Clemencia (12 page)

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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

BOOK: Clemencia
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— No sería difícil, ya me conoces, soy original en mis ideas. No he amado nunca, porque no he encontrado jamás el alma a la altura de las cualidades físicas, y sería triste para mí amar una bella estatua. ¿Pues no hay bastante belleza con la de la mujer? Yo busco en el escogido de mi corazón, la fuerza, la energía, la inteligencia y la elevación de sentimientos: todo eso he creído entrever en Fernando. Hasta hoy, no sé enteramente si es mi ideal, porque menos confiada que tú, no acepto tan fácilmente a un desconocido. Creo en su talento, porque eso se revela desde el primer instante; pero aún no conozco ni su valor personal ni la generosidad de sus acciones. Así es que me reservo. Mira: no le amo aún; pero si cualquier suceso me hiciese conocer de una manera indudable las grandes dotes que le supongo, le amaría con toda mi alma, le adoraría y procuraría hacerle dichoso con toda la pasión de que una mujer es capaz. Nada habría en el mundo que me detuviera para ser suya; ni la fortuna ni la gloria tendrían para él más tesoros que los que podrían ofrecerle mi amor ardiente y mi ternura inmensa. ¡Feliz el hombre a quien yo ame, Isabel, porque le amaré como no se acostumbra amar hoy, como es difícil que se ame en el mundo! ¿Y ya me ves tan altiva, tan desdeñosa, tan exigente? Pues te aseguro que sería yo una mujer humilde, una pobre esclava que estaría pendiente de sus ojos para complacerle, y una leona para disputar su amor... la muerte misma me parecería dulce recibirla de su mano.

— ¡Clemencia!... Nunca te he oído hablar así... ¡Me encantas y me causas terror!

— ¡Oh! te causo terror porque tú eres dulce y tímida, porque tu amor es una lágrima de ángel... mi amor sería una llama devoradora, un volcán. Pero tranquilízate... no amo todavía así a tu primo. Más tarde le amaré quizás... Pero falta mucho para eso. Sería preciso que un grande rasgo de corazón, una cosa extraordinaria me hiciese admirarle, y entonces no habría necesidad de más, le amaría. Yo soy de esas mujeres en quienes el amor entra por las puertas de la admiración. Me parece difícil que llegase a apasionarme de un hombre sin admirarle primero; desdeño lo vulgar, y me siento capaz de amar toda mi vida a un mártir que hubiera perecido en un cadalso, y de convertir su memoria en un culto perpetuo; así como me parece imposible querer a algún pequeño hombre a quien la fortuna elevase sin merecerlo a la cumbre del poder, o a otro a quien la suerte caprichosa hubiese dotado de riquezas, o al triste mortal que no contara más que con el atractivo vulgar de una hermosura de Adonis, sólo buena para decorar mi jardín o para ocupar un lugar en mi aparador de juguetes.

— Pues bien, Clemencia, justamente se acerca la ocasión en que podrás experimentar el alma de Fernando... la guerra que va a seguirse tal vez le dará oportunidades de darte a conocer su valor y su temple.

— Bien pensado: no es el valor vulgar el que me fascinaría... Valientes hay muchos, en nuestro país sobran, y desde el soldado raso hasta el general hay para admirar a todos... Si Fernando no fuera más que un oficial atrevido, poco habría adelantado en mi corazón. Pero tú sabes que hay acciones que sobrepasan la esfera de lo común; yo no sé precisamente lo que quiero, no acierto a expresarte mi pensamiento... Se me figura que un proscrito, perseguido por todo el mundo, un mártir, un hombre que subiera al cadalso por su fe y por su causa, abandonado de todos, hasta del cielo... ese sería el hombre a quien yo amase... Y me hago la ilusión de arrebatarle de las gradas del cadalso, de ser yo su libertadora y de llevármelo conmigo para hacerle sentir el cielo, después de haber pisado los umbrales del infierno. ¡Qué quieres!... soy así... hay mucho de singular en mis deseos y en mis ideas.

