Corazón de Tinta (38 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Corazón de Tinta
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—¡No es nada! —musitó—. Son los centinelas que andan otra vez disparando a los gatos. Es su forma de matar el tiempo.

El chico lo miró con incredulidad, pero Resa siguió escribiendo.

—«Ella se las quitó» —leyó Dedo Polvoriento—. «Como castigo.» Bueno, a Basta no le habrá gustado ni pizca. Con esas llaves se pavoneaba como si fuese el guardián de las posesiones más preciadas de Capricornio.

Resa hizo ademán de sacarse un cuchillo del cinturón con una expresión tan siniestra que Dedo Polvoriento estuvo a punto de soltar una carcajada. Miró deprisa en torno suyo, pero el patio permanecía tranquilo como un cementerio entre los altos muros.

—Oh, sí, me imagino la rabia de Basta —musitó—. Hace lo imposible por agradar a Capricornio, raja caras y gargantas, y luego se lo pagan así.

Resa volvió a coger el papel. Transcurrió un buen rato hasta que Dedo Polvoriento logró descifrar sus claras letras.

—Bueno, de modo que has oído hablar de Lengua de Brujo. ¿Quieres saber quién es? En fin, de no haber sido por mí, aún seguiría en los establos de Capricornio. ¿Qué más? Pregúntale a Farid. El sacó al muchacho de su historia como quien coge una manzana madura. Por fortuna no trajo a ninguno de los espíritus devoradores de carne de los que el chico menciona en su desatino. Sí, es un lector excelente, mucho mejor que Darius. Compruébalo: Farid no cojea, su cara debió de ser siempre así, y conserva incluso su voz… aunque por el momento no lo parezca.

Farid le dirigió una mirada furibunda.

—¿Que qué aspecto tiene Lengua de Brujo? Basta todavía no le ha adornado la cara, te lo aseguro.

Por encima de ellos crujió el postigo de una ventana. Dedo Polvoriento se apretó contra los barrotes de la verja. «Es el viento», pensó al principio. Farid clavaba en él sus ojos dilatados por el miedo. El crujido debía de recordarle a uno de esos demonios, pero el ser que se asomó a la ventana por encima de ellos era de carne y hueso: Mortola, la Urraca, como la llamaban a sus espaldas. Todas las criadas obedecían sus órdenes, nada estaba a salvo de sus ojos y oídos, ni siquiera los secretos que las mujeres se contaban de noche cuchicheando en sus dormitorios. Hasta las cajas de caudales de Capricornio estaban mejor alojadas que sus criadas. Todas ellas dormían en casa de Capricornio, siempre cuatro por habitación, excepto las que se habían emparejado con alguno de sus secuaces y vivían con él en una de las casas abandonadas.

La Urraca se apoyó en el alféizar y respiró el aire fresco de la noche. Mantuvo la nariz fuera de la ventana durante un tiempo interminable. A Dedo Polvoriento le habría encantado retorcerle el pescuezo, pero al final pareció llenar de aire fresco cada rincón de sus pulmones y volvió a cerrar la ventana.

—Tengo que irme, pero regresaré mañana por la noche. A lo mejor para entonces has averiguado algo sobre el libro. —Dedo Polvoriento volvió a estrechar la mano de Resa; sus dedos estaban ásperos de tanto lavar y limpiar—. Te lo he repetido infinidad de veces: ten cuidado y mantente lejos de Basta.

Resa se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer ante un consejo tan inútil? Casi todas las mujeres del pueblo se mantenían lejos de Basta, era él quien se acercaba a ellas.

Dedo Polvoriento aguardó ante la puerta enrejada hasta que Resa regresó a su habitación y le hizo una señal desde la ventana con una vela.

El guardián del aparcamiento seguía con los auriculares puestos. Bailaba entre los coches sumido en sus cavilaciones, la escopeta entre las manos estiradas, como si abrazara a una chica. Cuando miró hacia el lugar donde se encontraban, hacía un buen rato que la noche había engullido a Dedo Polvoriento y a Farid.

De regreso a su escondrijo no se toparon con nadie, salvo un zorro de ojos hambrientos que se escabulló deprisa.
Gwin
se estaba zampando un pájaro entre los muros de la casa quemada. Sus plumas relucían en la oscuridad.

—¿Siempre ha sido muda? —preguntó el chico cuando Dedo Polvoriento se tendió a dormir bajo los árboles.

—Desde que la conozco —contestó Dedo Polvoriento dándole la espalda.

Farid se tumbó a su lado. Había actuado así desde el principio, y por más que Dedo Polvoriento se apartase… al despertar siempre encontraba al chico pegado a él.

—La foto de tu mochila es de ella —le informó.

—¿Y?

El muchacho calló.

—En caso de que le hayas echado el ojo —repuso Dedo Polvoriento sarcástico—, olvídalo. Es una de las criadas preferidas de Capricornio. Puede que le lleve el desayuno e incluso lo ayude a vestirse.

—¿Cuánto tiempo lleva con él?

—Cinco años —respondió Dedo Polvoriento—. Y durante ese período Capricornio no la ha autorizado a abandonar el pueblo ni una sola vez. Sólo le permite abandonar la casa en contadas ocasiones. Se escapó dos veces, pero no llegó lejos. Una de ellas la mordió una serpiente. Ella nunca me ha contado el castigo que le infligió Capricornio, pero sé que desde entonces jamás ha vuelto a intentar escaparse.

Tras ellos sonó un rumor; Farid se incorporó asustado, pero era
Gwin.
La marta saltó sobre la barriga del chico relamiéndose el hocico. Riendo, Farid le quitó una pluma de la piel.
Gwin,
presa de una enorme agitación, olfateó su barbilla, su nariz, como si hubiera echado de menos al chico, y a continuación volvió a desaparecer en la noche.

