jamás he vuelto a ver. Esa blancura se me apareció con frecuencia en sueños, todavía hoy me estremezco por el perfume de ese color.

Ella solía quedarse en un pequeña salita, mirando un reloj de cristal. Oía las manecillas que goteaban el tiempo. Era un reloj de su familia y sólo a mí me confiaba su limpieza. Si ese reloj se rompiera, Fortín, toda mi vida quedaría hecha allí añicos. Ella siempre me hablaba así, aconsejándome tener cuidado.

Una de esas noches yo estaba en la choza encendiendo el candil, cuando una sombra tras la mía me asustó. Miré, era la señora. Traía una vela y se acercó despacito. Observó mi cuarto, conforme la luz bailaba en los rincones. Me quedé perturbado, incluso hasta avergonzado. Ella me veía siempre con aquel uniforme blanco que usaba para el servicio. Ahora, yo estaba allí en bermudas, sin camisa ni respeto. La princesa circuló alrededor y después, para mi asombro, se sentó en mi estera. ¿Se da cuenta? ¿Una princesa rusa en una estera? Ella se quedó allí un buen rato, sólo sentada, inmutable. Después preguntó, con esa manera suya de hablar portugués:

—Así que ¿usté vive aquí?

No tenía respuesta. Empecé a pensar que estaba enferma, que su cabeza estaba trocando los lugares.

—Señora mía: es mejor que vuelva a su casa. Este cuarto no es bueno para usted.

Ella no contestó. Volvió a preguntar:

—¿Y por usté es bueno?

—Para mí es suficiente. Basta un techo que nos separe del cielo.

Ella corrigió mis afirmaciones. Los animales, dijo, son los que usan las madrigueras para esconderse. La casa de una persona es un lugar para quedarse, el sitio donde sembramos nuestras vidas. Le pregunté si en su tierra había negros y no pudo parar de reírse. ¡Oh, Fortín, usted hace cada pregunta! Me sorprendí: si no había negros, ¿quién hacía los trabajos pesados allá en su tierra? Son blancos, contestó. ¿Blancos? Mentiras de ella, pensé. Finalmente, ¿cuántas leyes existen en el mundo? ¿O acaso la desgracia no fue distribuida según las razas? No, no le estoy preguntando a usted, padre, sólo estoy pensando en voz alta.

Fue así como conversamos aquella noche. Ya en la puerta, ella me pidió ver la habitación en donde dormían los otros. Primero, me negué. Pero, en el fondo, yo deseaba que ella fuera allá. Para que viera que aquella miseria era peor que la mía. Y, por eso, acepté: salimos bajo la oscuridad para ver el lugar de esos con categoría de criados. La princesa Nadia se llenó de tristeza al asistir a aquellas vivencias. Quedó tan impresionada que empezó a mezclar lenguas, a saltar del portugués a su dialecto. Ella ahora entendía el motivo del patrón para no dejarla salir, nunca le dio autorización. Es sólo para que yo no vea toda esa miseria, decía. Noté que lloraba. Pobre señora, me dio pena. Una mujer blanca, tan lejos de los de su raza, allí, en plena selva. Sí, para la princesa todo aquello debía de ser una selva, alrededores de selva. Incluso la casa grande, arreglada según la voluntad de sus costumbres, incluso su casa era residencia de la selva.

Al regresar, me clavé uno de esos pinchos de acacia espinosa. La espina se hundió profunda en el pie. La princesa me quiso ayudar pero la aparté:

—No puede tocar. Mi pierna señora...

Ella comprendió. Empezó a darme un consuelo, que ése no era defecto, que no debía avergonzarme de mi cuerpo. Al principio, no me gustó. Sospeché que sentía lástima, compasión, nada más. Pero, después, me entregué a aquella dulzura suya, olvidé el dolor en el pie. Parecía que esta pierna ambulante ya no era mía.

Desde esa noche, la princesa empezó a salir siempre, a visitar los alrededores. Aprovechaba las ausencias del patrón, mandaba que le mostrase los caminos. Un día de éstos, Fortín, tenemos que salir temprano e ir hasta las minas. Yo sabía las órdenes del patrón, que prohibía las salidas de la señora. Hasta que, una vez, la cosa estalló:

—Los otros criados me han dicho que andas saliendo con la señora.

Cabrones, me acusaron. Sólo para demostrar que yo, como ellos, me agachaba ante la misma voz. La envidia es la peor víbora: muerde con los dientes de la propia víctima. Y entonces, en ese momento, me eché atrás:

—Yo no soy el que quiere, patrón. Es la señora la que manda.

¿Se da cuenta, padre? En un instante, yo estaba denunciando a la señora, traicionando la confianza que depositaba en mí.

—Que sea la última vez, ¿me has oído, Fortín?

