Catalina la fugitiva de San Benito

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Esta es la historia de Catalina Rojo de Hinojosa, cuya existencia se sustenta en los hechos principales de otra vida, la de Catalina de Erauso, una trayectoria vital que supera en mucho a la más deslumbrante de las invenciones literarias. De la mano de la protagonista, el lector podrá introducirse en la vida cotidiana del Siglo de Oro a través de la epopeya de un amor desgarrado capaz de superar cualquier barrera social, e incluso desafiar a la muerte en el patíbulo. Apasionado de la historia, Chufo Lloréns nos ofrece las andanzas de una heroína inolvidable dentro del paisaje del Siglo de Oro en la corte de Felipe IV, conformando un cuadro de primer orden del Barroco español…

Chufo Lloréns

Catalina

La fugitiva de San Benito

ePUB v1.0

Sirhack
12.09.11

Año edición: 2001

editorial: Ediciones B

Isbn: 9788466621236

A mis raíces: mis padres y mi hermana Josefa, que desde donde están me han ayudado siempre.

A mis tres hijos, Adela, Santiago y Víctor, que tanto quiero.

A Cristina, Nacho, Beatriz y Jacobo, que me escogieron como padre.

Y a Cris, mi mujer, que se echó a los hombros el peso de mi casa para que yo pudiera realizar un sueño.

Nota del autor

Me he permitido dos licencias, que paso ahora a explicar a fin de no defraudar a los estudiosos del tema. Primero: he cambiado a mi conveniencia algunas fechas para que los hechos de mi historia cuadren mejor. Segundo: he intentado que mis personajes hablen, de alguna manera, el castellano de la época de un modo inteligible. He aplicado a la narración un barniz del tiempo en el que esos personajes vivieron, con el fin de dotarla de una mayor propiedad.

Un hidalgo

Ufano de su talle y su persona,

con la altivez de un rey en el semblante.,

aunque rotas quizá, viste, arrogante

sus calzas, su ropilla y su valona...

Cuida más que su hacienda su tizona,

sueña empresas que olvida en un instante

Reza con devoción, peca bastante

y en tugar de callarlo, lo pregona.

Intentó por su dama una quimera

y le mataron sin soltar la espada.

Sólo quiso al morir que se le hiciera,

si algo quedó en su bolsa malgastada,

una tumba de rey, donde dijera:

«Nació para mucho...y no fue nada,»

Enrique López Alarcón

Prefacio y final

La reverenda madre Santiago de San Blas agonizaba. Todo el monasterio de San Benito parecía intuir el inminente desenlace, y tanto las personas como los animales y aun las cosas permanecían expectantes; un ruidoso silencio lo presidía todo, y los sonidos eran los justos y necesarios para cada circunstancia. Lo que era y representaba la reverenda madre lo demostraba la pequeña multitud de lugareños que, en cualquier medio de transporte, habían acudido a las puertas del convento a la espera de no se sabía, concretamente, qué cosa; caballos, acémilas, burros, carricoches, alguna que otra galera, todo servía para que hombres, mujeres, niños, campesinos, algún pequeño hidalgo, criados, escuderos, lacayos de casas solariegas, arrieros, allí hubieran coincidido sin ser avisados por nadie y traídos, únicamente, por las noticias que lleva el viento y que las gentes sencillas, agradecidas y de corazón limpio, perciben al punto. Los alrededores del lugar estaban atestados y ni tan siquiera los niños se atrevían a organizar sus ruidosos juegos. Las gentes esperaban. En circunstancia tan especial, la iglesia del convento permanecía abierta y veinticinco monjas de las treinta y tres que formaban la comunidad, más todas las novicias y postulantas y asimismo las dieciséis recogidas, rezaban sin cesar los quince misterios del santo rosario.

En la celda de la moribunda, el resto de la comunidad oraba a los pies de la cama en tanto la prefecta de novicias y el muy anciano padre Javier Arriaga, sacerdote jesuita, confesor de la monja y cura del monasterio, lo hacían atentos a la enferma, junto a un costado de la cabecera, mientras en el otro el doctor Ruy Pablos acercaba una astilla encendida que sostenía en su diestra, a la pupila del ojo derecho de la moribunda, cuyo párpado superior mantenía abierto con la yema del dedo pulgar de su otra mano, para ver si dilataba. Una aspiración más profunda que las demás, una parada, otra aspiración y la expiración total del aire de los pulmones, que al salir emitió un gorgoteo especial... La monja y el sacerdote se miraron y después dirigieron su mirada al físico.

