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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (48 page)

BOOK: Conspiración Maine
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¿Por qué los Caballeros de Colón habían contribuido a financiar el hundimiento del
Maine
? De que Helen, Hércules y Lincoln lograran responder esta pregunta, dependía que el presidente diera marcha atrás en el último momento y pudiera evitarse la guerra.

Los acontecimientos se aceleraban. La Comisión de Investigación de la Armada se mantuvo en Cayo Hueso unos días, terminó el informe y comisionó el día 19 de marzo al capitán Marix para que lo llevara a Washington junto a un grupo de oficiales del
Maine
. Marix llegó a la ciudad el 24 de Marzo.

El informe dejaba patente que la Comisión no había podido demostrar la autoría del atentado, pero determinaba que la explosión había sido provocada, lo que dejaba a España en una delicada situación. McKinley sabía que no podía demorar mucho tiempo el envío del informe al Congreso, y una vez que el informe llegara a las dos Cámaras, la suerte estaba echada. Por eso, era tan importante para Lincoln y Hércules encontrar el contacto entre los Caballeros de Colón y el A.I.N. De esta manera, se daría con la clave y se descubriría el hombre que ordenó la operación. El mismo que había ordenado que asesinasen a Juan.

Los agentes vigilaron la sede de la orden de los Caballeros de Colón. Helen les había facilitado la ubicación de la sociedad secreta, gracias a la información del fallecido señor Hayes. A pesar de todo, tenían un problema, no conocían el aspecto del nuevo Caballero Supremo, tan sólo sabían que su nombre secreto era Natás. Por lo que, debían introducirse en la casa, intentar fisgar en la reunión del Consejo Supremo y, si venía al caso, sacar la información por la fuerza a alguno de sus miembros.

Lincoln tomó el último trago de té frío de una pequeña cantimplora y miró a Hércules, que acostumbrado al templado clima caribeño, estaba enfundado en un gorro de lana, guantes, bufanda y todo tipo de artilugios contra el frío.

—Maldito clima —se quejó el español—. Ahora entiendo por qué los españoles no colonizamos estas congeladas tierras del norte.

El agente norteamericano sonrió. Ahora estaba en su terreno y disfrutaba observando el desconcierto de su compañero.

Poco a poco, todos los miembros del consejo fueron llegando a la casa. Los agentes contaron hasta trece y, después de asegurarse de que nadie más se acercaba al edificio, entraron en el jardín de la casa colindante, saltaron una pequeña tapia y penetraron en el sótano, por la trampilla de la madera para la caldera. Lo tenían todo estudiado. La noche anterior habían realizado varias veces aquella operación y nadie, al parecer, se había percatado de su presencia.

Una vez en el sótano, abrieron la puerta, penetraron en un pasillo semioscuro, iluminado tan sólo por unos candelabros con velas en la pared y se aproximaron a la sala del Consejo Supremo de los Caballeros de Colón. En la entrada, algunos bastones y sombreros descansando sobre una mesa anunciaban que la reunión ya había comenzado. Lincoln sacó su pistola y se puso a vigilar las espaldas del español. Éste, agachándose se introdujo en la pequeña antesala del salón del consejo. Allí, encogido, apenas sin respirar, para poder escuchar mejor los murmullos mortecinos que se escapaban a través de la puerta entreabierta, Hércules logró oír una voz siniestra que parecía muy enfadada.

—¡Nuestros planes corren un serio peligro! —gritó—. Los caballeros de Cuba no han cumplido su misión, han desbaratado todos nuestros planes. Años de preparación y muchos dólares tirados a la basura.

—Amado Caballero Supremo —dijo una voz apagada de acento cubano—. Esos entrometidos son los culpables. Nos hicimos con el libro, localizamos el lugar, pero algo falló. Los dos caballeros nunca regresaron, como si la tierra se los hubiese tragado.

—¿Cómo es posible que habiendo tenido el libro en nuestro poder, no sepamos dónde está el tesoro de Roma? —preguntó el Caballero Supremo.

—Amado Caballero Supremo, usted ordenó que sólo los dos caballeros leyeran el libro y conocieran la ubicación del tesoro. Nos advirtió que había que respetar lo estipulado por los padres franciscanos a Colón. Debían entrar dos sacerdotes, bendiciendo y consagrando la iglesia, para escapar de la muerte y de la ira de Dios.

—Dios nos castigó por algo —dijo el Caballero Supremo. Llenando con tanto odio la palabra Dios, que parecía una blasfemia en sus labios. Después continuó diciendo—. Los hombres están listos, un ejército de más de cincuenta mil caballeros y escuderos. Además, hemos conseguido unir a nuestra causa a los antiguos confederados que buscan la revancha contra esos malditos burócratas de Washington, pero necesitábamos ese dinero para hacernos con el control.