Dejamos de salir. La princesa me lo pedía, insistía. Sólo una distancia cortita, Fortín. Pero yo no tenía valor. Y así, la señora volvió a quedar prisionera de la casa. Parecía una estatua. Incluso cuando llegaba el patrón, ya de noche, ella se mantenía, inmóvil, mirando el reloj. Veía el tiempo que sólo se mostraba a los que, en la vida, no tienen presencia. El patrón no se preocupaba por ella: se dirigía directamente a la mesa, pedía de beber. El comía, bebía, repetía. Ni notaba a la señora, que parecía subexistente. No la pegaba. Las palizas no son cosa de príncipes. Ellos no propinan golpes o la muerte, los encargan a otros. Nosotros somos la mano de sus voluntades sucias, nosotros que estamos destinados a servir. Yo siempre pegué por orden de otros, repartí mamporros. Sólo le he pegado a gente de mi color. Ahora miro a mi alrededor, no tengo a nadie al que pueda llamarle hermano. A nadie. No olvidan esos negros. Pertenezco a una raza rencorosa. Usted también es negro, puede entenderlo. Si Dios fuera negro, padre, estaría frito: nunca más voy a obtener perdón. ¡Es que nunca más! ¿Cómo dice? ¿No puedo hablar de Dios? ¿Por qué, padre, acaso El me oye aquí, tan lejos del cielo, a mí tan minúsculo? ¿Puede oír? Espéreme, padre, déjeme rectificar mi posición. Rayo de pierna, siempre se niega a obedecer. Listo, ya puedo seguir confesándome. Fue como le dije. Decía, por cierto. No había historia en casa de los rusos, no ocurría nada. Sólo silencio y suspiros de la señora. Y el reloj sonando en aquel vacío. Hasta que, un día, el patrón me apresuró con su griterío:

—Llama a los criados, Fortín. Todos allá fuera.

Reuní a los criados, mayores y menores, y también el cocinero gordo, Nelson Máquina.

—Vamos a la mina. Deprisa, súbanse todos a la carreta.

Llegamos a la mina, nos dieron palas y empezamos a excavar. Los techos de la mina se habían caído una vez más. Bajo la tierra que pisábamos había hombres, algunos ya bien muertos, otros despidiéndose de la vida. Las palas subían y bajaban, nerviosas. Veíamos aparecer brazos clavados en la arena, parecían raíces de carne. Había gritos, confusión de órdenes y polvo. A mi lado, el cocinero gordo tiraba de un brazo, se armaba de toda su fuerza para desenterrar el cuerpo. Pero qué va, era un brazo suelto, arrancado del cuerpo. El cocinero cayó con aquel pedazo muerto sujeto en sus manos. Sentado sin compostura, se empezó a reír. Me miró y aquella risa suya empezó a llenarse de lágrimas, el gordo parecía un niño perdido, sollozando.

Yo, padre, no aguanté. No pude más. Fue un pecado pero le di la espalda a aquella desgracia. Aquel sufrimiento era demasiado. Uno de los sirvientes intentó sujetarme, me insultó. Desvié el rostro, no quería que él viera que estaba llorando.

En aquel año, la mina caía por segunda vez. También por segunda vez yo abandonaba el rescate. No sirvo para nada, lo sé, padre. Pero usted nunca ha visto un infierno como ése. Rezamos a Dios para que, después de fallecer, nos salve de los infiernos. Pero finalmente nosotros ya estamos viviendo los infiernos, pisamos sus llamas, llevamos el alma llena de cicatrices. Era como allí, aquello parecía una
machamba
de arena y sangre, la gente tenía miedo sólo de pisar. Porque la muerte se enterraba en nuestros ojos, tirando de nuestra alma con los muchos brazos que tiene. ¿Qué culpa tengo, dígame con sinceridad, qué culpa tengo de no poder tamizar pedazos de persona?

No soy hombre de salvar vidas. Soy una persona para ser asistida, no para asistir. Todo eso pensaba yo mientras regresaba. Mis ojos no observaban el camino, parecía caminar en mis propias lágrimas. De repente, me acordé de la princesa, creía oír su voz pidiendo socorro. Era como si ella estuviera allí, en la esquina de cada árbol, suplicando de rodillas como estoy yo ahora. Pero yo, una vez más, me negaba a dispensar ayuda, me alejaba de la bondad.

Cuando llegué a la choza me costaba oír aquel mundo alrededor, lleno de los sones bonitos del anochecer. Me escondí en mis propios brazos, cerré el pensamiento en un cuarto oscuro. Sucedió entonces que las manos de ella se aproximaron. Lentamente desplegaron aquellas culebras tercas que eran mis brazos. Me habló como si yo fuera un niño, el hijo que nunca tuvo:

—Hubo un desastre en la mina, ¿verdad?

