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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (28 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Una pregunta subsiste:
¿fueron ellos?
El asesino de Helga Blanchard y su hijo no había sido atrapado aún. Díganme, por favor:
¿fueron ellos?

—Cuando se sepa la respuesta a esta pregunta nuestro precio bajará —afirmó uno de los Walden a un conocido crítico de arte alemán.

Y las muecas de Hubertus y Arnoldus permanecen tensas y rojizas, los carrillos abultan como hematomas de colorete y en sus ojos arden rescoldos de pasadas orgías.

En aquel momento terminaban de acicalarse y se ponían a disposición de un nada habitual equipo de agentes especiales.

—El Arte es así, señorita Schimmel. El Arte con mayúsculas, me refiero... Yo no pido: es el Arte el que pide y ustedes tienen la obligación de complacerlo. —Hubertus le hizo un guiño a su hermano, pero Arnoldus estaba escuchando música a través de los microauriculares y no lo miraba—. Sí, de pelo platino... Me da igual si le resulta muy difícil conseguirlo para esta noche... Lo queremos de pelo platino, señorita Schimmel, no discuta, estúpida... Fru, buuuzzz, zrriiii, zruzruzruuu... Qué lástima, señorita Schimmel, hay interferencias, tengo que colgar... —La lengua de Hubertus aparecía y desaparecía en sus minúsculos labios con gracia y velocidad reptilescas—. Przzzzz, zuuummm... ¡No la oigo, señorita Schimmel...! Espero que sea rubio platino. En caso contrario, preséntese usted misma... Puede traer una gabardina, pero nada más debajo... Zzzzzzzzzssssss... ¡Tengo que colgar!
Auf Wiedersehen!

—¿Con quién hablabas? —preguntó Arnoldus, bajando el volumen de sus microauriculares.

—Con esa imbécil de Schimmel. Siempre está poniendo inconvenientes.

—Deberíamos quejarnos al señor Benoit. Que la pongan de patitas en la calle.

—Que la hagan mendigar en una esquina.

—Que la prostituyan.

—Que la encadenen, le aten un collar, le inyecten la antirrábica y nos la regalen.

—No, no quiero perras. No me gusta limpiar caquitas. Oye, Hubertus.

—Dime, Arnoldus.

—¿Crees que somos felices?

Durante un instante, ambos hermanos contemplaron el techo oscuro de la furgoneta, por el que se deslizaba el luminoso ciclorama de la noche de Munich.

—Es difícil saberlo —dijo Hubertus—. La eternidad es una gran tragedia.

—Además, dura para siempre.

—Por eso es una gran tragedia —concluyó Hubertus.

Trémulos, espejeantes, los cristales del hotel Wunderbar se reflejaron en la carrocería de la furgoneta cuando ésta se detuvo frente a la entrada. Los cuatro agentes se distribuyeron en lugares estratégicos. Saltzer, el jefe de la escolta, hizo una señal y uno de sus hombres introdujo la cabeza por la puerta trasera abierta y dijo algo. Ceremonioso, Hubertus Walden depositó su anatomía en la acera, frente a un pasillo de porteros engalanados. A Arnoldus se le enganchó la chaqueta en la manija. Tiró con fuerza y rasgó el bolsillo. Qué importaba. Tenía alrededor de un centenar confeccionadas por el mismo sastre, y además podía usar las de su hermano.

El agente de Seguridad encendió las luces del vestíbulo de la suite mediante un mando a distancia. Una música ambiental emergió de ocultos rincones con la sinuosa elegancia de un pez morena.

—Todo normal en el vestíbulo, cambio —dijo. Se dirigía al pequeño micrófono colocado bajo sus labios.

El salón contenía la piscina climatizada, el bar y el óleo de Gianfranco Gigli, un discípulo de Ferrucioli bastante prometedor que, por desgracia, había muerto dos años antes de una sobredosis de heroína. Debido a ello, su escasa obra (figuras andróginas enmascaradas vestidas con mallas de bailarín) se había revalorizado. El cuadro de Gigli se recostaba en el suelo cerca de la piscina como una sedosa pantera negra. La máscara poseía los rasgos imprescindibles. Toda la figura estaba orlada por la móvil telaraña de luz de los reflejos del agua. El lugar olía a maderas nobles y cloro y la temperatura era mucho más suave que en el resto de la suite.