— Sí, verdaderamente me espantas... ¡Un condenado a muerte!... A nadie le ocurriría, te lo juro... Apuesto a que te has enamorado de algún héroe de novela.

— Leo pocas, ya lo sabes, y las que he leído no tienen condenados a muerte. Es una idea mía nada más.

— De suerte que mi pobre primo tendría que hacerse coger prisionero por los franceses y conducir a Guadalajara y fusilar en la plaza para que tú le amases después.

— Puede ser que no lo lograra simplemente con eso, Isabel. Yo te digo que no sé lo que quiero precisamente; pero quiero la desgracia, y la desgracia ganada de un grande rasgo del corazón.

— Amor imposible entonces.

— Muy difícil de todos modos, querida niña —dijo Clemencia suspirando y quedándose un momento pensativa.

XXI. El amor de Enrique

Quince días después de la conversación que acabo de referir, Clemencia recibió un billete en que Isabel le suplicaba que pasase a verla inmediatamente, pues estaba enferma.

Clemencia se dirigió presurosa a la casa de su amiga, a quien encontró en un estado lamentable. La hermosa rubia tenía impresas en el semblante las huellas del más terrible sufrimiento. Los bellos colores habían desaparecido de sus mejillas, su rostro estaba enflaquecido y sus ojos azules parecían apagados por las lágrimas.

Luego que Isabel vio a Clemencia se levantó y se arrojó en sus brazos sollozando con amargura.

— ¿Pero qué es esto, Isabel? —preguntó Clemencia besando a su amiga—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te veo así? ¿Estás enferma?

— ¡Sí, del alma, Clemencia, me estoy muriendo, y te llamo porque en mi desesperación necesito confiarte mis pesares, necesito que los alivies!...

— Y bien, hija mía, dime ¿qué ha sucedido? Hace una semana que no te veo, te creía feliz, muy feliz, puesto que me olvidabas... y encontrarte así me sorprende. Siéntate y habla...

— Me alegro de que hayas venido ahora; mi madre está ausente y podré decirte todo. Enrique...

— Ah, ya me lo esperaba yo. Enrique...

— Enrique no me ama ni me ha amado nunca; ese hombre no tiene corazón, y tenías razón sobrada para aconsejarme que no confiara en sus palabras. ¿Sabes lo que ese libertino quería? Quería mi deshonor, quería mi vergüenza.

— ¡Cómo! ¿Es posible? ¿Se ha atrevido a insultarte el infame?

— Comenzó, como te dije, por hablarme de amor con el lenguaje de la sinceridad: dos semanas ¿comprendes? dos semanas de un trato constante habían acabado por hacerme perder la poca reserva que había tenido para él. Verle era una necesidad para mí, necesidad tanto más irresistible cuanto que mi pasión ha llegado al extremo. Estoy loca, no pienso sino en él, no hablo sino de él, no quería vivir sino para él; pero antes que mi felicidad estaba mi honra, que Dios me da bastantes fuerzas para conservar intacta y para defender aun a costa de la paz del alma, porque yo no te ocultaré, he jurado no volver a hablarle; pero le amaré toda mi vida: es un libertino, es un malvado, pero me es imposible borrar su imagen de mi corazón, me es imposible aborrecerle y despreciarlo como merece.

— Pues bien —interrumpió Clemencia cada vez más asombrada de lo que oía— ¿qué te ha dicho, qué te ha hecho?