—Actuemos de todas formas. La Marina está volcada en preparar la guerra contra España, como queríamos. El gobierno tiene gran parte del ejército concentrado en Florida, conquistar Washington no puede ser muy difícil —dijo una voz que hasta ese momento no había intervenido, pero que a Hércules le era familiar.

—¿Tenemos el apoyo de los oficiales? —preguntó el Caballero Supremo.

—De muchos, sí. Aunque, por desgracia hay miles de miembros de la Iglesia que no quieren unirse a la causa. El legado del Papa tampoco termina de decidirse —dijo otro caballero.

—Esos cobardes. No me extraña que la Iglesia esté a punto de caer de rodillas ante los comunistas y socialistas. El Papa no deja de hacer encíclicas a favor de los obreros. Salvaremos a la Iglesia, quiera ella o no —dijo uno de los caballeros.

Se escuchó un murmullo de aprobación y Hércules aprovechó esos segundos para intentar recordar dónde había escuchado esa voz. Estaba seguro de que no era la voz de Sampson, tampoco la de Sigsbee ni la de Lee. ¿De quién era entonces?

—Debemos actuar con cautela, pero con rapidez. Tenemos muy pocos aliados en el Congreso y en el Senado. El ejército sólo está en parte con nosotros y, aunque todos los sureños y católicos se nos unieran, quedarían todavía millones de herejes y masones que combatir. Queridos caballeros, no olviden nuestro juramento secreto —dijo el Caballero Supremo.

Se escucharon unas sillas al moverse y el grupo de hombres comenzó a recitar su credo:

En presencia del Todopoderoso Dios, de la bienaventurada Virgen María… declaro y juro que su Santidad el Papa es viceregente de Cristo y que en virtud de las llaves para atar y desatar, dadas a su Santidad por mi salvador Jesucristo, tiene poder para deponer reyes herejes, príncipes, estados, comunidades y gobiernos y destruirlos sin perjuicio alguno.

Por lo tanto con todas mis fuerzas defenderé esta doctrina y los derechos y costumbres de su Santidad contra todos los usurpadores heréticos o autoridades protestantes o liberales.

Renuncio y desconozco cualquier alianza como un deber con cualquier rey hereje, príncipe o estado, llámese protestante o liberal, la obediencia a cualquiera de sus leyes, magistrados u oficiales. Declaro igualmente que ayudaré, asistiré a cualquier Caballero de Colón al servicio de su Santidad, en cualquier lugar que esté.

Prometo y declaro, no obstante, que me es permitido pretender cualquier religión herética con el fin de propagar los intereses de la Madre Iglesia, guardar los secretos y no revelar todos los consejos de los Caballeros de Colón, y a no divulgarlos directa o indirectamente, por palabra escrita o de cualquier otro modo, sino ejecutar todo lo que sea propuesto, encomendado y se me ordene por medio de ti, mi grandísimo Padre o cualquiera de esta Sagrada Orden.

Declaro además que no tendré opinión ni voluntad propia, ni reserva mental alguna, sino que obedeceré cada una de las órdenes que reciba de mis superiores.

Prometo y declaro que haré, cuando la oportunidad se me presente, guerra sin cuartel, secreta o abiertamente, contra todos los herejes, liberales, judíos, protestantes y masones, tal como me ordené hacerlo, extirpándolos de la faz de la Tierra; que no tendré en cuenta edad, sexo o condición; y que colgaré, quemaré, destruiré, herviré, desollaré, estrangularé y sepultaré vivos a estos infames herejes, abriré sus estómagos y los vientres de sus mujeres, y con la cabeza de sus infantes dará contra las paredes a esta execrable raza.

Todo lo cual juro por la bendita Trinidad y el bendito sacramento que estoy para recibir, ejecutar y cumplir este juramento secreto.

Hércules sintió cómo se le ponía la piel de gallina al escuchar aquellas palabras. Aquellos locos fanáticos querían dar un golpe de estado e instalar una especie de régimen dictatorial regido por sus leyes crueles.

Cuando las voces se ahogaron, el español salió de la antesala y con un gesto indicó a su compañero que abandonara el sótano. Una vez en la calle, el frescor del invierno pudo despejar su cabeza cargada con las horrorosas voces de aquellos juramentados.

Esperaron frente a la casa y, uno a uno, salieron los miembros del Consejo. Pero uno de los últimos en abandonar el lugar era un viejo conocido. Hércules señaló al hombre y comenzaron a seguirle hasta que penetró en una de las solitarias callejuelas de la ciudad. Los dos agentes aceleraron el paso y Hércules puso su mano sobre el hombro del individuo.