—Todo normal en el salón, cambio.

La voz del agente siguió resonando por el laberinto de habitaciones. Hubertus se había encaminado hacia la barra de acero del bar y estaba sirviendo champán. Arnoldus intentaba en vano alcanzar sus zapatos. Se ilusionaba pensando que algún día podría tocarse los pies. Esta incomodidad acabó por agriar del todo su humor.

—Jamás entenderé —estalló con repentina suavidad (nunca elevaba la voz)— por qué el señor Benoit no nos ofrece adornos de ayuda para las giras. Estoy hasta el culo de tanto esfuerzo.

—El culo es redondo. —Hubertus volvía a rellenar la copa—. El culo son dos círculos en algunos; en otros, sólo uno. Por ejemplo, el culo de Bernard... ¿Es dos o es uno?

Por suerte, Arnoldus podía quitarse fácilmente los zapatos sin usar las manos, y eso fue lo que hizo. Los pantalones también cedían tras desabrocharse un botón.

—Hubert, ¿puedes atenuar las luces de esa pared? Dan justo en mis ojos.

—Si te apartaras, dejarían de molestarte, Arno.

—Por favor...

—De acuerdo. No quiero discutir.

—Todo en orden en la sauna, cambio —gemía una voz lejana.

—¿Quieres marcharte de una puta vez, Bernard? Esperamos visita.

—Todo en orden en Bernard, cambio.

—Todo en orden en el culito de Bernard, cambio.

El agente no los miraba mientras revisaba por segunda vez el salón. Estaba inmunizado desde hacía tiempo contra sus burlas. Sabía por qué se mostraban tan impacientes, pero no quería pensar en ello. Es decir, no quería
pensar
en lo que sucedería en esa habitación cuando la visita llegara.

La visita, casi siempre, venía de la mano de un adulto. Si era mayorcito, podía llegar solo, en traje de botones o de camarero, para no despertar sospechas. Pero lo normal era que llegase de la mano de un adulto. Bernard ignoraba lo que ocurría después, y no deseaba saberlo. Tampoco sabía cuándo se marchaba la visita, si es que se marchaba en algún momento, ni de qué manera ni por dónde. No era ése su cometido. «El problema. .. El problema estriba en que...»No es que Bernard tenga escrúpulos de conciencia. No es que piense que está haciendo algo mal al cumplir con su deber. A Bernard le gusta trabajar en la Fundación. Gana más que en ningún otro sitio, su tarea no es difícil (si las cosas no se complican) y la señorita Wood y el señor Bosch son jefes admirables. Ahora bien, Bernard pretende ahorrar lo suficiente para dejar su trabajo y marcharse de la ciudad, de aquélla y de todas las ciudades. Quiere irse a vivir en paz a algún remoto lugar con su mujer y su hija pequeña. Nunca lo hará, y lo sabe, pero no deja de pensarlo.

El problema de obras como
Monstruos,
opina Bernard, era que no podían ser sustituidas. Si los Walden desaparecían, ¿quiénes iban a ocupar su puesto? Sus biografías eran imprescindibles para la pintura como el claroscuro lo era para un Rembrandt. Sin ellos,
Monstruos
no valdría un centavo: no hubiera hecho correr ríos de tinta ni toneladas de
bytes
informáticos; no se hubieran escrito libros enteros ni se mencionaría en las enciclopedias; no hubiera suscitado debates televisivos, disputas feroces entre teólogos, sicólogos, juristas, educadores, sociólogos y antropólogos; nadie les habría arrojado mierda hacia el techo; no habría surgido una legión entera de imitadores; tampoco generaría una cantidad astronómica de beneficios debido a los sustanciosos permisos de exhibición que la Fundación cobraba a los más importantes museos y galerías del mundo. Y aquel viejo productor de Hollywood, Robertson, no estaría contando los días que faltaban para que Van Tysch decidiera poner a la venta su obra.

