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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Constantinopla (11 page)

BOOK: Constantinopla
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Justiniano habla construido unos ochenta puntos fortificados a lo largo del río Danubio, pero que no frenaron a las tribus hambrientas de botín. Con demasiada frecuencia, los depredadores se infiltraban a través de ellas. La crisis se produjo en el verano del 558-559. Una ola inusitada de frío heló el Danubio, y los depredadores pasaron en tropel por el hielo. Entre ellos se contaban eslavos y ávaros.

Aplastando a los guardias fronterizos que intentaban impedir su paso, marcharon tumultuosamente hacia Constantinopla y la ciudad tuvo que enfrentarse con el mayor peligro que había conocido desde su reconstrucción bajo Constantino. Los ejércitos bizantinos estaban estacionados en lugares remotos, en España, Italia y África, y no había ninguno en el país. No se podía confiar completamente en las grandes murallas de Constantinopla, ya que dos años antes las habían debilitado unos graves terremotos.

No le quedaba más remedio a Justiniano que llamar de nuevo a Belisario. El general, que ya tenía más de cincuenta años, no se hizo el remolón. Hay algo casi sobrehumano en su reacción instantánea a todas las llamadas al deber, indiferente a la ingratitud de aquellos a quienes había salvado una y otra vez. Quedaba lugar para una última salvación y una última ingratitud.

Belisario empleó a los 300 soldados de palacio como su sostén principal, formó a los ciudadanos de Constantinopla en escuadrones y requisó los caballos de los establos imperiales, de las cuadras privadas de los ricos, e incluso de los circos. Cavó una zanja delante de la ciudad e hizo creer que disponía de más hombres de los que tenía realmente. Después, esperó la salvaje y bárbara carga delante de las murallas de la ciudad.

Sabía que el enemigo no tenía más idea estratégica que un ataque frontal directo. Dejó que sus mejores hombres, unos pocos cientos, se defendieran contra aquella carga con firmeza, mientras desplegaba a las demás tropas para poder golpear a los depredadores a la vez en los dos flancos. El enemigo se desconcertó con el golpe y huyó súbitamente. El peligro pasó y Belisario consiguió su última victoria.

Pero entonces, en el 561, Justiniano cayó enfermo, se difundieron rumores sobre su muerte (tenía setenta y ocho años), y cuando resultaron falsos comenzaron las conspiraciones entre los impacientes. Justiniano descubrió estas conspiraciones y las cortó de raíz sin piedad. Varios hombres de la casa de Belisario estaban complicados y fueron hechos prisioneros y torturados. Acusaron al propio Belisario. Belisario apareció en el juicio con el mismo valor tranquilo que mostró en todas sus acciones, y podemos estar razonablemente seguros de que era inocente.

Pero el viejo emperador amargado quería una condena, y la consiguió. Belisario no fue ejecutado, pero le confiscaron todas sus posesiones y fue puesto bajo arresto domiciliario. Pero en esto Justiniano tuvo que volverse atrás. La indignación popular frente a este mal trato final al gran general era demasiado grande y, además, era evidente que Belisario tenía los días contados. En el verano del 564 le devolvieron sus posesiones y el favor imperial (Justiniano, magnánimamente, montó el espectáculo de perdonarle), y en marzo del 565 Belisario murió.

Años más tarde, apareció la historia de que, como resultado de su condena por conspirador, Belisario había sido cegado y que pasó sus últimos años como mendigo en Constantinopla pidiendo a los transeúntes «una moneda para Belisario el general». Pero esto es pura ficción, un cuento inventado por ese curioso tipo de gente que no encuentra suficiente dramatismo en las fantásticas verdades de la historia.

Justiniano murió sólo unos meses más tarde, el 14 de noviembre del 565, a la edad de ochenta y dos años. Era un hombre muy notable. Había reinado en su propio nombre treinta y ochos años, y si contamos también los años en que ejercía el poder su tío, Justino, nos sale un total de cuarenta y siete años. Pocos emperadores romanos (o emperadores bizantinos) habían reinado durante tanto tiempo antes o después de él. Y pocos pudieron igualar sus realizaciones.

Llevó a cabo lo que tenía pensado hacer y su estrategia occidental resultó asombrosamente acertada, al menos en la superficie. Había destruido totalmente a dos de los reinos germanos arrianos, los vándalos y los ostrogodos; sólo un reino visigodo debilitado, que gobernaba el tercio central de España, sobrevivió para mantener el nombre arriano.

El imperio habla sido restaurado en casi la misma extensión que tenía con Teodosio I: toda África del Norte, toda Italia, todas las islas mediterráneas, una parte de España. Sólo los francos, que ocupaban la antigua provincia romana de la Galia, no fueron alcanzados pero, a la vez, eran católicos y aceptaron el dominio teórico del imperio. (Tras los francos estaba la antigua isla romana de Bretaña, por la cual luchaban entonces los celtas y los sajones pero estuvo siempre más allá del horizonte imperial.)