—Hola, no esperaba verle por aquí —dijo el español, mientras el hombre, con los ojos desencajados y la cara pálida, se paraba en seco.

Capítulo 60

Washington, 26 de Marzo de 1898.

Arrastrando los pies, McKinley decidió caminar a través de Lafayette Park para aclarar sus ideas. El Gabinete de crisis llevaba desde el día 24 reunido leyendo el informe de la Comisión, discutiendo las posibles salidas y, aquella tarde, el presidente notaba sobre sí el gran peso de la responsabilidad. Su agente de seguridad se mantenía a una ligera distancia. Alguno de los transeúntes le miraba y al reconocerle, cuchicheaban entre ellos.

En el parque la vida brotaba de cada rincón. Algunas parejas de novios, desafiando los últimos días del largo invierno, charlaban animadamente en los bancos. Las palomas danzaban en busca de las migas que las ancianas soltaban a su paso y alguna nodriza despistada circulaba con un cochecito bajo el frío cielo de la capital.

¿Cómo me juzgará la historia? —pensó el presidente, al tiempo que notaba como un nudo en la garganta&mdsh;. Él no era ningún guerrero y su país constituía el último sueño para millones de desheredados que dejaban la vieja Europa en busca de libertad. El siglo XX asomaba por la esquina. Un nuevo siglo de paz y libertad. ¿Debían entrar los Estados Unidos en el juego de las demás naciones civilizadas y colonizar la otra parte del mundo?

La Casa Blanca apareció a lo lejos. No era un palacio. Él tampoco era un rey. Aquel edificio modesto representaba los valores de la nación. Austeridad, libertad e igualdad de oportunidades —pensó, alejando las dudas de su mente—. Después, se convenció de que la verdad se interponía muchas veces en el camino de la gloria, y que, su deber como presidente estaba por encima de toda verdad.

Washington, 27 de Marzo de 1898.

Los hombres irrumpieron en el despacho. El secretario corrió tras ellos, agarró del brazo a uno, pero penetraron hasta el fondo en medio del alboroto. Tranquilo y algo divertido, Roosevelt los observó desde su mesa. Dejó que pelearan un poco más con el funcionario y cuando lo creyó oportuno, intervino.

—Matthew, deje que se expliquen estos señores.

El secretario soltó el brazo de Lincoln, éste se arregló un poco el traje y con la cara desencajada, pero en un inglés cortés le dijo al subsecretario de la Armada:

—Entiendo que esté ocupado en un momento como éste, pero tenemos una misión oficial e información vital para los Estados Unidos.

Roosevelt le observó a través de sus gruesas lentes, hizo un gesto al secretario y con otro los invitó a sentarse. Lincoln y Hércules tuvieron que mover montañas de papeles de las sillas y dejarlos en el suelo, antes de lograr liberar un par.

—Verán que el trabajo me desborda. Estamos a punto de comenzar una guerra —dijo Roosevelt a modo de disculpa.

—Lo entendemos, pero lo que venimos a decirle es de vital importancia —repitió Lincoln haciendo énfasis en las palabras «vital importancia».

—Pues, ustedes dirán.

—No me voy a andar con rodeos. Sabemos quién hundió el
Maine
—dijo el agente muy serio.

—¿De veras? ¿Quién hundió el
Maine
? —preguntó el subsecretario con un poco de retintín.

Lincoln le relató de forma resumida la investigación, no se le escapó ningún detalle. El subsecretario le escuchó con impaciencia, como si esperara que terminase para volver a su ajetreado trabajo.

—¿El A.I.N? ¿La Agencia de Inteligencia Naval? —preguntó Roosevelt.

—La misma. Pero eso no es todo, la operación estuvo financiada por un grupo, una sociedad secreta llamada los Caballeros de Colón. Esta sociedad tenía una razón oculta para destruir el
Maine
. Le puedo asegurar que es un plan siniestro.

Roosevelt se quedó en silencio. Se levantó de la silla y apoyándose en la mesa se aproximó a los agentes.

—¿Por qué me cuenta todo esto a mí?

—Hemos intentado hablar con el presidente, pero nos lo han impedido. Usted, eso lo sabe todo el mundo en Washington, es el hombre más influyente del Gabinete —dijo Lincoln. Roosevelt se sintió alagado y una sonrisa infantil se dibujó en su rechoncho rostro.

—Entiendo lo que me dice. La inteligencia de la Armada ha realizado un acto de sabotaje para precipitar la guerra. Un acto grave, pero oportuno. Lo que no entiendo es qué tiene que ver el grupo ése de los caballeros de…

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