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Authors: Anne Holt

Castigo (37 page)

BOOK: Castigo
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—No... —Lo dijo sin convicción—. ¿Debería acordarme? ¿Podría darme algún otro dato que me refresque la memoria?

—El caso Hedvik —repitió ella—. De 1956.

El hombre todavía parecía un poco aturdido. Qué curioso. Cuando le había mencionado el caso a su madre —como de pasada, sin decirle lo que andaba haciendo—, Inger Johanne se había sorprendido del detalle con que ella recordaba el asesinato de la pequeña Hedvik.

—¡Ah, sí! —Geir alzó levemente la barbilla—. Un caso terrible. ¿Fue aquel de la niñita a la que violaron, asesinaron y más tarde encontraron... en un saco? ¿Es correcto?

—Exactamente.

—Sí, claro que me acuerdo. Aunque entonces yo era muy joven... ¿En 1956, dice? No tenía más que dieciocho años. Y a esa edad no es que se lea mucho el periódico. —Sonrió como para disculpar su falta de interés.

—Quizá no —dijo Inger Johanne—. Aunque eso depende. Como su padre fue el fiscal que instruyó la causa contra el presunto autor de los hechos, yo creía que usted se acordaría mejor del caso.

—Mire —dijo Geir Kongsbakken, rascándose la coronilla—. En 1956 yo tenía dieciocho años. Era mi último año de bachillerato. Las cosas que me interesaban no tenían nada que ver con el trabajo de mi padre. Por otro lado, tampoco es que tuviéramos una relación estupenda, para serle franco, aunque no entiendo muy bien a qué viene todo esto. ¿Adónde quiere llegar? —Le echó una ojeada al reloj.

—Permítame que vaya al grano —dijo Inger Johanne rápidamente—. Tengo motivos para creer que su hermano... —Ir directamente al grano no era tan fácil como ella esperaba. Cruzó las piernas y volvió a tomar impulso—: Creo que Asbjørn Revheim tuvo algo que ver con el asesinato de Hedvik.

A Geir Kongsbakken se le formaron tres profundos surcos en la frente. Inger Johanne le escrutó el rostro. Incluso con gesto de sorpresa carecía totalmente de carácter; ella no estaba segura de si lo reconocería si se cruzaba con él en la calle.

—¿Asbjørn? —dijo ajustándose la corbata—. ¿De dónde ha sacado semejante idea? ¿En 1956? ¡Por Dios, en esos momentos... tenía dieciséis años! Además, Asbjørn nunca habría...

—¿Recuerda a Anders Mohaug? —lo interrumpió ella.

—Claro que recuerdo a Anders —respondió él con evidente irritación—. El subnormal. Supongo que hoy en día no es políticamente correcto usar estas expresiones, pero así lo llamábamos. Entonces. Claro que me acuerdo de Anders. Se juntaba mucho con mi hermano durante una época. ¿Por qué lo pregunta?

—La madre de Anders, Agnes Mohaug, acudió a la policía en 1965, poco después de que muriera Anders. Lo único que sé sobre el asunto es que ella pensaba que su chico había asesinado a Hedvik en 1956. Había estado protegiendo a su hijo durante todos esos años, pero cuando ya no era posible que lo castigaran quiso descargar la conciencia.

Geir Kongsbakken parecía sinceramente aturdido. Se desabrochó el último botón de la camisa y se acodó sobre el escritorio.

—Ya entiendo —dijo despacio—. Pero ¿qué tiene que ver eso con mi hermano? ¿Dijo la señora Mohaug que mi hermano estaba implicado?

—No, en realidad no. Que yo sepa. En general sé muy poco acerca de lo que dijo y...

El abogado estornudó y sacudió la cabeza vigorosamente al interrumpirla:

—¿Tiene usted claro lo que está haciendo? Estas acusaciones que está lanzando son descaradamente injuriosas y...

—No estoy acusando a nadie de nada —replicó Inger Johanne con tranquilidad—. He venido para hacerle algunas preguntas y para pedirle ayuda. Como he solicitado hora como todo el mundo, evidentemente estoy dispuesta a pagarle por su tiempo.

