Ciudad de los ángeles caídos (36 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Eso me han dicho. —Clary hizo un gesto en dirección a la mesa—. Podríamos ir sentándonos. Me parece que en seguida empezarán con los brindis y esas cosas. Y después me imagino que llegará la comida.

Se sentaron. Y se produjo un prolongado y embarazoso silencio.

—Y bien —dijo Magnus por fin, repasando con un largo dedo el borde de su copa de champán—, Jordan, me han dicho que estás con los
Praetor Lupus
. Veo que llevas uno de sus medallones. ¿Qué pone en él?

Jordan asintió. Se había ruborizado, sus ojos verdes brillaban, su atención centrada sólo en parte en la conversación. Seguía los movimientos de Maia por la sala con la mirada, sus dedos jugueteaban nerviosos con el mantel. Simon dudaba que estuviese siquiera dándose cuenta de aquel tic. «
Beati bellicosi
: Benditos sean los guerreros.»

—Es una buena organización —dijo Magnus—. Conocí a su fundador, en el siglo diecinueve. Woolsey Scott. De una respetable y antigua familia de licántropos.

Alec emitió un desagradable sonido gutural.

—¿También te acostaste con él?

Los ojos de gato de Magnus aumentaron de tamaño.

—¡Alexander!

—No sé nada de tu pasado, ¿verdad? —dijo Alec—. No me cuentas nada, dices que no tiene importancia.

Magnus estaba impávido, pero su voz sonó con un oscuro matiz de rabia.

—¿Significa esto que cada vez que mencione a alguien que he conocido piensas preguntarme si he tenido un romance con él?

Alec continuó con su expresión de terquedad, y Simon no pudo evitar sentir hacia él un destello de compasión; sus ojos azules dejaban en evidencia que estaba dolido.

—Es posible.

—Conocí a Napoleón —dijo Magnus—. Pero no tuvimos ningún lío. Era sorprendentemente puritano para ser francés.

—¿Que conociste a Napoleón? —Jordan, que aparentemente se había perdido la mayor parte de la conversación, estaba impresionado—. ¿Es cierto entonces lo que cuentan sobre los brujos?

Alec le lanzó una mirada muy desagradable.

—¿El qué es cierto?

—Alexander —dijo Magnus con frialdad, y Clary miró a los ojos a Simon, que estaba enfrente de ella en la mesa. Los ojos de Clary estaban abiertos de par en par, su verde intensísimo, su expresión alarmada—. No puedes mostrarte maleducado con todo aquel que me habla.

Alec realizó un gesto amplio abarcando toda la mesa.

—¿Y por qué no? ¿Acaso te corto las alas con ello? A lo mejor pretendías ligar con este chico lobo. Es bastante atractivo, si te van los tipos sexy, anchos de espaldas, con facciones angulosas.

—Vale ya —dijo Jordan sin levantar mucho la voz.

Magnus puso la cabeza entre sus manos.

—Aunque también hay muchas chicas guapas, ya que por lo que parece te van las dos cosas. ¿Hay algo que no te vaya?

—Las sirenas —dijo Magnus—. Huelen a algas.

—Todo esto no tiene ninguna gracia —dijo Alec con pasión y, dándole un puntapié a la silla, se levantó de la mesa y se perdió entre los invitados.

Magnus seguía con la cabeza entre las manos, con las puntas negras de su pelo asomando entre los dedos.

—Sigo sin comprender —dijo, sin dirigirse a nadie en particular— por qué el pasado tiene tanta importancia.

Para sorpresa de Simon, fue Jordan quien respondió.

—El pasado siempre tiene importancia —dijo—. Eso es lo que te dicen cuando te apuntas a los
Praetor
. No hay que olvidar las cosas que hiciste en el pasado, porque si lo haces nunca conseguirás aprender de ellas.

Magnus levantó la vista, sus ojos verde dorado brillaban entre sus dedos.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó—. ¿Dieciséis?

—Dieciocho —respondió Jordan, algo asustado.

