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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (28 page)

BOOK: Conspiración Maine
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—Imagino. Pero, tenemos entendido que la policía de La Habana tiene abierta una investigación.

—Nosotros no sabemos de barcos. Este asunto sucedió en el puerto, fuera de nuestra jurisdicción, pero al gobierno autónomo se le ha ocurrido hacernos perder el tiempo abriendo una investigación paralela.

—Entiendo. ¿Han llegado a algunas conclusiones?

—Sólo tenemos algunos indicios. Informaciones dispersas sin mucho fundamento.

—¿Como cuáles? —preguntó Lincoln.

—¿Quieren tomar algo? Tengo la boca seca. ¡Manolo! —bramó el coronel. Unos segundos después el cabo entró en el despacho—. Trae un poco de ron. ¿Quieren ustedes algo?

—No, gracias —respondieron los dos hombres. Aunque Hércules notó cómo la boca se le resecaba. Con gusto hubiera tomado un trago, pero intentó quitarse la idea de la mente.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó el coronel revolviendo entre los papeles desordenados de la mesa.

—Indicios, informaciones dispersas —apuntó Hércules.

—Ah sí. Como les decía, algunas conjeturas que no llevan a ninguna parte. Sabemos que hay un grupo de revolucionarios en la ciudad. Un tal Manuel Portuondo, jefe de los rebeldes. Un hediondo que está en La Habana para desestabilizar al gobierno autónomo.

—¿Usted cree que han sido los revolucionarios? —preguntó Lincoln.

—¿Quién sino? Los rebeldes quieren echar abajo este gobierno y promover la independencia. Les interesa que los
yanquis
metan sus narices en Cuba —se quejó el comisario. Su prominente barriga se echó hacia delante y volvió a ocultarse debajo de la mesa.

—¿Pero tiene pruebas de ello? —preguntó Hércules.

—No necesito pruebas para afirmar eso —refunfuñó el comisario.

—Pero, ¿cuáles son esos indicios? —preguntó Hércules apoyándose sobre la mesa.

—Hemos estudiado los barcos que atracaron en la zona los días anteriores al hecho.

—Y bien —dijo el español que no podía disimular la desazón que le producía la lentitud del coronel.

—Curioso, muy curioso. ¿Saben quién atracó unos días antes en el mismo fondeadero?

—No, Coronel —dijo Hércules al tiempo que palmoteaba en la mesa.

—El yate
Bucanero
. Hemos investigado y pertenece a un tal… Esperen —el Guardia civil empezó a remover papeles. En ese momento entró el cabo con una bandeja y dejó una botella de ron y tres vasitos sobre los papeles. El coronel dejó de buscar y de un trago bebió el ron. Sonrió a los dos hombres y les dijo—: Ahh, no hay nada como esta agua de Cuba. Hasta que me destinaron aquí, nunca había probado algo tan rico.

—Entonces, Coronel —dijo Hércules y después dio un suspiro.

—Tuvimos que desalojarlos de allí. Entraron en el puerto sin permiso. Estaban justo al lado del
Maine
—dijo mientras seguía buscando los papeles—. Aquí está —cogió un papel arrugado y manchado de café—. El señor Hearst es el dueño. Un pez gordo norteamericano, según tengo entendido.

—¿Hearst? El magnate de la prensa americana —exclamó Lincoln extrañado.

—Tuvimos que sacarlos del puerto a la fuerza. En el barco había cubanos y norteamericanos. Los cubanos tenían identidad falsa, pero no pudimos probarlo. El embajador Lee intermedió y expatrió a los tripulantes antes de que les pudiésemos echar el guante.

—¿Usted piensa que esos cubanos con nacionalidad norteamericana eran revolucionarios? —preguntó Hércules.

—Sin duda. Una panda de traidores rebeldes —respondió el comisario con cara de asco.

—¿Pudieron dejar alguna bomba y después hacerla estallar?

—Eso es lo que creemos nosotros. Pero el señor Del Peral no ha querido atender a nuestra investigación —se quejó el comisario.