—¿Pagar? ¿Pretende pagarme por venir aquí a lanzar acusaciones contra uno de mis parientes más cercanos que además está muerto y por lo tanto es incapaz de defenderse? ¡Pagar!

—¿No sería mejor que simplemente escuchara lo que tengo que decir? —soltó Inger Johanne.

—¡Ya he oído más que suficiente, gracias!

Unos círculos blancos aparecieron en torno a las fosas nasales del hombre. Aunque seguía resoplando, era evidente que sentía algo de curiosidad. Inger Johanne se lo veía en los ojos, que ahora la miraban con atención, más despiertos que cuando ella llegó y él le pidió que se sentara sin fijarse en realidad en ella.

—Anders Mohaug difícilmente habría sido capaz de actuar por iniciativa propia —afirmó ella con decisión—. Por lo que me han contado del chico, le habría costado llegar a Oslo sin ayuda. Usted sabe muy bien que alguien lo mangoneaba para que se metiese en un montón de... situaciones complicadas: su hermano.

—¿Situaciones complicadas? ¿Tiene alguna idea de lo que está hablando? —Una fina lluvia de saliva salpicó el escritorio—. Asbjørn era bueno con Anders. ¡Bueno! ¡Todos los demás rehuían a aquel gorila como a la peste! ¡Asbjørn era el único que hacía cosas con él!

—¿Cosas como decapitar a un gato en protesta contra la casa real?

Geir Kongsbakken arqueó las cejas en un gesto de exasperación.

—Un gato. ¡Un gato! Evidentemente no estuvo bien maltratar al pobre animal, pero también es verdad que lo detuvieron y lo multaron por ello. Recibió su castigo. Tras ese episodio, Asbjørn nunca le hizo daño a nadie. Ni siquiera a los gatos. Asbjørn era...

El gris abogado se quedó sin aire y se hundió en su sillón. A Inger Johanne le pareció que se le humedecían los ojos.

—Sé que esto es difícil de entender —dijo Geir Kongsbakken, levantándose con dificultad—. Pero es que yo quería mucho a mi hermano. —Se acercó a la estantería, y deslizó los dedos por los lomos de seis libros encuadernados en piel—. Nunca he leído lo que escribió —admitió con voz queda—. Todo el asunto era demasiado doloroso. La gente decía muchas cosas. Pero yo he mandado encuadernar estas primeras ediciones. Tienen muy buen aspecto, ¿verdad? Bellos por fuera y, por lo que me han dicho, bastante feos por dentro.

—No estoy de acuerdo —dijo Inger Johanne—. Fueron muy importantes para mí cuando los leí. Sobre todo
Frío febril,
aunque sobrepase todos los límites y...

—Asbjørn defendía aquello en lo que creía —la cortó Geir Kongsbakken.

Era como si estuviera hablando consigo mismo. Tenía uno de los libros en la mano. Un libro grande y pesado. Inger Johanne supuso que era
Ciudad hundida, sube el mar.
Las letras doradas brillaron bajo la luz de la lámpara del techo. La piel era oscura, casi como madera pulida.

—El problema fue que al final ya no le quedaba nada en lo que creer —murmuró él—, nada que defender. Entonces ya no quiso seguir, pero hasta que... —Inspiró bruscamente, como si tuviese hipo, y enderezó la espalda—. Asbjørn nunca le hubiera podido hacer daño a otra persona. No físicamente. Nunca. Ni con dieciséis años ni más tarde. Se lo garantizo.

Se había vuelto hacia ella, con la barbilla levantada. La miraba directamente a los ojos y tenía la mano derecha apoyada sobre el libro, como si fuera una Biblia sobre la que estuviera jurando.

«¿Hasta qué punto conocemos a nuestros seres más próximos? —se preguntó Inger Johanne—. Estás diciendo la verdad. Sabes que Asbjørn no podía hacerle daño a nadie porque tú lo querías. Porque era tu único hermano. Crees que sabes. Sabes que sabes. Pero yo no lo sé. Yo no lo conocía. Sólo he leído sus libros. Todos somos varias personas. Asbjørn puede haber sido un asesino, aunque tú no quieras aceptarlo.»

—Me gustaría hablar con su padre —dijo.

Geir Kongsbakken devolvió el libro a la estantería.