— Ya desde hace seis u ocho días sus palabras eran para mí sospechosas; había perdido su voz ese acento de respetuoso cariño que había hecho tanta impresión en mi alma, sin por eso alarmar mi delicadeza. Sus miradas no eran las del esposo, sino las del seductor mundano y atrevido que se detiene en examinar a su víctima antes de sacrificarla. Sus ojos me hacían mal y me obligaban a apartar de ellos los míos, llena de turbación. Tenía miedo de hallarme a solas con él. Mi madre, confiada como yo en el carácter caballeroso de este hombre, no recelaba de su parte ninguna intención depravada, ni la recela aún, porque nada he querido confiarle; me moriría de vergüenza si tuviera que decírselo. Me hablaba de pruebas de amor, de preocupaciones sociales, de que la pasión no conocía limites ni reservas, de que él amaría toda su vida a la mujer que se sacrificase por él, tanto más, cuanto mayor fuera su sacrificio. Ya tú veras por todas estas frases que iba encaminándose a su objeto. Nada le respondía yo a esto, y escuchaba temblando semejantes expresiones sin parecer hacerles caso; o bien le hablaba de nuestro matrimonio y de nuestro porvenir. Pero ayer vino y me halló sola, como otras veces, le vi desde luego pensativo y triste, preguntéle qué tenía y me respondió que Uraga con los restos de su ejército derrotado en Morelia había llegado ya a Jalisco, que el ejército francés se había puesto en marcha para Guadalajara y que sus avanzadas llegaban ya a León; que el general Arteaga iba a salir de aquí dentro de dos o tres días, y que naturalmente tendría que irse con él. Que nuestro matrimonio, por todas esas razones no podría realizarse tal vez nunca, y que estaba resuelto a morir antes que perderme; que me suplicaba, que me pedía de rodillas, que huyese con él, o si no me resolvía a abandonar a mi madre, que quería llevar la última, la más grande prueba de mi amor para marchar tranquilo y no desesperarse pensando en que yo pudiera olvidarle por otro; que de esa manera sería yo su esposa ante Dios, aunque las necias fórmulas del mundo faltasen a nuestra unión. ¡Ay, Clemencia! tú comprenderás mi sorpresa y mi dolor. Quedé muda y temí morir. Él, Enrique, el hombre a quien en tan pocos días he podido amar con frenesí porque creía que me amaba con tanta ternura como pureza, porque juzgué que en él se reunían todas las cualidades del amante, del esposo y del caballero, ¡él, hacerme semejante proposición! ¡El creerme una de esas muchachas sin pudor que se entregan al primer oficial que las seduce; él confundirme con esas desdichadas criaturas que abandonan la casa paterna y con ella la honra, y siguen a sus amantes en el ejército, siendo el ludibrio de todo el mundo! ¡Dios mío!

La pobre joven escondía el semblante entre sus manos enflaquecidas, y gemía con desesperación.

— ¿Y luego? —preguntó con ansiedad Clemencia, a quien aquel relato había puesto en la mayor agitación.

— Y luego ese hombre esperó sonriendo mi respuesta; creía haberme convencido; pensaba que mi silencio, que mi rubor primero, que mi palidez en seguida, que el temblor de mis labios, que la palpitación de mi pecho eran señales de que el amor me vencía... me enlazó con sus brazos y me miró de una manera singular.

— ¿Y bien, Isabel? —me preguntó.

— Y bien, caballero —le respondí levantándome violentamente y desasiéndome de aquellos brazos atrevidos— a esa ofensa que usted acaba de inferirme, a mí que le amaba porque no le conocía... no puedo dar a usted más contestación que señalarle la puerta de esta casa para que salga inmediatamente.

— Pero Isabel —dijo él, asombrado.

— ¡Caballero, salga usted por piedad, salga usted!

— Isabel, va usted a desmayarse, le ruego que escuche, que me perdone...

