Carmilla (6 page)

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Authors: Joseph Sheridan Le Fanu

Tags: #Terror

BOOK: Carmilla
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—¿Cómo te sientes ahora, querida Carmilla? ¿Estás realmente mejor? —pregunté.

Estaba empezando a alarmarme, pensando si no la habría atacado la extraña epidemia que, según decían, había invadido la zona en torno nuestro.

—Papá se afligiría muchísimo —añadí— si pensara que te sientes así sea mínimamente mal sin que se lo digamos. Tenemos a un médico muy hábil que vive cerca; es el que ha estado hoy con papá.

—Estoy segura de que es hábil; pero, mi querida niña, vuelvo a sentirme perfectamente. No me ocurre absolutamente nada, sólo ha sido un poco de debilidad. La gente dice que soy lánguida; soy incapaz de esfuerzos; apenas puedo andar tanto trecho como un niño de tres años; y, de vez en cuando, la poca fuerza que tengo titubea, y me pongo tal como me has visto. Pero, a fin de cuentas, me recupero muy fácilmente; al cabo de unos momentos vuelvo a ser yo misma. Mira cómo me he recobrado.

¡Y, realmente, era cierto! Y ella y yo hablamos mucho, y ella estaba muy animada; y el resto de aquella velada transcurrió sin ninguna reaparición de lo que yo llamaba sus apasionamientos. Me refiero a su loca forma de hablar y de mirarme, que me turbaba e incluso me asustaba.

Pero aquella noche se produjo un acontecimiento que orientó mis pensamientos de un modo totalmente nuevo, y que pareció forzar incluso a la lánguida naturaleza de Carmilla a una momentánea energía.

Una agonía extraña

Cuando entramos en el saloncito y nos sentamos a tomar nuestro café y chocolate, aunque Carmilla no tomó nada, parecía estar totalmente recobrada, y Madame, y Mademoiselle De Lafontaine, se unieron a nosotras y jugamos una partidita de naipes, en el curso de la cual papá vino a por lo que él llamaba su «plato de té».

Cuando hubo terminado el juego, se sentó junto a Carmilla en el sofá, y le preguntó, con cierta inquietud, si había tenido noticias de su madre desde su llegada.

Respondió que no.

Le preguntó, luego, si sabía adónde podría mandarle ahora una carta.

—No sabría decirlo —respondió ella, ambiguamente—, pero he estado pensando en dejarles; han sido ya demasiado hospitalarios y amables conmigo. Les he causado innumerables molestias, y quisiera tomar un coche mañana, y enlazar con la diligencia; sé dónde la puedo encontrar en último término, aunque no me atrevo a decírselo.

—Pero no debe ni siquiera soñar en cosa semejante —exclamó mi padre, con gran alivio por mi parte—. No podemos admitir el perderla de este modo, y no consentiré que se vaya como no sea bajo el cuidado de su madre, que tuvo la bondad de consentir en que usted se quedara aquí hasta que ella volviera. Me sentiría realmente feliz si supiera que usted tenía noticias suyas; pero, esta noche, lo que se dice de los progresos de la misteriosa enfermedad que ha invadido este vecindario es aún más alarmante; y, hermosa huésped mía, la responsabilidad, sin contar con la opinión de su madre, me pesa mucho. Pero haré lo que pueda; y una cosa es segura: o debe pensar en dejarnos sin una precisa indicación de su madre a este efecto. Sufriríamos demasiado separándonos de usted para que consintamos en ello tan fácilmente.

—Mil gracias, caballero, por su hospitalidad —respondió ella, sonriendo ruborosamente—. Han sido todos demasiado amables conmigo; pocas veces en mi vida he sido tan feliz como en su hermoso
château
, bajo su cuidado, y con el trato de su querida hija.

A esto él, galantemente, a su estilo anticuado, le besó la mano, sonriendo, complacido con aquel discursillo. Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me senté a charlar con ella mientras se arreglaba para la cama.