La edad de Alec, pensó Simon, reprimiendo una sonrisa interior. La verdad era que el drama entre Alec y Magnus no le parecía en absoluto gracioso, pero resultaba difícil no sentir cierta gracia amarga al ver la cara de Jordan. Jordan doblaba en tamaño a Magnus —a pesar de ser alto, Magnus era muy delgado, casi escuálido—, pero era evidente que Jordan le tenía miedo. Simon se volvió para intercambiar una mirada con Clary, pero ella tenía la vista fija en la puerta de entrada, su rostro de repente estaba blanco como el papel. Dejó la servilleta, murmuró una disculpa y se levantó, huyendo prácticamente de la mesa.

Magnus levantó las manos.

—Vale, si esto va a convertirse en un éxodo en masa... —dijo, y se levantó con elegancia, echándose la bufanda al cuello. Desapareció entre los invitados, seguramente en busca de Alec.

Simon miró a Jordan, que a su vez estaba mirando de nuevo a Maia. La chica estaba de espaldas a ellos, hablando con Luke y Jocelyn, riendo, echándose hacia atrás su rizada melena.

—Ni lo pienses siquiera —dijo Simon, y se levantó. Señaló a continuación a Jordan—. Y tú quédate aquí.

—¿Para hacer qué? —preguntó Jordan.

—Para hacer lo que quiera que los
Praetor Lupus
hacen en situaciones así. Meditar. Reflexionar sobre tus poderes Jedi. Lo que sea. Vuelvo en cinco minutos, y será mejor que cuando regrese sigas aquí.

Jordan se recostó en su asiento y se cruzó de brazos en un ademán de rebeldía, pero Simon ya no le prestaba atención. Se había vuelto y avanzaba hacia los invitados, siguiendo a Clary, que era una motita de rojo y oro entre los cuerpos en movimiento, coronada por su brillante melena recogida.

La alcanzó cuando estaba junto a uno de los pilares envueltos en lucecitas y le puso una mano en el hombro. Ella se volvió sorprendida, con los ojos abiertos y la mano levantada para defenderse. Pero se relajó en cuanto vio quién era.

—¡Me has asustado!

—Normal —dijo Simon—. ¿Qué sucede? ¿De qué tienes tanto miedo?

—Yo... —Bajó la mano con un gesto dubitativo; a pesar de su aspecto forzado de indiferencia, el pulso latía en su cuello como un martillo—. Me ha parecido ver a Jace.

—Lo que me imaginaba —dijo Simon—. Pero...

—¿Pero?

—Se te ve asustada de verdad. —No estaba muy seguro de por qué acababa de decir aquello, ni de la respuesta que esperaba de ella. Clary se mordió el labio, como hacía siempre que estaba nerviosa. Su mirada se perdió por un instante en la lejanía, una mirada que Simon conocía muy bien. Una de las cosas que siempre le habían gustado de Clary era la facilidad con la que lograba ensimismarse, la facilidad con la que podía encerrarse en mundos ilusorios de hechizos, princesas, destino y magia. Antes también él podía hacerlo, conseguía habitar universos imaginarios apasionantes para sentirse seguro, para sentirse un personaje de ficción. Pero ahora que lo real y lo imaginario habían entrado en colisión, se preguntaba si Clary, como le sucedía a él, añoraba el pasado, lo normal. Se preguntaba si la normalidad era algo que, igual que sucedía con la vista o el silencio, no llegabas a apreciar por completo hasta que lo perdías.

—Está pasando un mal momento —dijo Clary en voz baja—. Estoy asustada por él.

—Lo sé —dijo Simon—. Mira, no es por meterme donde no me llaman... pero ¿ha descubierto ya qué le pasa? ¿Lo ha descubierto alguien?

—Jace... —Se interrumpió—. Se encuentra bien. Simplemente está pasando un mal momento aceptando todo ese asunto de Valentine. Ya sabes. —Simon lo sabía. Sabía también que Clary estaba mintiéndole. Clary, que casi nunca le escondía nada. La miró fijamente.