— Déjeme usted morirme... Usted salga, Flores; cada instante que usted permanece aquí, me ultraja... Yo estaba próxima a desfallecer, aquello era superior a mis pobres fuerzas. Por fin Enrique salió con la cólera retratada en el semblante. Era un libertino humillado, y no un amante que ha cometido un error. Esta es la historia. Yo me adelanté, vacilante de pesar y de vergüenza, hasta un sillón, y allí permanecí sin saber qué era de mí, ahogada por los sollozos, trastornada, muda, sintiendo que dos lágrimas, como dos gotas de fuego, calcinaban mis ojos. ¡Clemencia, Clemencia, esto es horrible, no ames nunca, si has de sufrir así! Pasaron algunas horas; mi madre me encontró abatida, llorosa y pálida, y me preguntó que tenía. No sé qué le respondí; pero calenturienta, delirante, me arrojé en mi lecho, y allí di rienda suelta al llanto que estaba rompiendo mi corazón. No dormí anoche, esto lo debes suponer; no salgo aún de mi aturdimiento, me pesa la vida, no puedo arrancarme del alma este amor, y sin embargo es preciso sofocarlo; el objeto que lo inspira es indigno de él... ¡Mi honra antes que mi dicha, antes que mi vida! Ese es hoy el grito de mi conciencia. ¡Hermana mía! ¡Hermana mía, dame valor!

Clemencia lloraba también, acariciando en su seno el semblante de su infeliz amiga. Después de algunos momentos, repuso:

— Has hecho bien, Isabel mía, has sido digna de ti. Una joven como tú, virtuosa y altiva, debe sacrificar primero su vida que consentir en recibir tamaña ofensa. Ese hombre no es un caballero, y, como te lo decía, es un libertino gastado en los galanteos y en los placeres. No depende de ti dejar de amarle, eso no depende nunca de nuestro corazón. La fatalidad se mezcla en todo esto; pero ya que has resistido tan noblemente a esa prueba penosa, ten valor y no temas; esas tempestades pasan. Es tu primer amor, y por eso, pobre niña, sufres violentamente; pero la lucha no será mortal, tú olvidarás...

— Temo mucho que no sea así, Clemencia; amo a Enrique cada momento más; y despreciando su conducta no me es posible despreciarle a él... esto es lo que me pasa... ignoro si es una locura, pero lo que siento es extraordinario. ¡Y se irá de Guadalajara, y me parece que voy a morir!

Isabel apenas tuvo tiempo de sofocar sus sollozos, porque Mariana entró en ese momento.

— Clemencia —dijo al ver a la amiga de su hija— el amor de ese hombre funesto esta matando a Isabel... Se marcha, y mi hija no puede resistir su ausencia...

— ¡Oh! veremos, Mariana —replicó Clemencia— el amor de usted y el mío la consolarán.

Y sentándose las dos junto a la bella rubia, que desfallecía, se pusieron a acariciarla, llorando también amargamente.

XXII. Otro poco de Historia

En efecto, como Enrique había dicho a Isabel, los sucesos militares tomaban un giro desgraciado. El general Uraga, con el ejército del Centro, había atacado valientemente la plaza de Morelia, ocupada ya por tropas mexicanas al mando del tristemente célebre don Leonardo Márquez. Y a pesar de la bravura de las tropas republicanas, el enemigo triunfó y rechazó a los asaltantes. La estrella de la patria se eclipsaba por entonces, y habían llegado los tiempos de la adversidad.

Este ataque a Morelia ocurrió a fines de noviembre de 1863. Uraga, dejando una división de tropas en el Estado de Michoacán, se dirigió con el resto del ejército al sur de Jalisco y llegó a Zapotlán, donde estableció su cuartel general a fines de diciembre.

Una vez desembarazado el enemigo de estas tropas que habían estado ocupando los Estados centrales, alejado también el general Doblado que había marchado con su división a Zacatecas dejando solo en el famoso cerro de San Gregorio, del Estado de Guanajuato, al valiente joven coronel José Rincón Gallardo, patriota que pertenece a una familia aristocrática (del antiguo marqués de Guadalupe) y que, sin embargo, enarbolaba con entusiasmo el pabellón de la República; una vez libre, repito, de estas gruesas masas de tropas nuestras, el enemigo pensó en hacer avanzar sus legiones a los Estados lejanos, y una división al mando del general Bazaine, compuesta de tropas francesas y mexicanas que habían abrazado su causa, se dirigió a Guadalajara, a donde se propuso llegar a principios de enero de 1864.

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