—¿Piensas —le dije, finalmente— que siempre confiarás plenamente en mí?

Se volvió en redondo, sonriendo, pero no respondió. Tan sólo siguió sonriéndome.

—¿No vas a responderme? —dije—. No puedes darme una respuesta agradable; no debiera habértelo preguntado.

—Haces muy bien en preguntarme esto, o cualquier otra cosa. No sabes hasta qué punto te quiero, ni puedes imaginar una confianza mayor. Pero estoy atada por unos votos; ninguna monja los ha hecho la mitad de terribles, y todavía no me atrevo a contar mi historia, ni siquiera a ti. Está ya muy cerca el momento en que los sabrás todo. Me creerás cruel y muy egoísta, pero el amor es siempre egoísta; cuanto más ardiente, más egoísta. No sabes lo celosa que estoy. Debes venir conmigo, y amarme, hasta la muerte; o debes odiarme, pero seguir conmigo, y odiarme a través de la muerte y después de ella. No existe la palabra indiferencia en mi apática naturaleza.

—Ahora, Carmilla, te pondrás a hablar otra vez de ese modo absurdo —dije, apresuradamente.

—No lo haré, aun siendo tan tonta como soy, y estando llena de caprichos y fantasías; por amor a ti hablaré como una sabia. ¿Has estado en algún baile?

—No. Cuéntamelo. ¿Cómo son? Debe ser realmente encantador.

—Casi lo he olvidado; hace tantos años…

Me reí.

—No eres tan vieja. Tu primer baile no puede haber sido olvidado.

—Lo recuerdo todo sobre él… haciendo un esfuerzo. Lo veo todo, como los buzos ven lo que tienen arriba, a través de un medio denso, ondulante, pero transparente. Ocurrió esa noche algo que oscureció la imagen, y fijó sus colores. Fui casi asesinada en mi cama; me hirieron aquí —se llevó la mano al pecho—, y ya no he vuelto a ser la misma.

—¿Estuviste a punto de morir?

—Sí, muy cerca de morir… Un amor cruel… Un amor extraño capaz de arrebatarme la vida. El amor ha de tener sus sacrificios. No hay sacrificio sin sangre. Ahora vayámonos a dormir. Me siento tan fatigada… ¿Cómo podré levantarme para cerrar la puerta con llave?

Estaba tendida, con sus delgadas manos hundidas en su rica cabellera ondulada, debajo de las mejillas, con su cabecita sobre la almohada y sus ojos brillantes siguiéndome allí donde yo iba, con una especie de sonrisa tímida que yo no sabía descifrar.

Le di las buenas noches, y me deslicé fuera de la habitación con una sensación incómoda.

A menudo me pregunté si nuestra bonita huésped decía alguna vez sus oraciones. Desde luego, yo no la había visto nunca de rodillas. Por la mañana, nunca bajaba hasta mucho después de que hubieran terminado nuestras oraciones familiares, y, por la noche, jamás abandonaba el saloncito para asistir a nuestras breves plegarias vespertinas en la sala.

De no haber salido casualmente en una de nuestras charlas perezosas el que había sido bautizada, yo hubiera dudado que fuera cristiana. La religión era un tema sobre el que jamás le había oído decir una sola palabra. Si yo hubiera conocido mejor el mundo, esa particular negligencia o antipatía no me hubiera sorprendido tanto.

Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y las personas de temperamento semejante acabarán, indudablemente, al cabo de un tiempo, por imitarlas. Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de cerrar con llave el dormitorio, tras meterme en la cabeza todas sus caprichosas inquietudes sobre atacantes nocturnos y asesinos al acecho. Había adoptado también sus precauciones de llevar a cabo un breve registro por toda la habitación para quedar tranquila en cuanto a que no se había «situado» en ella ningún asesino apostado.

Una vez tomadas esas sabias medidas me puse en la cama y me dormí. Había una luz encendida en mi habitación.