—Tenía pesadillas —dijo ella—. Le preocupaba que hubiera en ellas algún tipo de implicación demoníaca...

—¿Implicación demoníaca? —repitió Simon con incredulidad. Sabía que Jace tenía pesadillas, eso ya se lo había comentado, pero en ningún momento había hecho mención alguna sobre posibles demonios.

—Por lo que parece, hay cierto tipo de demonios que intentan alcanzarte a través de los sueños —dijo Clary, sintiendo haber sacado el tema a relucir—, pero estoy segura de que no es nada. Todo el mundo tiene pesadillas de vez en cuando, ¿no crees? —Posó la mano en el brazo de Simon—. Voy a ver cómo está. En seguida vuelvo. —Miraba ya más allá de Simon, hacia la puerta que daba a la terraza. Simon se quedó en su sitio y la dejó marchar, viéndola desaparecer entre la multitud.

Se la veía tan pequeña... tan pequeña como cuando en primero la acompañaba hasta la puerta de su casa y la veía subir la escalera, menuda y decidida, con la fiambrera golpeándole las rodillas a medida que iba ascendiendo. Notó que se le encogía el corazón, aquel corazón que ya no latía, y se preguntó si existía algo en el mundo tan doloroso como ser incapaz de proteger a tus seres queridos.

—Tienes mala cara —dijo una voz a su espalda. Ronca, familiar—. ¿Pensando en el tipo de persona horrible que eres?

Simon se volvió y vio a Maia apoyada en la columna que tenía detrás. Llevaba una sarta de lucecitas blancas colgada al cuello y su rostro estaba encendido por el champán y el calor del local.

—O mejor debería decir —continuó—, en el tipo de vampiro horrible que eres. Aunque si lo dijera así, parecería que me refiriera más bien a que eres malo como vampiro.

—Soy malo como vampiro —dijo Simon—. Pero eso no significa que fuera también un mal novio.

Maia le regaló una sonrisa torcida.

—Dice Bat que no debería ser tan dura contigo —dijo—. Dice que los chicos siempre cometen estupideces con las chicas. Especialmente los rarillos que no han tenido mucha suerte con las mujeres.

—Es como si me hubiera leído el alma.

Maia movió la cabeza de un lado a otro.

—Resulta difícil estar enfadada contigo —dijo—. Pero estoy en ello. —Dio media vuelta.

—Maia —dijo Simon. Empezaba a dolerle la cabeza y estaba un poco mareado. Pero si no hablaba con ella ahora, nunca lo haría—. Espera. Por favor. —Maia se volvió y se quedó mirándolo, con las cejas arqueadas inquisitivamente—. Siento lo que hice —dijo—. Sé que ya te lo dije, pero es en serio.

Ella se encogió de hombros, inexpresiva, sin darle a entender nada.

Simon pasó por completo del dolor de cabeza y prosiguió.

—Tal vez Bat tenga razón —dijo—. Pero hay algo más. Quería estar contigo, y sé que te parecerá egoísta, porque tú me hacías sentir normal. Como la persona que era antes.

—Soy una chica lobo, Simon. No muy normal, la verdad.

—Pero tú... tú sí lo eres —dijo él, tartamudeando un poco—. Eres auténtica y de verdad, una de las personas más auténticas que he conocido. Te apetecía venir a casa a jugar a
Halo
. Te apetecía hablar de cómics, ver conciertos, ir a bailar... hacer cosas normales. Y me tratabas como si yo fuera normal. Jamás me llamaste «vampiro diurno», ni «vampiro», ni cualquier otra cosa que no fuera Simon.

—Eso son cosas que hacen las amigas —dijo Maia. Se había apoyado de nuevo en la columna, con los ojos brillantes—. No las novias.

Simon se limitó a mirarla. La cabeza le retumbaba como si tuviera latido de verdad.

—Y luego apareces con Jordan —añadió ella—. ¿En qué estabas pensando?

—Eso no es justo —protestó Simon—. No tenía ni idea de que era tu ex...

—Lo sé. Me lo dijo Isabelle —le interrumpió Maia—. Pero eso no te libra de nada.

