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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (4 page)

BOOK: Conspiración Maine
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Presidente McKinley, uno de los presidentes menos apreciados de su país.

Capítulo 3

La Habana, 18 de Febrero.

El Almirante Mantorella prefirió presentarse de incógnito aquella mañana en el burdel de «Doña Clotilde». No quería ni pensar lo que sucedería si alguien le veía entrar en aquel antro del puerto. Muchos hombres de la alta sociedad frecuentaban sitios peores que aquél, pero se tomaban la molestia de irse hasta Matanzas, para evitar las críticas. Cuando cruzó la calle no pudo evitar mirar a un lado y a otro. Empujó el portalón y entró. Detrás de la puerta la luz del día se transformaba en una penumbra apenas amortiguada por las lacónicas lámparas de aceite que ennegrecían los techos de aquella casa de lenocinio. Mantorella con paso firme, casi marcial, subió las escaleras y se dirigió directamente a la última puerta del pasillo. Sabía adónde iba. Muchas veces había pensado irrumpir en aquella habitación, pero las dudas le asaltaban. Titubeó unos segundos antes de empujar la puerta. Reconocía que lo que pudiera ver detrás de ella no fuera algo agradable, pero en aquella ocasión cumplía órdenes. En los últimos meses los rumores sobre su amigo se habían extendido por la ciudad. Tenía que ver con sus propios ojos si lo que las comadres andaban murmurando era cierto. Aquel hombre había sido su compañero de armas durante casi diez años y lo consideraba un miembro más de su familia.

La puerta estaba entornada, sólo tuvo que empujar levemente para que se abriera por completo. Olfateó un rancio olor a sudor y alcohol. Intuyó una cama desecha y un cuerpo sobre ella. El ambiente oscuro y cargante no le dejó ver mucho más. La luminosidad penetraba por los cercos de las contraventanas. La estancia era amplia; o por lo menos parecía grande en medio de aquella oscuridad. Se dirigió directamente a la ventana y con un brusco movimiento abrió las dos hojas de par en par. La claridad del mediodía invadió la sala. Al girarse contempló lo que quedaba de su amigo. Un cuerpo inerte sobre una cama de sábanas revueltas. Mantorella se aproximó y pronunció un nombre en alto. Entonces observó las manchas de sangre sobre el blanco amarillento de las sabanas y sintió cómo el corazón se le aceleraba.

—¡Hércules! ¡Por Dios, Hércules! —repitió al tiempo que se inclinaba hacia el cuerpo.

Ni el más leve movimiento, ni la más mínima señal de vida. Al zarandearlo palpó la piel humedecida por el sudor mezclado con sangre de la espalda. Dios mío, está todavía caliente, —pensó.

El cuerpo se meneó levemente y comenzó a mover la cabeza.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te has peleado con alguien?

Un hombre con el pelo negro enmarañado y una barba canosa que le cubría todas las facciones, le miró. Los ojos enrojecidos y llenos de legañas eran grandes a pesar de lo hinchados que los tenía y el flequillo que los cubría en parte. Aquel hombre no tenía nada que ver con el capitán Hércules Guzmán Fox, el héroe de la Guerra Chiquita, no pudo más que pensar el Almirante.

—¡Maldita sea! ¿Qué demonios quieres? —gruñó Hércules.

Mantorella se puso en pie. Frunció el ceño y lamentó haber ido. Por muchas vueltas que le daba, sabía que aquello era una mala idea. No podía sacar nada bueno de aquel desecho humano. Un borracho, un traidor, ¿qué esperaba encontrar allí?

—Hércules, tienes que despertar, hay algo importante que tengo que decirte —dijo el Almirante. Al fin y al cabo tenía que informar a Hércules del desgraciado incidente.

—¿Importante? ¿Qué mierda es tan importante para que me saques de mis asuntos? ¿No ves que estoy ocupado? —refunfuñó Hércules apartándose el pelo de la cara e incorporándose en la cama.

Bahía de La Habana vista desde Casa Blanca.

Puerto de La Habana, uno de los más importantes del Caribe.