—Por mí no hay problema —respondió con desinterés—. Pero tendrá usted que ir a Córcega. No estoy seguro de si volverá alguna vez. Últimamente no anda muy bien.

—Lo llamé ayer.

—¿Lo llamó? ¿Para hablarle de este disparate? ¿Es usted consciente de la edad que tiene?

Los círculos blancos estaban apareciendo de nuevo en torno a las fosas nasales.

—No le dije nada sobre Asbjørn —se apresuró a aclarar Inger Johanne—. Casi no dije nada, en realidad. Se enfadó. Para serle sincera, se puso furioso.

—Eso es bastante comprensible —murmuró Geir Kongsbakken y volvió a mirar el reloj.

Inger Johanne se fijó en que no llevaba anillo de casado. Tampoco había ninguna foto en aquel despacho marrón. La habitación carecía completamente de todo signo de vinculación personal, a excepción de las obras de su hermano muerto, un escritor cuya visión conservaba en unos libros lujosamente encuadernados pero que nunca había leído.

—Yo esperaba que usted hablase con él —dijo Inger Johanne—, y le explicara que no estoy intentando perjudicar a nadie. Sólo quiero saber lo que pasó en realidad.

—¿A qué se refiere con «lo que pasó en realidad»? Creo recordar que un hombre fue condenado por el asesinato de Hedvik. ¡Condenado por un tribunal! ¡Debería estar bastante claro lo que ocurrió! Aquel hombre era culpable.

—No lo creo —repuso Inger Johanne—. Y si me permitiera usar los diez minutos de conversación que me quedan de la media hora para contarle por qué...

—No tiene diez minutos —dijo él con decisión—. Doy esta conversación por terminada. Puede marcharse.

Abrió una carpeta y empezó a leer, como si Inger Johanne ya no estuviera ahí.

—Probablemente condenaron a un hombre inocente —insistió ella—. Se llama Aksel Seier y lo ha perdido todo. Si no le preocupa la vertiente humana del asunto, al menos debería preocuparle el caso como abogado. Como jurista.

Sin levantar la vista de los papeles, Geir Kongsbakken dijo:

—Puede usted causar daños irreparables con estas especulaciones. Haga el favor de marcharse.

—¿A quién puedo dañar? ¡Asbjørn está muerto! ¡Desde hace diecisiete años!

—Váyase.

A Inger Johanne no le quedó otro remedio que obedecer. Sin decir una palabra más se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Ni se le ocurra pagar nada —le advirtió Geir Kongsbakken con dureza—. Y no vuelva nunca más.

Un viento cálido soplaba sobre Oslo. Inger Johanne se quedó un momento dudando delante de la oficina de Geir Kongsbakken antes de decidirse a volver andando al trabajo. Se quitó la chaqueta del traje y se percató de que tenía las axilas sudadas.

Se tendría que haber resuelto este asunto hacía tiempo. Ahora era demasiado tarde. La invadió el desánimo. Alguien debería haber rehabilitado a Aksel Seier mientras todavía era posible, cuando los implicados aún vivían, cuando la gente tenía el caso fresco en la memoria. Ahora se daba de bruces contra una pared, intentara lo que intentase.

Estaba harta de todo aquel asunto. Al fin y al cabo, el propio Seier había rechazado su ayuda. Al pensar en Alvhild Sofienberg sintió un pinchazo bajo el esternón, pero rápidamente se sacudió el sentimiento de culpa. Inger Johanne no había contraído en realidad ningún compromiso, ni con Aksel ni con Alvhild.

Ya había hecho más que suficiente, más de lo que nadie podía exigirle.

59

—Y esto es lo que tenemos —concluyó Yngvar Stubø con desánimo.

—Sí. —Sigmund Berli moqueaba y se secó la nariz con la manga—. No es gran cosa, me temo. No está fichado. Si alguna vez lo denunciaron por algo, debió de ser hace mucho tiempo. No tiene ningún título universitario, ni de aquí ni de ninguna otra ciudad de Noruega, así que esos estudios de los que presumía, o bien los cursó en el extranjero o bien...

—No los terminó. Ella tenía razón.

—¿Quién?

—Olvídalo.