—¿Qué otros indicios tienen? —volvió a preguntar Hércules.

—Encontramos no hace mucho un grupo de rebeldes con explosivos. Después de interrogarlos nos dijeron algo de volar un barco.

—¿Podríamos hablar con ellos? —preguntó Lincoln.

—Me temo que no. Desgraciadamente fallecieron por una indigestión de plomo —dijo el comisario mostrando sus dientes amarillos.

—¿Sucedió algún hecho sospechoso los días previos a la explosión del
Maine
? —Algunos incidentes con los marineros, bueno, nada que tenga que ver con esto.

—¿Ningún hecho extraño? —insistió Hércules.

—Hemos recibido la denuncia de ciertas desapariciones. Nada de importancia, algunos vagabundos y borrachos que andarán perdidos por la ciudad o muertos en las aguas de la bahía.

—¿Qué tiene eso de extraño? —preguntó Lincoln.

—La cantidad. Han denunciado la desaparición de unas cincuenta personas en los días previos a la explosión del barco.

—¿Cincuenta?

—El índice es más alto de lo habitual. Pero, ¿a quién le importa que cincuenta vagabundos desaparezcan? Menos basura por las calles.

—Una última pregunta Coronel, ¿conoce la existencia de un grupo llamado los Caballeros de Colón? —preguntó Hércules. El guardia civil le miró sorprendido y sin responder se sirvió un vaso de ron. Después miró a los dos hombres y les dijo—: Estoy muy ocupado, creo que he respondido a todas sus preguntas. No sé nada de leyendas de vieja ni de sociedades secretas.

—Nosotros no hemos dicho nada de sociedades secretas.

—En La Habana se habla de montones de sociedades secretas, pero la mayoría son inventadas. No he oído nada de la que usted menciona.

—¿Y del incendio de la casa del profesor Gordon? —dijo Hércules mirando directamente a los ojos del guardia civil. El coronel comenzó a sudar.

—El profesor Gordon, según tengo entendido, está fuera de La Habana. Por desgracia se produjo un incendio en su casa anoche debido seguramente a algún descuido del servicio.

—¿No le notificó el profesor un intento de robo en su despacho?

—Eso fue tan sólo una chiquillada de los alumnos de la universidad. El propio profesor nos confesó que no echaba nada de menos —la voz del Coronel empezó a ser cada vez más seca y áspera—. No puedo perder más tiempo. Saben por dónde está la salida, ¿verdad?

—Muchas gracias por todo —dijo Hércules extendiendo la mano. El guardia civil hizo lo mismo, pero el español aprovechó para tirar y atraer el pequeño cuerpo del policía—. Nos volveremos a ver.

Los dos hombres salieron del despacho y el coronel tomó la botella y bebió directamente de ella. Miró el reloj y, tras comprobar que ya había pasado la hora de la siesta, maldijo para sus adentros a los dos agentes. Eso no se le hacía a un funcionario público.

Capítulo 36

La Habana, 21 de Febrero.

La bodega tenía unas enormes tinajas de barro que ocupaban las estrechas paredes abovedadas. Las pequeñas mesas de madera, con las bancadas rígidas de sencillos tablones, dejaban un estrecho pasillo por donde algunos camareros con gracia paseaban con jarras de cerveza, botellas de ron y vino catalán de la peor calidad. En las mesas, los obreros reían a carcajadas intentando retrasar el retorno a sus casas. Cuando Helen entró en la bodega se hizo el silencio. Los hombres se miraron unos a otros, hasta que uno de ellos rompió el fuego lanzando todo tipo de obscenidades a la norteamericana, pero ella impasible pasó entre las mesas y se dirigió al fondo, donde Hércules y Lincoln la esperaban. Uno de los obreros intentó levantarle la falda, pero la periodista dándose la vuelta le soltó una sonora bofetada. Todos se rieron. Una vez en la mesa, Helen se quedó de pie con los brazos en jarra mirando a sus dos compañeros. Ellos la observaron sin poder evitar que una sonrisa corriera por su cara.