Monstruos
era la gallina de los huevos de oro. Lo peor era que la gallina lo sabía.

—Todo en orden, cambio y cierro.

—¿Ya te vas, Bernard?

—¿No te gustamos?

—Claro que le gustamos, Arno. El culito de Bernard suspira por nosotros.

Silbando la música de una película, Bernard cerró la puerta insonorizada que comunicaba el salón con el vestíbulo y respiró aliviado. Su trabajo había concluido por esa noche:
Monstruos,
uno de los cuadros más valiosos de la historia del arte, se encontraba a buen recaudo. Y, afortunadamente, ya no oía a los gemelos.

Desde el momento en que el arte se disocia de la moral, todo marcha cuesta abajo, razona Bernard. ¿Es que el Maestro era incapaz de comprenderlo? Hay cosas que no pueden... que no
deben
convertirse en arte jamás, piensa Bernard.

—Voy a darme una ducha —dijo Arnoldus—. Estoy pegajoso de pintura. Confío en que no te hayas bebido todo el champán, Hubert.

—No lo he hecho, no lo he hecho. ¿Cómo puedes creerme tan jodidamente aprovechado?

—Hay algo de vaho en el salón. Baja la temperatura de la piscina, por favor.

—Me gusta cálida, cálida, cálida. Ahm, ahm, ahm.

Arno hizo un gesto de indiferencia y se dirigió al lujoso cuarto de baño a través del pasillo que comunicaba con el salón. Se oyeron los grifos de las duchas y su voz de
castrato
atacando un aria.

Hubertus palmeó el agua con las manos. La piscina era kilométrica y tenía forma de ruedo. Ellos lo habían exigido así. Todo lo circular era muy del gusto de los Walden. Geométricamente correcto en relación con sus anatomías. Sicológicamente correcto en relación con sus preferencias: las juveniles obras de
The Circle,
por ejemplo. Y uno de sus mejores grupos de fans (tenían miles de admiradores en todo el mundo) se llamaba
The Circle of Monsters
y les enviaba pegatinas redondas con lemas que defendían la libre expresión del arte y atacaban la intolerancia.

Oyendo la lejana pelea de Arnoldus con la ópera, Hubertus se agachó, avanzando como una boya a la deriva. La etiqueta amarilla colgada del cuello flotaba en el líquido turquesa, remolcada por el gelatinoso cilindro de carne. En el centro de aquella piscina, Hubertus Walden se sentía el Huevo Primordial, el Óvulo solitario en el instante supremo de la fecundación. La profundidad era la misma en todas partes: estando de pie, el agua le llegaba un poco por arriba del vientre. Abuelito Paul no quería de ninguna manera que se ahogasen, oh, no. Entrecerró sus ojos engastados en grasa como pequeñas sortijas y la luz vacilante del agua se le deshizo en rayas blancas. Era maravilloso vivir rodeado de lujo, ser acariciado por las ondas de aquel estanque inmenso calentado a la temperatura exacta. Se preguntó si el cabello rubio platino natural produciría reflejos en el techo cuando la luz de los apliques incidiera directamente sobre él.

Su hermano maltrataba otra aria desde el baño. Oyéndolo, Hubertus pensó que Arnoldus era un ser abyecto, perverso, cobarde y vicioso. Lo odiaba profundamente pero no podía vivir sin él. Lo consideraba como a sus propias vísceras: algo íntimo, inevitable, repugnante. En la escuela primaria, Arno era quien hacía las cosas malas, pero los castigaban a los dos.

«Uno rompe el plato, lo pagáis ambos», decía la señorita Linz, de ojos destellantes. Y así había sido toda la vida, con papá, con los jueces, con la policía. Aquella gorda, fofa y enfermiza criatura que ahora desafinaba en el cuarto de baño (siempre con discreta suavidad) era quien había llevado a Hubertus por el mal camino. ¿Acaso no había sido Arnoldus el que había improvisado el plan de diversión con Helga Blanchard y su hijo?


A quell'amor... quell'amor ch'è palpito...