Durante la reconstrucción del imperio, Justiniano no pudo evitar que recibieran graves heridas las provincias orientales, infligidas por los persas, y en los Balcanes por los depredadores bárbaros; pero los mantuvo a raya, y en ninguna de las dos partes perdió muchos territorios de importancia.

Internamente, su reinado contempló una serie de triunfos pese a las insurrecciones, la peste y los terremotos que provocaron en Constantinopla escenas de horror en varias ocasiones. Su codificación del derecho fue un regalo permanente para Europa, y sus realizaciones arquitectónicas hicieron de Constantinopla una ciudad mágica.

Y, además, Justiniano fue personalmente un hombre increíblemente trabajador. Perteneció a esa minoría de monarcas cuyo placer principal es atender constantemente a los detalles de la administración. Fue abstemio en todos los placeres humanos, incluidos la comida y la bebida, y no necesitaba dormir mucho. Llegó a ser llamado el emperador que «nunca duerme».

En parte porque necesitaba mucho dinero para sus guerras, y en parte porque iba con su carácter, luchó (y, en conjunto, lo logró) por la honradez y eficacia de los funcionarios civiles. El pueblo estuvo tan bien gobernado como permitían los tiempos.

De todas formas hubo serias deficiencias durante el reinado de Justiniano. La primera y más importante fue el costo puro y simple de su política exterior. Todas sus gloriosas conquistas en el Occidente se pagaron a un precio prohibitivamente alto y, a la postre, el Imperio Bizantino, por extenso que pareciera en el mapa, estaba casi arruinado. Tampoco podía extraer beneficios económicos de sus conquistas occidentales, porque las provincias reconquistadas eran débiles y estaban empobrecidas tras dos siglos de dominio bárbaro.

Con gran diferencia, el volumen más importante del comercio imperial fue con el Oriente, y desde un punto de vista económico hubiera sido mucho más beneficioso para el imperio si se hubiera llegado a algún acuerdo estable con Persia y se hubiera abandonado el viejo sueño del imperio de Teodosio I.

Por ejemplo, la seda y las especies llegaban desde el Lejano Oriente a través de una larga serie de etapas por Asia central, y en cada etapa intervenía un intermediario que cobraba, de modo que al final los bizantinos tenían que pagar su peso en oro por estos productos. Los persas en particular, controlaban las rutas comerciales y podían obligar a los bizantinos a pagar precios exorbitantes, y luego aprovecharse de esos pagos para financiar una guerra contra esos mismos bizantinos. Justiniano hizo lo que pudo para canalizar el comercio a través de las regiones bárbaras al norte del mar Caspio, o por rutas marítimas que rodearon la India y Arabia. Fracasó.

Sin embargo, consiguió una victoria. Sólo en el Oriente se podían cultivar las especies, pero se descubrió el secreto de la manufactura de la seda. Esta procedía del capullo de gusano de seda (las orugas de ciertas mariposas nocturnas) que tenían que ser alimentadas con las hojas de las moreras. Justiniano sobornó a dos monjes persas que habían vivido en China para que volvieran allí y después hicieran su viaje de regreso con los huevos de los gusanos escondidos en el hueco de las cañas de bambú. Alrededor del 550, Constantinopla comenzó su propia producción de seda, y de esos gusanos descienden todas las orugas que han producido seda en Europa hasta los tiempos modernos.

El hecho de que la estrategia occidental de Justiniano tuviera un éxito tan llamativo no debe oscurecer que aceptó las desventajas de no tener una estrategia meridional. Mientras vivió Teodora, su simpatía hacia los monofisitas había suavizado las dificultades, y dio a las provincias del Sur alguna esperanza. Algunos herejes que podían haber sufrido severos castigos fueron salvados por la callada intervención de Teodora. Con su muerte, desapareció esta influencia pacificadora. Egipto y Siria fueron obligados a presenciar la victoria del catolicismo ortodoxo, y ello les alienó de Constantinopla para siempre. Desde ese momento, no había otro enemigo en el mundo más que Constantinopla.

Por supuesto no podían hacer nada. Era imposible que triunfara una rebelión, y Justiniano podía decidir que era fácil aceptar su ira desamparada a cambio de victorias concretas en Occidente. Pero, llegaría el momento en el que Constantinopla tendría que pagar amargamente su abandono de los sentimientos meridionales.

4
La doble catástrofe
Los nuevos bárbaros

Justiniano no tuvo hijos que hubieran podido ser candidatos naturales al trono. Ni tampoco, como hizo su tío Justino, había elegido a un heredero para hacerle emperador asociado, facilitando así la sucesión. Esto significaba que la sucesión, según el principio «electivo», quedaba abierta a cualquiera que pudiera conseguir el apoyo necesario de algún elemento de fuerza de la población: el ejército, la burocracia o las masas.

