Clarissa Oakes, polizón a bordo (33 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—Muy bien —dijo Stephen, y después de mirar la lista continuó—: dime, ¿estamos muy lejos de Moahu?

—A unos cuatro días de navegación. Quiero suavizar las cosas mañana y dejar que todos pasen el domingo descansando. El lunes haremos prácticas de tiro para que se les abra el entendimiento y por la tarde es posible que les diga lo que pasa.

—Comprendo. Respecto a la lista, he puesto una marca junto al nombre de los menos apropiados desde el punto de vista médico, pero eso no les desacredita.

—Muchas gracias. Luego, naturalmente, está el asunto de quién tendrá el mando, pero no sé si preguntarte a ti por tus compañeros…

Stephen puso una expresión grave y dijo:

—Hablando solamente como cirujano de la fragata, te diré que no excluiría a ninguno de ellos.

—Me alegra saberlo.

Hubo un embarazoso silencio y Stephen, para romperlo, comentó:

—Si tuviéramos tiempo y espacio suficiente, podrías escogerlos al estilo irlandés. ¿Te hablé alguna vez de Finn Mac Cool?

—¿El caballero a quien le gustaba tanto el salmón?

—El mismo. Estaba al mando del ejército de la nación, el Fianna Eirion, y nadie, cito esto de memoria, Jack, y aunque es falible, al menos estoy seguro de las cifras, nadie era admitido en ninguna de las siete cohortes que lo componían hasta que no se aprendiera los doce libros de poesía irlandesa y pudiera recitarlas todas de memoria. El candidato también tenía que defenderse con la rodela y la espada de un ataque consistente en el lanzamiento de una jabalina por nueve miembros de la compañía separados de él por nueve surcos, y si cortaba la jabalina con la espada o paraba el golpe con la rodela y no tenía ninguna parte del cuerpo ensangrentada, era admitido, si no, no. Además, si el candidato, al atravesar el bosque más tupido de Irlanda, perseguido por las siete cohortes corriendo lo más rápido posible, era alcanzado por alguna de ellas, no era admitido en ninguna; sin embargo, si adelantaba a todas sin perder ni un pelo ni romper ninguna rama caída pisándola, saltando por encima de cualquier árbol de su misma altura que encontrara a su paso y pasando por debajo de arbustos a la altura de la rodilla y era capaz de sacarse con las uñas una espina del pie, en caso de que se le clavara alguna, sin interrumpir la carrera, era admitido, si no, no.

—¿Dijiste doce libros?

—Doce libros, te doy mi palabra.

—¿Y todos de memoria? Por desgracia, como hay un domingo por medio, no creo que se pueda lograr.

El domingo en cuestión fue, sin duda, un día de descanso, o al menos de tanto descanso como era posible en un barco que estaba navegando. Es cierto que a los marineros les ordenaron subir los coyes media hora más temprano y que desayunaron rápido para que la cubierta pudiera alcanzar enseguida un alto grado de perfección y los pocos objetos de latón que había en la fragata brillaran al sol. Además, los marineros con largas coletas (la
Surprise
estaba un poco pasada de moda en algunos aspectos, y en la dotación había más de cincuenta hombres que las tenían extraordinariamente largas) tenían que soltárselas y pedir a algún compañero que se las hiciera de nuevo, en muchos casos después de lavarse el pelo, y todos los tripulantes debían ponerse la ropa que habían lavado el jueves y arreglarse para pasar revista.

Se pasó revista perfectamente bien. El viento, aunque era más flojo que días atrás, tenía una intensidad constante, no formaba ráfagas ni remolinos, y llegaba por la aleta. Y en cuanto al capitán, aunque no estaba muy alegre, podía decirse que ya no tenía resentimiento. Cuando todo estaba preparado para celebrar la ceremonia religiosa, los tripulantes observaron que no cogía el Código Naval y dejaba que Martin pronunciara el sermón.

Martin no tenía alma de predicador. No se consideraba capacitado para guiar a los demás en cuestiones morales y mucho menos en cuestiones espirituales y los pocos sermones que había pronunciado en la
Surprise
, mucho tiempo atrás, cuando viajaba en ella como capellán en vez de ayudante de cirujano, habían sido mal recibidos. Ahora se limitaba a leer los que habían escrito otros más dotados para ello o al menos con más confianza en sí mismos. Cuando Stephen pasaba por la entrecubierta para ir de la enfermería a la cabina, donde había rezado un rosario con Padeen y otros papistas, oyó la voz de Martin, que decía:

Que ningún hombre diga: «No puedo dejar de hacer una fortuna porque me he pasado toda mi juventud estudiando». ¿Cuántos hombres han estudiado matemáticas más noches que él, hasta que se han quedado ciegos o se han vuelto locos y han terminado mendigando en una esquina? Que ninguno arguya: «Pero yo estudié una profesión que reporta beneficios.» ¿Cuántos han hecho eso también y, sin embargo, no han conseguido ganarse el favor de un juez? ¿Y cuántos que han hecho todo eso han chocado contra una roca en el mar, aunque la marea era alta, y han perecido?