—La reverenda madre ha dejado de sufrir —dijo éste La madre Santiago de San Blas había exhalado el último suspiro, y sin embargo había oído perfectamente la última frase del doctor Ruy Pablos. Su corazón había dejado de latir, pero el cerebro seguía emitiendo una leve corriente, suficiente para que su pensamiento aún no remitiera; tenía segundos, a lo mejor ni tan siquiera enteros, quizá fracciones, para revisar en un instante su vida y pedir por última vez perdón a Dios a través de su Santísima Madre, de la que fue siempre muy devota. Como en un caleidoscopio gigante, pasaron ante ella todas las situaciones y momentos en los que tuvo que tomar decisiones terribles que afectaron tanto a ella como a personas cuya trayectoria vital hizo que estuvieran próximas a ella. Pensó que obró bien y mal, pero que sin embargo el Señor, al que tanto deseaba ver, sabría, en su misericordia infinita, hacer balance de sus actos; jamás creyó que nadie se condenara o salvara por una sola acción... Allá arriba sumarían y restarían y el saldo final sería lo importante. El carácter forjaba el destino de las personas y nadie nacía escogiendo el suyo. ¡Y a fe que a ella le había correspondido uno harto singular! Lejos, muy lejos, una campana tocó a difuntos; su curiosidad y su esperanza, por un igual, vencían una vez más a su angustia, segura como estaba que sus santos patronos Santiago y Blas la introducirían ante la presencia del Altísimo y de toda la corte celestial. El gran momento se aproximaba, su alma iba a encontrarse con el Gran Hacedor... y no sentía temor alguno. De nuevo en San Benito redoblaron las campanas. La reverenda madre ya no pudo escuchar el último tañido. La gran campana tocó a difuntos toda la noche...

El parto

Vuesa merced ha sido padre de otra niña.

Al dar la noticia, la poblada barba del doctor Gómez de León temblaba ligeramente; ante él, la figura imponente de don Martín de Rojo e Hinojosa se cernía negra y grave.

—¿Estáis seguro? —indagó el hidalgo.

—Cómo no voy a estarlo, comprenderá vuecencia que esas cosas son evidentes.

Don Martín alzó la vista y su mirada abarcó todo el aposento intentando vencer la penumbra dominante. Dos grandes ambleos con sendos hachones encendidos y un gran candelabro de doce bujías eran los únicos puntos de luz de la estancia, ya que un pesado cortinón de terciopelo adamascado tapaba el único ventanal de policromados vidrios emplomados que podía haber aportado luz al conjunto; al fondo, en una cama con baldaquín, descansaba sudorosa y agitada doña Beatriz de Fontes, su esposa, que para acrecentar su desgracia le había dado, con ésta última, cuatro hembras y ningún varón que perpetuara su ilustre aunque apolillado linaje. A la derecha, de un gran caldero de cobre colocado sobre un arcón salía un humillo blanquecino que olía a cardamomo y eucalipto, y al que de cuando en vez se acercaba María Lujan, la partera, para meter en él trapos de hilo secos y sacar otros húmedos que, una vez escurridos, aplicaba a la frente de la parturienta.

Al otro lado del lecho una monja con hábito de San Benito, robusta y arremangada, atendía sobre una mesilla de cuero, de tijera, a la criatura que berreaba fuertemente quejándose ya del recibimiento que el mundo hostil le deparaba. Sobre la cabecera del lecho, un cuadro de la Virgen con el Niño Jesús en brazos. Cuando la neonata estuvo fajada, desengrasada y limpia, la monja la tomó en brazos y se dirigió confianzudamente a don Martín:

—Lo lamento, hermano, pero los designios del Señor son inescrutables... Al nacer todos tenemos marcado nuestro destino.

El hidalgo regresó al mundo desde sus compartimentos mentales y sus ojos se fijaron en la criatura, sin casi verla.

—Por lo menos, ¿está completa? —indagó.

—Y como veréis, hermano, tiene buenos pulmones. —La madre Teresa, priora del convento de San Benito, y don Martín de Rojo eran hermanos—. ¡Ah! Por cierto... observad. —La monja se aproximó a la luz del gran candelabro y desnudando a la criaturita le mostró algo.

Don Martín, acercándose, posó la vista donde le indicaba la monja; bajo la tetilla izquierda de la niña se podía ver una señal que parecía un pequeño ojo que lloraba tres lágrimas escarlata.

—La marca de origen de la familia —susurró la priora.

—Pero no en el lugar habitual. ¿Qué habré hecho yo para merecer tanta desgracia? —apostilló el hidalgo.