Para comenzar, Justiniano tenía siete sobrinos y de todos ellos uno estaba allí mismo. Se puso en movimiento tan pronto como llegaron noticias de la muerte del gran emperador. Realizó unas eficaces combinaciones para que lo coronaran los guardias del palacio. Corrió al hipódromo para recibir la aclamación del público, y todo quedó resuelto. Reinó con el nombre de Justino II.

Justino comenzó con las mejores intenciones. Tuvo suficiente sentido común como para darse cuenta de que su tío Justiniano había llevado al imperio por el camino de la conquista tan lejos como le fue posible: tal vez demasiado lejos. Por lo tanto, adoptó una política de no agresión y de tranquila defensa. Esto le permitió dedicarse a reforzar la economía del imperio. Pagó unas cuantas deudas de las que Justiniano había hecho caso omiso, redujo los impuestos, e incluso alivió algunas de las rigurosas disposiciones de Justiniano hacia el monofisismo.

Una política económica adecuada sólo se podía llevar a cabo terminando con los pagos de tributos a las tribus bárbaras del Norte. Igual que Marciano se había negado a pagar a los hunos un siglo antes, Justino II se negó también a pagar a los ávaros. Podía haber utilizado de nuevo la táctica de pagar y señalar a otro lado, pero Occidente ya no era tan atractivo como antaño. Los francos que dominaban las tierras al norte de los Pirineos y los Alpes, no eran un objetivo fácil, y aunque fueran conquistados, había muy pocas cosas de valor para saquear.

Los, ávaros preferían quedarse en el Oriente y luchar por el tributo. Los bizantinos se defendieron, y antes del 571 los ávaros se dieron por vencidos por algún tiempo. Hicieron las paces y marcharon hacia el Oeste, si no contra los francos, de todos modos hacia la frontera de los francos. Pero esto también era desastroso para el imperio, ya que Justiniano lo había extendido tanto que taponar una gotera en un lugar significaba aumentar las presiones que producían goteras en otro. Los nuevos problemas procedían de Italia, que Narsés había conquistado recientemente para el imperio. En realidad, cuando Justino II ascendió al trono,
Narsés
todavía gobernaba Italia desde Rávena. El eunuco tenía casi noventa años, pero se mantenía tan firme y capaz como siempre.

Puede ser que Justino creyera que ya era el momento de jubilar al anciano general. Quizá también tuviera el deseo (no infrecuente en los nuevos gobernantes) de deshacerse de los restos del reinado anterior y llenar los dominios con gente nombrada por él.

Narsés vivió seis años más en un retiro de patriarca, y murió en el 573 a la edad de noventa y cinco, aproximadamente. Sólo existe otro nonagenario como él en la historia, y ese apareció seis siglos más tarde como feroz enemigo de los bizantinos, por desgracia para el imperio.

Los hacedores posteriores de leyendas adornaron el retiro de Narsés con un relato que parece tan imposible e inútilmente cruel que no puede ser verdadero. La malvada del cuento es la nueva emperatriz Sofía, que tenía tanta influencia con Justino como había tenido Teodora con el tío y predecesor de aquél.

Se cuenta que Sofía envió a un mensajero con madejas de lana a Narsés. El mensajero llevó el recado de que, como eunuco, Narsés tenía que dejar la guerra a los hombres y marcharse a hilar con las doncellas. Narsés, tragándose su ira, según el relato, contestó: «Lo voy a hilar de tal manera que no podrá deshilvanarlo fácilmente». Después, antes de marcharse, invitó a un nuevo grupo de tribus germánicas invadir Italia.

Si se inventó el cuento para justificar la aparición de nuevas tribus, no era necesario. Los hechos son suficientemente claros sin esta historia. Los ávaros estaban retrocediendo en los Balcanes frente a la firme defensa de Justino, y también frente a la llegada de un nuevo grupo de nómadas asiáticos que surgía tumultuosamente de la reserva sin fin de Asia central. Estos nuevos nómadas eran los kazaros.

Por tanto, los ávaros marcharon hacia el Oeste y establecieron una base en lo que hoy es Hungría, base que iban a conservar durante más de dos siglos. Este movimiento de los ávaros hacia Hungría ejerció una enorme presión sobre les tribus germánicas que ya estaban en aquella zona. Suponía luchar contra los ávaros o marcharse. Entre estas tribus se contaba la de los lombardos, que decidió marcharse. Cruzaron los Alpes, y en el 586 bajaron a las llanuras del norte de Italia.

Tal vez alguien como Belisario o Narsés les podía haber rechazado, pero no había ningún jefe bizantino de ese calibre en Italia. Las fuerzas armadas imperiales padecían de una lamentable penuria de hombres y se vieron obligadas a retirarse. El norte de Italia fue invadido, convirtiéndose en el reino lombardo. También en el sur las bandas guerrilleras lombardas tomaron algunas regiones.

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