Y un poco más tarde oyó:

¡Qué escaso tono festivo y qué escasa importancia tiene la celebración de los 900 años de Matusalén! ¡Qué poco valor tiene un hombre que dice: «Esta tierra ha estado a mi nombre y al de mis antepasados desde la conquista»!

¿Qué ayer es ese? Ni seiscientos años. Si creyera en la transmigración de las almas y pensara que mi alma ha habitado sucesivamente en una u otra criatura desde la Creación, ¿qué ayer es ese? ¿Qué ayer para el pasado y qué mañana para el futuro es cualquier término que puede entenderse mediante cifras o fichas?

Jack comió ese día, y muy bien. Comió pescado del que había traído Stephen, cordero del año anterior y un excelente perro moteado, con varios invitados: Stephen, naturalmente, Pullings, Martin y Reade. Como la fragata navegaba a tan gran velocidad, con el agua pasando rápidamente por los costados con un susurro, era imposible que no tuvieran alegría, aunque la de Pullings y Reade era menos intensa porque ambos todavía sentían vergüenza por la deplorable exhibición que habían hecho en Annamooka, y después que terminó la comida todos subieron al alcázar a tomar el café.

La señora Oakes, que comía poco después de las doce, estaba allí desde hacía rato. Tenía la silla colocada cerca de la parte del coronamiento próxima a sotavento y apoyaba los pies en un taco en forma de queso que había puesto allí William Honey, un marinero que todavía era su admirador, como todos los que comían en la misma mesa que él. Estaba sola, pues su esposo estaba dormido, al igual que West y Adams y casi todos los marineros que no estaban de servicio, por lo que las cofas del mayor y el trinquete estaban llenas de marineros tumbados sobre las alas plegadas, con los ojos cerrados y la boca abierta como patanes holandeses en un campo cultivado. Davidge, el oficial de guardia, se encontraba en su puesto habitual, junto al empalletado, en el lado de barlovento. Jack condujo a su grupo hasta el coronamiento y preguntó a Clarissa cómo estaba.

—Muy bien, señor. Sería una desagradecida si no me sintiera muy contenta cuando me llevan por el mar de esta forma espléndida. Avanzar con rapidez por un camino en un coche bien sujeto es encantador, pero no tiene comparación con esto.

Jack le sirvió café e inició una conversación sobre las desventajas de viajar por tierra, pues los coches volcaban, los caballos huían o se negaban a caminar y las posadas estaban abarrotadas. En realidad, sólo hablaban Jack, Clarissa y Stephen, porque los otros se limitaban a sostener las delicadas tazas de café mientras hacían todo lo posible por parecer tranquilos y a tomar un sorbo de vez en cuando. Por fin Martin hizo su aportación con un relato de un terrible viaje por Dartmoor en una calesa. Se le cayeron las ruedas cuando fue alcanzada por una tormenta que venía del oeste y estaba anocheciendo y la pezonera cayó en el barrizal sin fondo y los caballos empezaron a dar fuertes relinchos. Martin no era uno de esos pocos hombres que podía hablar con naturalidad cuando estaba en una situación delicada, y Stephen se dio cuenta de que a Clarissa eso le hacía gracia, aunque lo ocultaba y le animaba a proseguir prestándole atención y haciendo oportunas exclamaciones como: «¡Cielos!» «¡Dios mío!» «¡Qué horrible debe de haber sido!»

De ahí, tal vez para ilustrar que el viaje por mar era mucho más cómodo, pasaron a hablar del banquillo donde apoyaba los pies.

—¿Por qué lo llaman taco de queso? —preguntó ella.

—Creo que es queso de taco, señora —dijo Jack—. Se le llama queso porque tiene forma cilíndrica como un estrecho y alargado queso de Stilton, y taco porque sirve para taponar las armas. Ha visto a algún hombre cargar su escopeta, ¿verdad?

Clarissa respondió con un movimiento de cabeza.

—Primero mete la pólvora, luego la bala y después, con el atacador, coloca un taco encima para que todo se mantenga en su sitio hasta que decida disparar. Eso es lo mismo que hacemos con los grandes cañones, pero, naturalmente, los tacos son mucho mayores.

Clarissa volvió a asentir con la cabeza y Stephen tuvo la impresión, mejor dicho, la certeza de que si hablaba su tono sería tan poco natural como el de Martin.

—Ahora que lo pienso —dijo Jack, volviendo la cabeza hacia el este y mirando complacido el horizonte, donde dentro de poco aparecería la isla de Pascua si las mediciones hechas con sus dos cronómetros, y las últimas lunares y de mediodía eran correctas—. Ahora que lo pienso, me parece que no ha visto nunca esa operación porque siempre ha estado bajo cubierta. Mañana vamos a hacer prácticas de tiro disparando a un blanco y si le apetece verlas, suba a cubierta. Podría ver bien todo desde la crujía, junto al empalletado. Pero tal vez no le gusten las explosiones. Sé que no a todas las damas elegantes les gusta oír una detonación de cerca, aunque simplemente sea la de una escopeta —añadió, sonriendo.