Era ésta una vieja costumbre que había empezado muy pronto en mi vida y de la que nada me habría inducido a apartarme.

Confortada de este modo, podía descansar con tranquilidad. Pero los sueños atraviesan los muros de piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las iluminadas, y sus personajes realizan sus entradas y salidas a su placer, y se ríen de los cerrajeros.

Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una extrañísima angustia.

No puedo calificarlo de pesadilla, porque tenía plena conciencia de estar dormida. Pero tenía igualmente conciencia de encontrarme en mi habitación, tendida en mi cama, precisamente tal como realmente estaba. Vi, o imaginé ver, la habitación y su mobiliario exactamente tal como los acababa de ver; sólo que había mucha oscuridad, y vi algo moverse por el pie de la cama, algo que, en un comienzo, no pude distinguir con precisión. Pero no tardé en percibir que se trataba de un animal de un negro fuliginoso parecido a un gato monstruoso. Me pareció que tendría como cuatro o cinco pies de largo, ya que medía tanto como la alfombra junto al hogar cuando pasó sobre ella; y continuamente iba y venía con la flexible inquietud siniestra de un animal enjaulado. Yo no podía gritar, aunque, como supondrás, estaba aterrada. Su andar iba haciéndose cada vez más rápido, y la habitación cada vez más oscura, y, finalmente, tan oscura que ya no pude ver nada en ella, salvo sus ojos. Lo sentí saltar ágilmente sobre la cama. Los dos grandes ojos se acercaron a mi rostro, y, súbitamente, sentí un dolor punzante, como si me clavaran dos grandes agujas, separadas por una pulgada, profundamente en el pecho. Me desperté dando un grito. La habitación estaba iluminada por la vela que ardía en ella durante toda la noche, y vi una figura femenina erguida al pie de la cama, un poco hacia el lado derecho. Llevaba un vestido oscuro y suelto, y su cabello le caía sobre los hombros, cubriéndolos. Un bloque de piedra no hubiera podido estar más inmóvil. No había en ella el menor movimiento de respiración. Mientras yo la miraba, la figura parecía haber cambiado de sitio, y se encontraba ahora más cerca de la puerta; luego, cuando estuvo ya junto a ella, la puerta se abrió, y aquélla salió.

Me sentí entonces aliviada, y capaz de respirar y de moverme. Mi primera idea fue que Carmilla me había gastado una broma. Corrí hacia la puerta, y me la encontré, como de costumbre, cerrada por dentro. Tenía miedo de abrirla: estaba horrorizada. Me metí en la cama de un salto, y me tapé la cabeza con las sábanas, permaneciendo así, más muerta que viva, hasta el amanecer.

Descenso

Sería inútil que tratara de contarte el horror con que, incluso ahora, recuerdo el episodio de aquella noche. No fue el terror transitorio que deja tras de sí un sueño. Parecía profundizarse con el tiempo, y comunicarse a la habitación y al mismo mobiliario que habían enmarcado la aparición.

El día siguiente no pude soportar que me dejaran sola ni un momento. Se lo hubiera contado a papá, de no existir dos razones en contra. Pensé, por una parte, que se reiría de mi historia, y que yo no podría soportar que aquello fuera tratado en broma, y, por otra parte, que podría imaginar que había sido atacada por el misterioso mal que había invadido aquellos vecindarios. En cuanto a mí, no tenía temores en este sentido, y, como mi padre había estado enfermo durante un tiempo, tenía miedo de alarmarle.

Me sentí bastante confortada teniendo cerca a mis bondadosas compañeras, Madame Perrodon y la vivaz Mademoiselle De Lafontaine. Ambas se dieron cuenta de que yo estaba agitada y nerviosa, y, finalmente, les conté lo que tanto pesaba en mi espíritu.

Mademoiselle se rió, pero creí percibir que Madame Perrodon parecía inquieta.

