Gira la llave de contacto, y el motor ruge a nuestras espaldas. Deja la bolsa entre los dos asientos, pulsa un botón y la capota retrocede lentamente. Pulsa otro, y la voz de Bruce Springsteen nos envuelve.
—Va a tener que gustarte Bruce.
Me sonríe, saca el coche de la plaza de parking y sube la empinada rampa, donde nos detenemos a esperar que se levante la puerta.
Y salimos a la soleada mañana de mayo de Seattle. Abro la guantera y saco las gorras. Son del equipo de los Mariners. ¿Le gusta el béisbol? Le tiendo una gorra y se la pone. Paso el pelo por la parte de atrás de la mía y me bajo la visera.
La gente nos mira al pasar. Por un momento pienso que lo miran a él… Luego, una paranoica parte de mí cree que me miran a mí porque saben lo que he estado haciendo en las últimas doce horas, pero al final me doy cuenta de que lo que miran es el coche. Christian parece ajeno a todo, perdido en sus pensamientos.
Hay poco tráfico, así que no tardamos en llegar a la interestatal 5 en dirección sur, con el viento soplando por encima de nuestras cabezas. Bruce canta que arde de deseo. Muy oportuno. Me ruborizo escuchando la letra. Christian me mira. Como lleva puestas las Ray-Ban, no veo su expresión. Frunce los labios, apoya una mano en mi rodilla y me la aprieta suavemente. Se me corta la respiración.
—¿Tienes hambre? —me pregunta.
No de comida.
—No especialmente.
Sus labios vuelven a tensarse en una línea firme.
—Tienes que comer, Anastasia —me reprende—. Conozco un sitio fantástico cerca de Olympia. Pararemos allí.
Me aprieta la rodilla de nuevo, su mano vuelve a sujetar el volante y pisa el acelerador. Me veo impulsada contra el respaldo del asiento. Madre mía, cómo corre este coche.
El restaurante es pequeño e íntimo, un chalet de madera en medio de un bosque. La decoración es rústica: sillas diferentes, mesas con manteles a cuadros y flores silvestres en pequeños jarrones.
CUISINE SAUVAGE
, alardea un cartel por encima de la puerta.
—Hacía tiempo que no venía. No se puede elegir… Preparan lo que han cazado o recogido.
Alza las cejas fingiendo horrorizarse y no puedo evitar reírme. La camarera nos pregunta qué vamos a beber. Se ruboriza al ver a Christian y se esconde debajo de su largo flequillo rubio para evitar mirarlo a los ojos. ¡Le gusta! ¡No solo me pasa a mí!
—Dos vasos de Pinot Grigio —dice Christian en tono autoritario.
Pongo mala cara.
—¿Qué pasa? —me pregunta bruscamente.
—Yo quería una Coca-Cola light —susurro.
Arruga la frente y mueve la cabeza.
—El Pinot Grigio de aquí es un vino decente. Irá bien con la comida, nos traigan lo que nos traigan —me dice en tono paciente.
—¿Nos traigan lo que nos traigan?
—Sí.
Esboza su deslumbrante sonrisa ladeando la cabeza y se me hace un nudo en el estómago. No puedo evitar devolvérsela.
—A mi madre le has gustado —me dice de pronto.
—¿En serio?
Sus palabras hacen que me ruborice de alegría.
—Claro. Siempre ha pensado que era gay.
Abro la boca al acordarme de aquella pregunta… en la entrevista. Oh, no.
—¿Por qué pensaba que eras gay? —le pregunto en voz baja.
—Porque nunca me ha visto con una chica.
—Vaya… ¿con ninguna de las quince?
Sonríe.
—Tienes buena memoria. No, con ninguna de las quince.
—Oh.
—Mira, Anastasia, para mí también ha sido un fin de semana de novedades —me dice en voz baja.
—¿Sí?
—Nunca había dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi cama, nunca había llevado a una chica en el Charlie Tango y nunca le había presentado una mujer a mi madre. ¿Qué estás haciendo conmigo?
La intensidad de sus ojos ardientes me corta la respiración.
Llega la camarera con nuestros vasos de vino, e inmediatamente doy un pequeño sorbo. ¿Está siendo franco o se trata de un simple comentario fortuito?
—Me lo he pasado muy bien este fin de semana, de verdad —digo en voz baja.
Vuelve a arrugar la frente.
—Deja de morderte el labio —gruñe—. Yo también —añade.
—¿Qué es un polvo vainilla? —le pregunto, aunque solo sea para no pensar en su intensa, ardiente y sexy mirada.
Se ríe.
—Sexo convencional, Anastasia, sin juguetes ni accesorios. —Se encoge de hombros—. Ya sabes… bueno, la verdad es que no lo sabes, pero eso es lo que significa.
—Oh.
Creía que lo que habíamos hecho eran polvos de exquisita tarta de chocolate fundido con una guinda encima. Pero ya veo que no me entero.
La camarera nos trae sopa, que ambos miramos con cierto recelo.
—Sopa de ortigas —nos informa la camarera.