—¡Oh, señor, no soy una dama tan elegante como para que me afecte el estruendo de un cañón! —exclamó Clarissa—. Me gustaría mucho presenciar las prácticas de tiro mañana. Pero ahora tengo que irme porque debo despertar a mi esposo, pues me encargó que le llamara mucho antes de empezar la guardia.

Se puso de pie y ellos hicieron una inclinación de cabeza. Cuando bajaba la escala de toldilla, el vigía que estaba en el tope de un mástil gritó:

—¡Tierra a la vista! ¡Cubierta, tierra por la amura de estribor! —Luego, en voz más baja, para que sólo lo oyeran los compañeros que estaban en la cofa, añadió—: Es una isla larga con un montón más de esas malditas palmeras.

El lunes por la mañana temprano, cuando el sol, más allá de las tranquilas aguas, estaba muy bajo, y se veían los dos puntos más distantes de su halo separados por una distancia de un estadio, aunque dentro de poco quedarían ocultos tras las pequeñas crestas de las olas, el capitán Aubrey mando desplegar las juanetes. Los marineros subieron corriendo a lo alto de la jarcia y casi aplastaron a Stephen y a Martin, que estaban en la cofa del mesana con el catalejo apoyado en la barandilla y dirigido hacia atrás, hacia la isla y la nube de pájaros que la sobrevolaba.

—Estoy convencido de que es un atolón y de que es vasto, sumamente extenso —afirmó Stephen—. Si subiéramos un poco más, tal vez podríamos verlo hasta el otro lado o al menos ver una parte del gran círculo.

—No me gustaría interrumpir el trabajo de los marineros —dijo Martin.

Stephen miró hacia arriba cuando los marineros se desplazaron hacia abajo con rapidez y los que estaban en los penoles se movieron hacia dentro de un salto, como gibones, así que no insistió.

—Hemos estado navegando frente al atolón toda la noche, y aunque en cualquier punto del borde de la laguna hay apenas una distancia de tiro de mosquete entre la parte exterior y la interior, su superficie es enorme y, sin duda, también es enorme la cantidad de animales y plantas que viven allí, como las palmeras, los pájaros y algunos arbustos bajos que hemos visto desde lejos. ¡Pero quién sabe si alberga interesantes aves rapaces, parásitos desconocidos, especies no descritas de moluscos e insectos, sobre todo arácnidos! Y es posible que también haya mamíferos de antes del diluvio o algún murciélago singular que nos hagan conseguir la inmortalidad. Pero, ¿la veremos algún día? No, señor, no la veremos. Dentro de poco la fragata orzará y se alejará y los tripulantes pasarán horas,
horas
, repito, disparando al desierto mar con la excusa de que eso «les abre el entendimiento», aunque, en verdad, lo único que hace es asustar a los pájaros. Pero no se detendrá ni cinco minutos para que podamos coger al menos un anélido.

Stephen sabía que había dicho eso antes, frente a las numerosas islas y costas de lugares deshabitados por las que habían pasado y ya no volverían a pasar. Además, pensaba que posiblemente resultara aburrido, y, no obstante eso, la sonrisa tolerante de Martin, aunque, en realidad, era un esbozo de sonrisa, le molestó mucho.

Después de la comida, donde estuvieron los dos solos, dijo a Jack:

—Ayer en el desayuno, cuando me hablaste de tus primeros días en la mar, cité unas palabras de Hobbes.

—¿Ese tipo instruido que dijo que los guardiamarinas eran desagradables, torpes y pequeños?

—Bueno, la verdad es que hablaba de la vida del hombre, de la vida que no alcanza el desarrollo que potencialmente tiene, y yo tomé prestadas sus palabras y las apliqué a los guardiamarinas.

—Y muy bien aplicadas.

—Sin duda. Pero después mi conciencia me dijo que mis palabras no sólo eran inapropiadas sino también inexactas. Busqué ese pasaje esta mañana y, naturalmente, mi conciencia tenía razón… ¿Acaso se equivoca alguna vez? Pues bien, había omitido las palabras
solitario y pobre
. Dijo: «Solitario, pobre, desagradable, torpe y pequeño». Aunque
pobre
podría ser apropiado…

—Muy apropiado.

—La
soledad
no tenía nada que ver con la abarrotada camareta de guardiamarinas de tu juventud. La falsa cita fue, por tanto, uno de esos despreciables y pretenciosos intentos de decir algo ocurrente que tanto he criticado en otros. Sin embargo, te he contado todo esto no con el propósito de golpearme el pecho diciendo
mea culpa, mea maxima culpa
, sino para decirte que en la misma página encontré que Hobbes, un tipo instruido, como muy bien has dicho, pensaba que el orgullo, después de la rivalidad y la falta de confianza en sí mismo, era la causa principal de las peleas, y que cosas tan insignificantes como una palabra, una sonrisa, una opinión contraria o cualquier signo de que uno es infravalorado basta para provocar una reacción violenta, mejor dicho, destructora. Había leído ese pasaje antes, desde luego, porque estaba en la misma página que el otro, como dije, pero su fuerza había pasado desapercibida hasta hoy, cuando justamente una cosa tan insignificante…

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