—La Marina necesita tu ayuda.

—A la mierda con la Marina.

—La reina necesita tus servicios.

—¿Quieres que te diga qué puedes hacer con tu reina? —contestó Hércules torciendo el gesto.

—Por favor, Hércules no… —dijo Mantorella. Su paciencia tenía un límite y su amigo estaba a punto de traspasarlo.

—¿Has venido hasta aquí sólo para decir esas tonterías? Valiente estúpido. Déjame dormir y perdona que no te acompañe hasta la puerta.

Hércules se dio media vuelta intentando ignorar al Almirante. Mantorella miró a su alrededor, cogió un cubo de agua y lo vació sobre su compañero. Éste saltó de la cama como una fiera, por la cara le corría el agua que se escurría por la barba y empapaba la sucia camiseta.

—Maldito cerdo.

—Bueno, ya que no quieres hacerlo por tu honor. Déjame que te explique algo. Juan ha muerto. ¿Te acuerdas de Juan Santiago?

—¿Juan? —preguntó Hércules dejando de apretar la solapa del Almirante—. Pero si era un chiquillo.

—Hace unas semanas viajó a Madrid, tenía que realizar una misión secreta, pero le interceptaron y ahora está muerto. Encontraron su cuerpo a unos kilómetros de la ciudad, río abajo.

—¿Cómo enviaron a Juan a una misión peligrosa? —dijo Hércules volviendo a cargar contra el Almirante. Le sacaba una cabeza y su musculatura todavía conservaba toda su espectacular forma. Mantorella retrocedió unos pasos, pero todavía seguía atrapado por la solapa.

—Juan era un soldado cumpliendo una misión —dijo el Almirante tratando de zafarse.

—Pero, ¿por qué no elegisteis a otro?

—Él solicitó hacer el servicio.

Hércules liberó a Mantorella y perdiendo toda su fuerza se sentó al borde la cama. Después de la primera reacción, ahora parecía un hombre derrotado que comenzaba a hacerse viejo. Su atractivo natural, su piel morena, pálida por la voluntaria reclusión en el prostíbulo, los ojos hinchados y ojerosos. El Almirante le lanzó una última ojeada y recogiendo el sombrero del suelo se dirigió hacia la puerta.

—Mantorella —dijo Hércules—. No sé para qué rayos me quiere la Marina, pero si tiene algo que ver con la muerte de Juan, puedes contar conmigo.

Mantorella le contempló unos instantes, sonrió y le contestó.

—Será mejor que hablemos esta tarde. Pero por favor, aséate un poco y ponte un traje —dijo el Almirante mientras miraba de arriba abajo el desastroso aspecto de su amigo.

—¿Dónde nos encontraremos? ¿En el Palacio de los Capitanes Generales?

—¿Estás loco? Ésta es una misión secreta. Te espero en el hotel Inglaterra a las cinco de la tarde. Sé puntual.

Mantorella echó un vistazo de nuevo a Hércules antes de salir de la habitación. En sus ojos verdes pudo contemplar la misma viveza que muchos años antes había observado en la mirada del general Martínez Campos y Maceo aquella mañana en La Sierra, donde se firmó el
Tratado del Zanjón
. En aquel entonces, ellos dos eran un par de jóvenes oficiales idealistas, veinte años después las cosas habían cambiado radicalmente, pero seguía habiendo algo en aquella mirada de soldado derrotado. Algo que, quizás, podía evitar una nueva guerra en Cuba.

Washington, 16 de Febrero.

La llamada de su superior lo había dejado bien claro. El S.S.P. tenía que ponerse en marcha. Depositó todos los papeles sobre la mesa, se puso el sombrero y se dispuso a cruzar la ciudad en medio de la ola de frío. Sus pasos se perdieron por las calles céntricas hasta que, después de media hora de camino entró en el barrio más pobre de la metrópoli. En aquella zona su cara redonda y blanca era una invitación al robo. La mayoría de los habitantes del otro lado del Potomac eran de raza negra. Muchos de los esclavos del sur habían acudido a la Capital Federal tras la Guerra Civil, como moscas a la miel. En la capital de la libertad habían tenido un recibimiento gélido, teniendo que conformarse con malvivir en las estrechas y embarradas calles al otro lado del distrito de Columbia.