—¿Ah no? —Simon buscó con la vista a Jordan, que estaba sentado solo en la mesa redonda cubierta con mantel, igual que el pobre chico al que le han dado plantón el día de la fiesta de fin de curso. De pronto Simon se sintió muy cansado: cansado de preocuparse por todo el mundo, cansado de sentirse culpable de cosas que había hecho y que probablemente haría en el futuro—. ¿Y te contó también Izzy que Jordan pidió ser nombrado mi vigilante para poder estar cerca de ti? Tendrías que oírlo preguntar por ti. Incluso su forma de pronunciar tu nombre. Cómo me atacó cuando vio que te estaba engañando...

—No me estabas engañando. No salíamos de forma exclusiva. Engañar es otra cosa...

Simon sonrió cuando Maia dejó de hablar, sonrojándose.

—Supongo que es bueno que lo odies tanto que estés dispuesta a tomar partido contra él pase lo que pase —dijo.

—Han pasado años —dijo ella—. Y en ese tiempo nunca ha intentado ponerse en contacto conmigo. Ni una sola vez.

—Lo intentó —dijo Simon—. ¿Sabías que la noche que te mordió era la primera vez que se transformaba?

Maia negó con la cabeza, sus rizos flotaban, sus grandes ojos oscuros muy serios.

—No. Pensé que sabía...

—¿Que era un hombre lobo? No. Sabía que últimamente estaba perdiendo el control, pero ¿a quién se le ocurriría achacar eso a estar convirtiéndose en hombre lobo? El día después de morderte fue a buscarte, pero los
Praetor
se lo impidieron. Lo mantuvieron alejado de ti. Pero incluso así, él nunca dejó de buscarte. No creo que haya pasado un solo día en estos dos últimos años en el que no se haya preguntado por tu paradero...

—¿Por qué lo defiendes? —susurró ella.

—Porque debes saberlo —dijo Simon—. He sido una mierda de novio y te debo una. Debes saber que Jordan nunca quiso abandonarte. Que se presentó voluntario para defenderme porque tu nombre aparecía en las notas de mi caso.

Maia abrió la boca. Y cuando negó con la cabeza, las lucecitas de su collar brillaron como estrellas.

—No sé qué se supone que tengo que hacer con todo esto, Simon. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—No lo sé —respondió Simon. Le dolía la cabeza como si estuviesen clavándole uñas—. Pero sí te digo una cosa. Soy el último chico del mundo a quien tendrías que pedirle consejo sobre relaciones amorosas. —Se llevó una mano a la frente—. Voy a salir. Necesito que me dé el aire. Jordan está en esa mesa, si es que quieres hablar con él.

Hizo un gesto en dirección a las mesas y dio media vuelta para alejarse de sus ojos inquisitivos, de los ojos de todos los presentes en la sala, del sonido de las voces y las risas, y avanzó tambaleándose hacia las puertas.

Clary abrió las puertas que daban a la terraza y fue recibida por una ráfaga de aire frío. Se estremeció, pensando en su abrigo pero poco dispuesta a perder tiempo regresando a la mesa para buscarlo. Salió a la terraza y cerró la puerta a sus espaldas.

Era una amplia terraza de suelo enlosado y rodeada de barandillas de hierro forjado. A pesar de las antorchas exóticas que ardían en grandes receptáculos de estaño, el ambiente era gélido, lo que probablemente explicaba por qué allí fuera no había nadie, excepto Jace. Estaba junto a la barandilla, contemplando el río.

Quiso correr hacia él, pero se quedó dudando. Iba vestido con un traje oscuro, la chaqueta abierta sobre una camisa blanca, la cabeza girada hacia el otro lado. Nunca lo había visto vestido así, y parecía mayor y algo distante. El viento que soplaba desde el río le alborotaba el pelo rubio y Clary vislumbró la pequeña cicatriz que le recorría el cuello, allí donde Simon lo mordió en su día, y recordó que Jace se había dejado morder, que había puesto su vida en peligro, por ella.

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