Lo recordaba todo de forma fragmentaria, como envuelto en brumas doradas, casi como un fascinante bombón: los ojos dilatados del terror materno, hmmm, los chillidos «destrozatímpanos», las pequeñas manos crispadas...

—...
Dell'universo... Dell' universo intero...

...
ramalazos de carne frágil, hmmm, bocas que se abren en círculos perfectos, una redondez exangüe...

—...
Misterioso, misterioso altero...

Al principio parecía que habían vuelto a meter la pata. Aquel pintor aficionado, instalado en las proximidades de la casa de Helga Blanchard, los había visto. Pero la defensa del joven abogado con caspa en el pelo había sido extraordinaria. Lo que poseía todas las trazas de convertirse en el final de sus vidas resultó ser un maravilloso comienzo. La serpiente se muerde la cola. El círculo perfecto. Qué bella armonía la del círculo, particularmente cuando no se mueve, cuando está muerto o paralizado y puede recorrerse mediante un simple gesto del dedo. Y qué gran hombre, Bruno van Tysch. Gracias a él tenían la vida que deseaban y una porción nada desdeñable de inmortalidad. Ser obra de arte era algo maravilloso.

Se dio la vuelta, mecido en terciopelo tibio.

Fue entonces cuando se percató de que la obra de Gigli se había movido.

—...
Croce e delizia... delizia al cooor...

Una miopía de gotas de agua invadió sus ojos. Se los frotó. Miró de nuevo.


Croce, croce e delizia, croce e delizia... delizia al cooooor...

El cuadro, una sombra flexible con máscara negra, la silueta de un esgrimidor de luto, caminaba con lentitud hacia la barra del bar. Lo hacía con tanta naturalidad que, al pronto, Hubertus pensó que quería simplemente echar un trago. «¡Pero no puede! —comprendió entonces—. ¡Ahora mismo es obra de arte! ¡No puede moverse!»

—¿Qué haces? —preguntó. Elevó tanto la voz que al final soltó un gallo.

La obra de Gianfranco Gigli rodeó la barra sin contestar, se agachó y sacó algo. Un maletín. Volvió a dar la vuelta, se situó a espaldas de Hubertus y soltó los cierres metálicos, que sonaron a disparo en el inmenso y casi silencioso salón
(ah, aaaah, ah-ah-ah-aaaaaaahhh,
tremolaba la remota voz de Arno).

Hubert pensó en llamar a su hermano, pero titubeaba. La curiosidad lo mantenía callado. Desplazó su enorme anatomía hasta el borde curvo de la piscina. El Gigli manipulaba un objeto sobre la mesa. ¿Qué era? Algo que había extraído del maletín, sin duda. Ahora lo dejaba a un lado y cogía otra cosa. Lo hacía todo de forma tan delicada, tan suave, tan pulcra, que Hubertus, por un instante, aprobó su conducta. Nada había más placentero para él que la sutil delicadeza de las formas: un bailarín; un niño; una tortura.

Dedujo que tenía que tratarse de un retoque de Gigli. Quizás el pintor había decidido convertir la obra en una
acción
no interactiva. Desde luego, aquello tenía que ser arte. En el mundo del arte todo es válido y nada posee un significado intrínseco. Las cosas son arte porque sí, porque los artistas lo deciden y el público lo admite. Hubertus recordaba una obra de Donna Meltzer,
Reloj,
que giraba atada a la pared a un ritmo horario sobre un fondo de terciopelo, pero la artista había decidido que atrasaría todos los días diez minutos y se pararía al cabo de dos semanas. Los cuadros no siempre hacen lo mismo. Algunos evolucionan siguiendo un patrón diseñado por su creador. ¿Y éste? Había cambiado. Nuevas instrucciones, sin duda. ¿Para simbolizar qué? ¿La sociedad mecanizada (por eso sacaba aquellos extraños artilugios)? ¿El símbolo de la autoridad (una pistola)? ¿Los
mass media
(una grabadora portátil y una cámara de vídeo en miniatura)? ¿La violencia (un juego de instrumentos punzantes)? De todo un poco, quizá. Lo que Gigli quisiera. Al fin y al cabo, él era el pintor y el único que podía...

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