Se da media vuelta y regresa enfadada a la cocina. No creo que le guste que Christian no le haga ni caso. Pruebo la sopa, que está riquísima. Christian y yo nos miramos a la vez, aliviados. Suelto una risita, y él ladea la cabeza.
—Qué sonido tan bonito —murmura.
—¿Por qué nunca has echado polvos vainilla? ¿Siempre has hecho… bueno… lo que hagas? —le pregunto intrigada.
Asiente lentamente.
—Más o menos —me contesta con cautela.
Por un momento frunce el ceño y parece librar una especie de batalla interna. Luego levanta los ojos, como si hubiera tomado una decisión.
—Una amiga de mi madre me sedujo cuando yo tenía quince años.
—Oh.
¡Dios mío, tan joven!
—Sus gustos eran muy especiales. Fui su sumiso durante seis años.
Se encoge de hombros.
—Oh.
Su confesión me deja helada, aturdida.
—Así que sé lo que implica, Anastasia —me dice con una mirada significativa.
Lo observo fijamente, incapaz de articular palabra… Hasta mi subconsciente está en silencio.
—La verdad es que no tuve una introducción al sexo demasiado corriente.
Me pica la curiosidad.
—¿Y nunca saliste con nadie en la facultad?
—No —me contesta negando con la cabeza para enfatizar su respuesta.
La camarera entra para retirar nuestros platos y nos interrumpe un momento.
—¿Por qué? —le pregunto cuando ya se ha ido.
Sonríe burlón.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Porque no quise. Solo la deseaba a ella. Además, me habría matado a palos.
Sonríe con cariño al recordarlo.
Oh, demasiada información de golpe… pero quiero más.
—Si era una amiga de tu madre, ¿cuántos años tenía?
Sonríe.
—Los suficientes para saber lo que se hacía.
—¿Sigues viéndola?
—Sí.
—¿Todavía… bueno…?
Me ruborizo.
—No —me dice negando con la cabeza y con una sonrisa indulgente—. Es una buena amiga.
—¿Tu madre lo sabe?
Me mira como diciéndome que no sea idiota.
—Claro que no.
La camarera vuelve con sendos platos de venado, pero se me ha quitado el hambre. Toda una revelación. Christian, sumiso… Madre mía. Doy un largo trago de Pinot Grigio… Christian tenía razón, por supuesto: está exquisito. Dios, tengo que pensar en todo lo que me ha contado. Necesito tiempo para procesarlo, cuando esté sola, porque ahora me distrae su presencia. Es tan irresistible, tan macho alfa, y de repente lanza este bombazo. Él sabe lo que es ser sumiso.
—Pero no estarías con ella todo el tiempo… —le digo confundida.
—Bueno, estaba solo con ella, aunque no la veía todo el tiempo. Era… difícil. Después de todo, todavía estaba en el instituto, y más tarde en la facultad. Come, Anastasia.
—No tengo hambre, Christian, de verdad.
Lo que me ha contado me ha dejado aturdida.
Su expresión se endurece.
—Come —me dice en tono tranquilo, demasiado tranquilo.
Lo miro. Este hombre… abusaron sexualmente de él cuando era adolescente… Su tono es amenazador.
—Espera un momento —susurro.
Pestañea un par de veces.
—De acuerdo —murmura.
Y sigue comiendo.
Así será la cosa si firmo. Tendré que cumplir sus órdenes. Frunzo el ceño. ¿Es eso lo que quiero? Cojo el tenedor y el cuchillo, y empiezo a cortar el venado. Está delicioso.
—¿Así será nuestra… bueno… nuestra relación? ¿Estarás dándome órdenes todo el rato? —le pregunto en un susurro, sin apenas atreverme a mirarlo.
—Sí —murmura.
—Ya veo.
—Es más, querrás que lo haga —añade en voz baja.
Lo dudo, sinceramente. Pincho otro trozo de venado y me lo acerco a los labios.
—Es mucho decir —murmuro.
Y me lo meto en la boca.
—Lo es.
Cierra los ojos un segundo. Cuando los abre, está muy serio.
—Anastasia, tienes que seguir tu instinto. Investiga un poco, lee el contrato… No tengo problema en comentar cualquier detalle. Estaré en Portland hasta el viernes, por si quieres que hablemos antes del fin de semana. —Sus palabras me llegan en un torrente apresurado—. Llámame… Podríamos cenar… ¿digamos el miércoles? De verdad quiero que esto funcione. Nunca he querido nada tanto.
Sus ojos reflejan su ardiente sinceridad y su deseo. Es básicamente lo que no entiendo. ¿Por qué yo? ¿Por qué no una de las quince? Oh, no… ¿En eso voy a convertirme? ¿En un número? ¿La dieciséis, nada menos?
—¿Qué pasó con las otras quince? —le pregunto de pronto.
Alza las cejas sorprendido y mueve la cabeza con expresión resignada.
—Cosas distintas, pero al fin y al cabo se reduce a… —Se detiene, creo que intentando encontrar las palabras—. Incompatibilidad.