Allí, la monumental Washington perdía su nombre entre los barracones de madera medio derruidos donde se hacinaban miles de personas. Los niños descalzos pisaban los charcos helados y la mayoría de los transeúntes apenas llevaban ropas de abrigo.

El agente George Lincoln parecía uno más entre la multitud de desheredados de color. Lo que no tenía tan claro el jefe de inspectores del S.S.P. era si Lincoln se desenvolvería tan bien en La Habana como lo hacía entre la escoria de su ciudad. En la isla hacía poco menos de treinta años que se había abolido la esclavitud, pero los negros eran tratados como seres inferiores frente a los burgueses criollos y mestizos. Por lo menos dominaba el español; sus dos años de vida en Puerto Rico y sus anteriores misiones en la
Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York
le permitían comprender la mentalidad cubana. De todas formas no había tiempo para pensar en otras alternativas. Aquel mismo día Lincoln debía partir hacia la costa y embarcarse en el primer vapor para Cayo Hueso.

El jefe de inspectores subió los tres pisos y llamó a la puerta del departamento 4º. Lincoln le recibió con la camisa a medio abotonar y la cara llena de espuma de afeitar. Todavía jadeante se quitó el sombrero y lo depositó encima de la mesa astillada y coja del minúsculo salón. Aquel cuchitril de madera desgastada y sin barniz era lo más barato que se podía alquilar en la ciudad.

—Jefe, ¿a qué debo el honor? Perdone si no le saco un poco de té para que entre en calor —dijo Lincoln con una sonrisa amplia.

—Te he dicho mil veces que no me llames jefe. Tienes una nueva misión. Sales ahora mismo para Cayo Hueso. Las instrucciones están en este sobre —dijo el supervisor mientras entregaba un sobre cerrado al agente. Aquel negro podía ser muy irónico si se lo proponía, pero en Mississippi, de donde era él, un tipo como Lincoln no hubiera durado mucho vivo.

—Pero jefe, qué es eso tan importante. Ahora mismo estoy llevando un caso. No puedo dejarlo e irme corriendo a Florida —se quejó Lincoln. Las verdaderas oportunidades de ascender se encontraban en Washington; en los últimos años no había hecho otra cosa que ir de un lado para el otro y a la vista estaba que no le había servido para mucho.

—Toma un billete en el barco para Norfolk, allí un buque de la Armada te llevará a la base naval de Cayo Hueso.

El jefe se marchó por donde había venido, dejándole con la palabra en la boca. Lincoln sabía que las órdenes venían de lo más alto y que se esperaba de él que fuera rápido y discreto. Le había costado mucho llegar hasta ese puesto. El S.S.P. era la única agencia que aceptaba hombres de color. Muy pocos sabían de su existencia, la agencia se había fundado dos años antes bajo el mandato del presidente Cleveland y hasta el momento sólo había actuado en apoyo a la independencia de Irlanda, financiando y fomentando las actividades
Irish Home Rule League
, y asistiendo a los revolucionarios cubanos.

La Habana, 18 de Febrero.

El hotel Inglaterra era uno de los últimos intentos del gobierno español para atraer capital extranjero a Cuba. El edificio no era tan suntuoso y moderno como los hoteles europeos, pero era sin duda el mejor hotel de las Antillas. El edificio de tres alturas con amplios ventanales ocupaba toda una manzana. Los soportales de su fachada principal servían de asiento a diferentes tipos de negocios ambulantes como la venta de periódicos o el lustre de zapatos. Era bastante fácil que uno o varios informadores se escondieran entre toda aquella multitud de limpiabotas, pedigüeños, botones, recaderos y vendedores de todo arte y pelaje. Hércules era consciente de todo ello, al igual que conocía que su amigo Mantorella era un buen hombre y un gran amigo, pero un pésimo agente secreto.

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