Respondí sólo con la cabeza. Ella profirió maldiciones en su lengua y salió. Fui con ella, sabía que sufría más que yo. La princesa se sentó en la sala grande y, en silencio, esperó a su marido. Cuando el patrón llegó, ella se levantó despacio y en sus manos surgió el reloj de cristal. Ese que me recomendaba tanto. Subió el reloj muy arriba de su cabeza y, con mucha fuerza, lo arrojó al suelo. Los cristales se esparcieron, brillantes granos cubrieron el piso. Ella siguió rompiendo otros objetos, haciendo todo sin prisa, sin gritos. Pero aquellos cristales cortaban su alma, yo lo sabía. El patrón, el sí, gritó. Primero en portugués. Dio la orden de que no siguiese. La princesa no obedeció. El gritó en su lengua, ella ni le oyó. Y ¿sabe lo que hizo ella? No, usted no lo puede imaginar, incluso a mí me cuesta dar testimonio. La princesa se quitó los zapatos y, mirando la cara de su marido, empezó a bailar encima de los cristales. Bailó, bailó, bailó. ¡La sangre que dejó, padre! Lo sé, fui yo el que limpié. Llevé el trapo, lo pase por el suelo como si acariciara el cuerpo de la señora, aliviando tantas heridas. El patrón me ordenó que saliera, que dejara todo como estaba. Pero me negué. Tengo que limpiar esta sangre, patrón. Respondí con una voz que no parecía la mía. ¿Desobedecía yo? ¿De dónde venía aquella fuerza que me sujetó al suelo, preso a mi voluntad?

Y así lo imposible se hizo verídico. Mucho tiempo pasó en un santiamén. No sé si por causa de los cristales, al día siguiente la señora se enfermó. Quedó acostada en una habitación separada, dormía sola. Yo tendía la cama mientras ella descansaba en el sofá. Hablábamos. El asunto no variaba: recuerdos de su tierra, arrullos de su infancia.

—Esta enfermedad, señora, sin duda es nostalgia.

—Tode mi vide está allá. El hombre que amo está en Rusia, Fortín.

Yo me balanceé, afectado. No lo quería entender.

—Se llama Antón, ése es único sañor de mi corrazón.

Estoy imitando su lenguaje, no me estoy burlando. Pero así conservo lo que me confesó de su amante. Hubo más confidencias, entregándome siempre recuerdos de ese amor escondido. Yo tenía miedo de que alguien oyese nuestras conversaciones. Mandaba hacer el servicio aprisa sólo para salir de la habitación, pero un día me entregó un sobre cerrado. Era un asunto de máximo secreto, nadie jamás lo podría sospechar. Me pidió que entregase aquella carta en el correo, allá en la ciudad.

Desde ese día en adelante, siempre me entregaba cartas. Eran seguidas, una, otra, otra más. Escribía acostada, las letras del sobre temblaban por la fiebre.

Pero, padre: ¿quiere saber la verdad? Nunca entregué esas cartas. Nada, ni una. Tengo este pecado y lo sufro. Era el miedo el que frenaba la debida obediencia, miedo de ser agarrado con aquellas pruebas ardientes en plena mano.

La pobre señora me miraba fijamente con bondad, creyendo en un sacrificio que yo no hacía. Me entregaba la correspondencia y yo empezaba a temblar, parecía que los dedos agarraban lumbre. Sí, digo bien: lumbre. Porque ése fue el destino de todas aquellas cartas. Las eché todas al fogón de la cocina. Allí se quemaron los secretos de mi señora. Yo oía el fuego y creía oírla suspirando. Caramba, padre, estoy sudando sólo de hablar de esta vergüenza.

Así pasó el tiempo. Las fuerzas de la señora no hacían más que empeorar. Entraba en su habitación y me miraba mucho, casi me perforaba con aquellos ojos azules. Nunca me preguntó si había llegado contestación. Nada. Unicamente aquellos ojos robados del cielo me escudriñaban en una muda desesperación.

El médico, ahora, venía todos los días. Salía de la habitación, sacudía la cabeza, negando alguna esperanza. Toda la casa se mantenía en penumbras, las cortinas siempre cerradas. Sólo sombras y silencio. Una mañana vi que de la puerta se abría casi una rendija. Era la señora que atisbaba. Con una seña, me hizo entrar. Pregunté por su mejoría. Ella no contestó. Se sentó frente al espejo y esparció aquel polvo oloroso, simulando el color de la muerte sobre su cara. Se pintó la boca pero tardó en atinar con la pintura en los labios. Las manos temblaban tanto que el rojo manchaba la nariz y parte del mentón. Si yo fuera mujer ayudaría, pero, siendo hombre, me quedé sólo mirando, con reserva.

—Señora, ¿va a salir?

—Voy a la esteción. Vamos los dos.

—¿A la estación?

—Sí. Antón va a ir en este tren.

Y, abriendo el bolso, me mostró una carta. Dijo que aquélla era la respuesta de él. Había tardado, pero al fin llegó, decía agitando el sobre como los niños cuando tienen miedo a que les quiten sus fantasías. Dijo algo en ruso. Después habló en portugués: el tal Antón venía en el tren de Beira, venía para llevársela muy lejos de allí.

Delirios suyos, seguro. La señora sólo estaba viviendo una ilusión. ¿Cómo podría haber llegado una contestación, si era yo el que recogía toda la correspondencia, si para colmo las letras de la señora se habían encrespado en el fuego?

Apoyada en mi brazo, ella entró en la carretera. Fui su garrota hasta cerca de la estación. Fue entonces, padre, cuando cometí el máximo pecado. Soy muy duro conmigo, no me tolero. Sí, yo me defiendo de todo menos de mí. Por eso me quita peso esta confesión. Ya cuento con Dios para mi defensa. ¿No tengo razón, padre? Entonces, escuche.

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