Se encoge de hombros.
—¿Y crees que yo podría ser compatible contigo?
—Sí.
—Entonces ya no ves a ninguna de ellas.
—No, Anastasia. Soy monógamo.
Vaya… toda una noticia.
—Ya veo.
—Investiga un poco, Anastasia.
Dejo el cuchillo y el tenedor. No puedo seguir comiendo.
—¿Ya has terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?
Asiento. Me pone mala cara, pero decide callarse. Dejo escapar un pequeño suspiro de alivio. Con tanta información se me ha revuelto el estómago y estoy un poco mareada por el vino. Lo observo devorando todo lo que tiene en el plato. Come como una lima. Debe de hacer mucho ejercicio para mantener la figura. De pronto recuerdo cómo le cae el pijama…, y la imagen me desconcentra. Me remuevo incómoda. Me mira y me ruborizo.
—Daría cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo —murmura.
Me ruborizo todavía más.
Me lanza una sonrisa perversa.
—Ya me imagino… —me provoca.
—Me alegro de que no puedas leerme el pensamiento.
—El pensamiento no, Anastasia, pero tu cuerpo… lo conozco bastante bien desde ayer —me dice en tono sugerente.
¿Cómo puede cambiar de humor tan rápido? Es tan volátil… Cuesta mucho seguirle el ritmo.
Llama a la camarera y le pide la cuenta. Cuando ha pagado, se levanta y me tiende la mano.
—Vamos.
Me coge de la mano y volvemos al coche. Lo inesperado de él es este contacto de su piel, normal, íntimo. No puedo reconciliar este gesto corriente y tierno con lo que quiere hacer en aquel cuarto… el cuarto rojo del dolor.
Hacemos el viaje de Olympia a Vancouver en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Cuando aparca frente a la puerta de casa, son las cinco de la tarde. Las luces están encendidas, así que Kate está dentro, sin duda empaquetando, a menos que Elliot todavía no se haya marchado. Christian apaga el motor, y entonces caigo en la cuenta de que tengo que separarme de él.
—¿Quieres entrar? —le pregunto.
No quiero que se marche. Quiero seguir más tiempo con él.
—No. Tengo trabajo —me dice mirándome con expresión insondable.
Me miro las manos y entrelazo los dedos. De pronto me pongo en plan sensiblero. Se va a marchar. Me coge de la mano, se la lleva lentamente a la boca y me la besa con ternura, un gesto dulce y pasado de moda. Me da un vuelco el corazón.
—Gracias por este fin de semana, Anastasia. Ha sido… estupendo. ¿Nos vemos el miércoles? Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.
—Nos vemos el miércoles —susurro.
Vuelve a besarme la mano y me la deja en el regazo. Sale del coche, se acerca a mi puerta y me la abre. ¿Por qué de pronto me siento huérfana? Se me hace un nudo en la garganta. No quiero que me vea así. Sonrío forzadamente, salgo del coche y me dirijo a la puerta sabiendo que tengo que enfrentarme a Kate, que temo enfrentarme a Kate. A medio camino me giro y lo miro. Alegra esa cara, Steele, me riño a mí misma.
—Ah… por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.
Le sonrío y tiro de la goma de los calzoncillos para que los vea. Christian abre la boca, sorprendido. Una reacción genial. Mi humor cambia de inmediato y entro en casa pavoneándome. Una parte de mí quiere levantar el puño y dar un salto. ¡SÍ! La diosa que llevo dentro está encantada.
Kate está en el comedor metiendo sus libros en cajas.
—¿Ya estás aquí? ¿Dónde está Christian? ¿Cómo estás? —me pregunta en tono febril, nervioso.
Viene hacia mí, me coge por los hombros y examina minuciosamente mi cara antes incluso de que la haya saludado.
Mierda… Tengo que lidiar con la insistencia y la tenacidad de Kate, y llevo en el bolso un documento legal firmado que dice que no puedo hablar. No es una saludable combinación.
—Bueno, ¿cómo ha ido? No he dejado de pensar en ti todo el rato… después de que Elliot se marchara, claro —me dice sonriendo con picardía.
No puedo evitar sonreír por su preocupación y su acuciante curiosidad, pero de pronto me da vergüenza y me ruborizo. Lo que ha sucedido ha sido muy íntimo. Ver y saber lo que Christian esconde. Pero tengo que darle algunos detalles, porque si no, no va a dejarme en paz.
—Ha ido bien, Kate. Muy bien, creo —le digo en tono tranquilo, intentando ocultar mi sonrisa.
—¿Estás segura?
—No tengo nada con lo que compararlo, ¿verdad? —le digo encogiéndome de hombros a modo de disculpa.
—¿Te has corrido?
Maldita sea, qué directa es. Me pongo roja.
—Sí —murmuro nerviosa.
Kate me empuja hasta el sofá y nos sentamos. Me coge de las manos.
—Muy bien. —Me mira como si no se lo creyera—. Ha sido tu primera vez. Uau… Christian debe de saber lo que se hace.