—Si me permite vuecencia. —La voz del doctor resonó a su espalda; giróse don Martín lentamente sin decir palabra y alzó, interrogantes, sus pobladas cejas—: La señora os reclama a su lado.

El doctor abrió la marcha hacia el lecho, seguido del confundido padre, en tanto que la monja, luego de volver a vestir a la niña y entregársela a la comadrona, hacía lo propio por el otro costado.

La parturienta, muy debilitada y con grandes ojeras, aguardaba a que se aproximaran; cuando don Martín llegó a su lado, le tomó la mano y acercándosela a los labios la besó; luego, como excusándose, añadió:

—¡Perdonadme, señor, soy un monstruo! No sé engendrar varones.

Quedose mudo el hidalgo en tanto que al otro lado del tálamo resonaba la voz de la priora:

—Ahora descansad. El Señor escribe con renglones torcidos...

—Dice bien la reverenda madre —terció el doctor Gómez de León al ver la agitada respiración de doña Beatriz—. Ahora debéis reponer fuerzas, ya que os espera una dura tarea.

—A todos sin duda —remarcó el hidalgo desasiéndose de la mano de su esposa y saliendo del aposento seguido de su hermana, en tanto que el doctor se quedaba indicando a la comadrona las pócimas que debía suministrar a doña Beatriz y los cuidados que requería la criatura que, al parecer y ante la potencia de su llanto, no serían otros que cuidar de que estuviera limpia y debidamente alimentada.

Los Rojo

La familia Rojo era oriunda de León y tenía tanta alcurnia como pocos dineros. Cuatrocientos años antes, un antepasado de don Martín había comandado la caballería en la gloriosa jornada de las Navas de Tolosa, y uno de sus tatarabuelos fue lugarteniente de Portocarrero en los días azarosos de la conquista de México; sin embargo, reveses de fortuna y lances desgraciados habían mermado notablemente sus arcas, y los tiempos eran malos. Un gran incendio devastó el palacete familiar, y la casona actual, aunque sólidamente construida y debidamente blasonada, no estaba a la altura de la anterior. Las rentas eran escasas, los renteros pasaban tarde, mal o nunca y la carcoma endémica no era, precisamente, actual y se arrastraba ya de tiempos lejanos.

Don Bernardo, su progenitor, que era hijo de Carrión de los Caballeros, había enviudado de su primera esposa doña Catalina sin tener descendencia. Y siendo todavía joven y necesitando su hacienda y su persona de una esposa capaz, que hiciera todo lo que a él no le gustaba realizar, que excepto cazar y holgar con todas las mozas de sus pedanías era casi todo, desposó en segundas nupcias a doña Teresa de Hinojosa, de familia acomodada, aunque de la baja nobleza, la cual aportó a la boda una dote que alivió su escaso peculio. Doña Teresa fue una buena esposa y le dio a don Bernardo dos hijos: Martín, el primogénito, cuyo nacimiento llenó a don Bernardo de alegría, y luego a los seis años una niña, a la que recibió sin muestras excesivas de contento. Nació ésta el día de san Camilo, y con ese nombre la bautizaron. Ambos niños crecieron y compartieron juegos, secretos y travesuras, y al ser ella menor que el muchacho, lo hizo su ídolo sin que esto fuera obstáculo para que, casi siempre, impusiera ella su personalidad y su fuerte carácter sobre el de su hermano. Un día, en mala hora, don Bernardo cayó del caballo a la vuelta de una de sus correrías por los moceríos de los alrededores, golpeándose en la nuca con tan mala fortuna que quedó lisiado de por vida y amarrado a un sillón. Su carácter, de por sí adusto, se fue agriando lentamente y se tornó imposible. Doña Teresa no tuvo otro remedio que tomar en sus manos la responsabilidad total de la hacienda. Cinco años, todavía, alargó su vida el hidalgo; en el sillón junto a la ventana que daba al bosque de abedules pasaba las horas con la mirada perdida en la lejanía. El joven doctor Gómez de León lo visitaba con frecuencia e intentaba entretenerlo con sus chanzas y con las noticias que llegaban de la Corte. Era inútil, don Bernardo no se interesaba por nada; cayó en una profunda melancolía, y una mañana cuando doña Teresa se disponía a levantarlo para, con ayuda de un criado, llevarlo a su sillón, encontrose que el hombre tenía paralizada toda la parte derecha del cuerpo y casi no alentaba. Llamaron de urgencia al físico, que acudió presto, pero ya no hubo nada que hacer... únicamente suministrarle el santo viático.

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