—Veo que disfrutan con todo esto —dijo Helen con el ceño fruncido.

—No sabe usted cuánto —contestó Hércules.

—Podíamos haber quedado en algún lugar más…

—¿Decente? Creía que usted estaba acostumbrada a los bajos fondos de Nueva York —dijo Hércules. Lincoln se tapó la boca intentando ahogar una carcajada. Ella le lanzó una mirada desafiante y se sentó en el banco.

—Espero que al menos hayan realizado su trabajo.

—No se siente, nos vamos —dijo Hércules levantándose.

—¿Cómo?

—Teníamos que vernos en algún lugar discreto, pero el profesor nos espera en…

—El burdel —dijo Lincoln reventando en una carcajada. Helen se puso en pie y salió de la bodega con la barbilla alta sin mirar a los lados.

Madrid, 21 de Febrero de 1898.

La escalinata del edificio estaba desierta. A aquellas horas tan intempestivas pocas personas entraban o salían del Ateneo. El horario de biblioteca había terminado, no era día de representación y los miércoles muy pocos socios se acercaban a los salones del centro. El hombre se caló la boina y con los cristales de las gafas empañados por el frío entró en el recinto. Un portero tomó su abrigo y boina, y el hombre se dirigió hacia la cafetería. En el pasillo se sucedían los retratos de los directores de la todavía joven institución. Los últimos años habían sido de relativa calma, pero sin duda se echaba en falta la época en que desde aquel modesto edificio se ponían en duda las decisiones gubernamentales. Pero aquel hombre no estaba aquella noche en el Ateneo para hablar de política. Un hombre corpulento le esperaba sentado en una mesa. El salón estaba completamente vacío.

—Miguel —dijo el hombre levantándose de la silla y abrazando al visitante.

—Pablo. Lamento que nos veamos en tan triste circunstancia —dijo el hombre con una voz afectada.

—La verdad es que te cuesta dejar Salamanca y venir a vernos.

—Madrid siempre está revuelto y más en estos días.

Interior del Ateneo de Madrid.

—Siéntate. ¿Recibiste la noticia? —dijo Pablo, mientras acercaba una silla a su amigo.

—Sí, Ángel y yo nos conocimos hace años, precisamente aquí. España ha perdido a un gran escritor y pensador —comentó señalando las cuatro paredes.

—La policía cree que se suicidó.

—Se lanzó al río. Según me decías en tu telegrama —dijo Miguel sacando un arrugado papel del bolsillo de la chaqueta.

—Al parecer dejó a su novia en casa y se marchó andando a su residencia e, incomprensiblemente, en mitad del puente se lanzó al helado río Dvina. Riga puede ser una ciudad muy deprimente en invierno. Hoy llegó el cuerpo. Al parecer, lo encontraron al día siguiente río abajo —explicó Pablo mesándose la barba blanca.

—Lamentable.

—También te he llamado porque en su casa encontraron unas cartas dirigidas a ti. Estaban con sello y todo, pero no debió de tener tiempo de enviarlas —el hombre sacó de una cartera de cuero negro muy usada un manojo de cartas atadas con un cordel rojo y se las entregó a Miguel.

—Gracias, Pablo.

—Podía haberlas enviado, pero prefería entregártelas en mano. El cuerpo sale mañana para Granada.

—Al bueno de Ángel Ganivet le hubiera gustado que le enterraran allí.

—Si me esperas un rato cenamos juntos.

—Muy bien. ¿Dónde podría leer sin que nadie me moleste? —preguntó Miguel.

—En la biblioteca, a esta hora ya no hay nadie.

—Estupendo.

Pablo se acercó a la puerta y llamó a uno de los conserjes. Un hombre con librea y guantes blancos se acercó al instante.

Foto de Miguel de Unamuno cuando visitó a Pablo Iglesias en vísperas de la Guerra de Cuba.

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