Sigmund Berli seguía moqueando y se puso a buscar un Kleenex en el estrecho bolsillo de su pantalón.

—Estoy constipado —murmuró—. Menudo trancazo tengo. Karsten Åsli se ha mudado muchas veces, eso sí que está comprobado. No es tan raro que al final se olvidara de empadronarse en su nuevo lugar de residencia. Es todo un vagabundo, este tipo. Tiene carné de taxista, por cierto. Para Oslo. A lo mejor es a eso a lo que llama tener estudios.

—Difícilmente. ¿Qué es esto?

Yngvar señaló una nota adhesiva amarilla.

—¿El qué? —Sigmund Berli se inclinó sobre la mesa—. Ah. Eso. Tomó un curso de conductor de ambulancia hace algunos años. Me pediste que lo incluyera absolutamente todo.

—¿Qué pasa con el niño?

Yngvar forcejeaba por abrir el envoltorio de celofán de un paquete de puros nuevo.

—Estoy trabajando en ello, pero ¿por qué hemos de pensar que el tipo miente precisamente respecto a eso? ¿Por qué razón se iba a inventar que tiene un hijo?

Yngvar dejó caer con cuidado un puro en la funda de plata y se la metió en el bolsillo.

—No creo que esté mintiendo —dijo—. Sólo quiero saber cuánto contacto mantiene en realidad con el crío. En su casa no vi nada que indicara que un niño se aloja allí con regularidad. ¿Qué pasa con Tromsø? ¿Ha estado allí?

Sigmund Berli estaba mirando la caja de madera de balsa.

—Por favor —lo invitó Yngvar.

—¡Lo mejor sería preguntárselo al propio Karsten Åsli! He comprobado todas las listas y al menos no tomó ningún vuelo en las horas siguientes al asesinato del bebé. No con su propio nombre, al menos. Me he hecho con una copia de la foto de su pasaporte. La hemos mandado a Tromsø, a ver qué dice el catedrático. Probablemente nada. Se agarra a que no le vio la cara con suficiente claridad. No facilita mucho esta «investigación»... —dibujó unas comillas en el aire con vehemencia antes de agarrar un puro— el hecho de que queramos que Karsten Åsli no note nada. ¿No podríamos simplemente citarlo para un interrogatorio normal? Por Dios, eso lo hacemos con cualquiera sin que...

—Karsten Åsli no es cualquiera —lo interrumpió Yngvar—. Si no me equivoco, tiene encerrada en algún sitio a una niña. No quiero que le demos el menor motivo para que crea que vamos a por él.

Sigmund Berli se acercó el puro a la nariz.

—Oye, Yngvar —dijo sin mirar al inspector a los ojos.

—Sí.

—Había allí algo más, algo más que esta... esta... ¿Había algo más concreto, algo más que...?

—No. Sólo una sensación. Una sensación muy intensa.

Se hizo el silencio en la habitación. Por el pasillo se oían pasos rápidos y un teléfono que sonaba a lo lejos. Alguien contestó. Una mujer soltó una carcajada al otro lado de la puerta. Yngvar tenía la mirada fija sobre el puro de Sigmund, sujeto entre el labio superior y la nariz.

—La intuición no es más que el tratamiento por parte del inconsciente de datos conocidos —sentenció antes de recordar de dónde lo había sacado. De pronto se apoyó sobre la mesa—. El tipo estaba aterrorizado —dijo con rabia—. Cuando aparecí casi se desmaya. Estuve así de cerca... —Levantó la mano, con el pulgar y el índice a un centímetro de distancia—. Así de cerca de conseguir que se derrumbara. Entonces pasó algo, no sé qué, pero... —Volvió a sentarse lentamente en la silla—. Fue como si recuperara el control sobre sí mismo. No sé cómo ni por qué. Sólo sé que se comportaba de un modo que... ¡Joder, Sigmund! Tú... De todos los que trabajan en esta casa, ¡al menos tú deberías confiar en mis intuiciones! ¡La niña está allí arriba! ¡Mientras Karsten Åsli tiene encerrada a Emilie, nosotros andamos dando vueltas con helicópteros, y Dios sabe cuánta gente y coches, buscando a un tontito que está de excursión!

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