—A propósito —dijo Mademoiselle, riéndose—, el largo paseo de los tilos, junto a la ventana, de la habitación de Carmilla, está hechizado.

—¡Qué tontería! —exclamó Madame, que, probablemente, juzgó el tema un tanto inoportuno—. ¿Y quién cuenta esa historia, querida?

—Martin dice que dos veces, cuando reparaban la vieja puerta del patio, llegó allí antes de salir el sol, y que las dos veces vio a la misma mujer paseándose por el paseo de los tilos.

—Eso puede muy bien ser, mientras haya vacas por ordeñar en los prados del río —dijo Madame.

—Eso diría yo; pero Martin opta por asustarse, y jamás he visto a un loco más asustado.

—No deben decirle nada a Carmilla, porque puede ver ese paseo desde la ventana de su habitación —intervine yo—; y, si es concebible, es todavía más cobarde que yo.

Carmilla bajó quizá un poco más tarde de lo usual aquel día.

—Qué miedo he pasado esta noche —dijo, en cuanto estuvimos juntas—. Estoy segura de que me hubiera ocurrido algo terrible de no ser por ese amuleto que le compré al pobre jorobadillo al que tanto insulté. Tuve un sueño de algo negro que le daba la vuelta a mi cama, y me desperté absolutamente horrorizada, y realmente pensé, durante unos segundos, que veía una figura oscura junto a la chimenea, pero busqué mi amuleto debajo de la almohada, y, en el momento en que mis dedos lo tocaron, la figura desapareció, y me sentí totalmente segura de que, de no haberlo tenido conmigo, algo horrendo hubiera aparecido, y quizá me hubiera estrangulado, como hizo con esa pobre gente de la que hemos oído.

—Bueno, escucha —empecé yo; y volví a contar mi aventura, relato ante el cual pareció horrorizarse.

—¿Y tenías el amuleto junto a ti? —preguntó, con inquietud.

—No, lo había metido en un jarrón de porcelana en el saloncito; pero, desde luego, esta noche lo tendré conmigo, puesto que tú tienes tanta fe en él.

A esta distancia en el tiempo no sabría decirte, ni siquiera comprender, cómo superé mi horror tan eficazmente como para acostarme sola aquella noche en mi habitación. Recuerdo distintamente que prendí el amuleto de mi almohada con un alfiler. Me quedé dormida casi inmediatamente, y dormí toda la noche incluso más profundamente de lo habitual.

También pasé bien la noche siguiente. Mi dormir era deliciosamente profundo y sin sueños. Pero me desperté con una sensación de lasitud y melancolía que, sin embargo, no excedía un nivel en que resultaba casi voluptuosa.

—Bueno, te lo dije —dijo Carmilla, cuando le describí mi tranquilo sueño—. Yo misma he tenido esta noche un sueño delicioso; prendí el amuleto del pecho de mi camisón. La noche anterior estaba demasiado lejos. Estoy absolutamente segura de que todo era fantasía, excepto los sueños. Yo pensaba antes que los malos espíritus hacen soñar, pero nuestro médico me dijo que no es cierto. Es tan sólo que pasa una fiebre, o cualquier otra enfermedad, cosa que sucede a menudo, según él dice, y llama a la puerta, y, al no poder entrar, sigue adelante, dejando detrás esa alarma.

—¿Y qué piensas que es ese amuleto? —pregunté.

—Ha sido ahumado o sumergido en cierta droga, y es un antídoto contra la malaria —respondió ella.

—Entonces, ¿actúa tan sólo sobre el cuerpo?

—Claro; ¿no supondrás que los malos espíritus se asustan de unos trocitos de cinta, o de los perfumes de la tienda del droguista? No, esos males que vagan por el aire empiezan por poner a prueba los nervios, y de este modo infectan el cerebro; pero antes de que se apoderen de una, el antídoto los repele. Estoy segura de que es, esto lo que ha hecho por nosotras el amuleto. No es nada mágico, tan sólo natural.

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