—¡La verdad es que es una marta muy simpática! —susurró Farid.

—De eso nada —replicó Dedo Polvoriento estirando la fina manta hasta su barbilla—. Seguramente le gustas porque hueles como una chica.

Farid contestó con un prolongado silencio.

—Ella se le parece —murmuró cuando Dedo Polvoriento estaba a punto de quedarse dormido—. La hija de Lengua de Brujo, quiero decir. Tiene la misma boca y los mismos ojos, y hasta se ríe como ella.

—¡Qué disparate! —repuso Dedo Polvoriento—. No se parecen en nada. Ambas tienen los ojos azules, eso es todo. Es bastante frecuente aquí. Y ahora duérmete de una vez.

El chico obedeció. Tras envolverse en el jersey que le había entregado Dedo Polvoriento, le dio la espalda. Pronto su respiración se tornó regular como la de un bebé. Dedo Polvoriento, sin embargo, pasó la noche entera en vela, mirando absorto la oscuridad.

SECRETOS

—Si me armasen caballero —dijo Wart contemplando el fuego con aire soñador—, le pediría… a Dios que enviase toda la maldad del mundo sólo sobre mí. Si la venciera, ya no quedaría nada, y si fuese vencido, sólo yo sufriría por ello.

—Sería una tremenda temeridad por tu parte —replicó Merlín—. Serías vencido y tendrías que pagar por ello.

T. H. White
,
Camelot

Capricornio recibió a Meggie y a Fenoglio en la iglesia, con una docena de sus secuaces a su alrededor. Se sentaba en el nuevo sillón de piel, negro como el hollín, que habían colocado siguiendo las indicaciones de Mortola. Esta vez su traje, para variar, no era rojo, sino amarillo pálido como la luz matutina que se filtraba por las ventanas. Los había mandado venir muy temprano. En el exterior la niebla aún estaba suspendida sobre las colinas y el sol nadaba dentro como una pelota en el agua turbia.

—¡Por las letras del alfabeto! —susurró Fenoglio cuando recorrió junto a Meggie el pasillo central de la iglesia, con Basta pegado a sus talones—. Es como una gota de agua, justo como me lo imaginé. «Blanquecino como un vaso de leche»… sí, creo que lo expresé así.

Empezó a caminar más deprisa, como si ardiera de impaciencia por contemplar de cerca a su criatura. Meggie apenas podía seguir su paso, pero Basta lo hizo retroceder de un tirón antes de que alcanzase la escalinata.

—¡Eh! Pero ¿qué es esto? —dijo con furia contenida—. No tan deprisa, y haz el favor de inclinarte, ¿entendido?

Fenoglio se limitó a dirigirle una mirada de desprecio y permaneció tieso como una vela. Basta levantó la mano, pero Capricornio sacudió la cabeza de un modo casi imperceptible y Basta dejó caer la mano como un niño pillado en falta. Junto al sillón de Capricornio, los brazos cruzados a la espalda como si fueran alas, se encontraba Mortola.

—La verdad, Basta, sigo preguntándome en qué estarías pensando para no traer también a su padre —dijo Capricornio mientras fijaba sus ojos en Meggie y luego en Fenoglio.

—No estaba allí, ya os lo he explicado —la voz de Basta sonaba ofendida—. ¿Tenía que sentarme como una rana junto a la charca para esperarle? ¡Muy pronto entrará aquí a trompicones y por su propia voluntad! Todos hemos visto el amor ciego que profesa a esta mocosa. Me apuesto mi navaja: hoy, mañana a más tardar, aparecerá por aquí.

—¿Tu navaja? Ya la perdiste una vez, y no hace mucho.

El tono sarcástico de Mortola hizo que Basta apretara los labios.

—Me estás fallando, Basta —afirmó Capricornio—. La cólera te nubla las ideas. Pero pasemos a tu otra aportación.

Fenoglio no había apartado ni una sola vez la vista de Capricornio. Lo observaba igual que un artista que, tras largos años, vuelve a contemplar el cuadro que había pintado, y a juzgar por su expresión, lo que veía le gustaba. Meggie no distinguió en sus ojos ni un atisbo de miedo, sino tan sólo una incrédula curiosidad y… satisfacción. Y orgullo de sí mismo. Meggie también notó que a Capricornio le disgustaba esa mirada. No estaba acostumbrado a que lo mirasen sin el menor asomo de temor, como el anciano.

—Basta me ha contado un par de cosas curiosas sobre usted, señor…

—Fenoglio.

Meggie observaba la expresión de Capricornio. ¿Habría leído alguna vez el nombre que figuraba justo encima del título en la tapa de
Corazón de tinta?

—¡Hasta su voz suena como había imaginado! —le susurró Fenoglio.

A ella le pareció tan entusiasmado como un niño pequeño delante de la jaula de los leones… con la diferencia de que Capricornio no estaba en una jaula. A un gesto suyo, Basta propinó un codazo tan brutal en la espalda del anciano, que éste jadeó intentando coger aire.

—No me gusta que cuchicheen en mi presencia —declaró Capricornio mientras Fenoglio seguía intentando recuperar el aliento—. Como iba diciendo, Basta me ha contado una historia misteriosa: que usted afirma ser el hombre que escribió cierto libro… ¿cómo se llama?

—Corazón de tinta.
—Fenoglio se frotó la espalda dolorida—. Se titula
Corazón de tinta
porque trata de alguien cuyo corazón es negro por la maldad. El título me sigue gustando.

Capricornio enarcó las cejas… y sonrió.

—Vaya, ¿cómo debo interpretar eso? ¿Quizá como un cumplido? Al fin y al cabo usted está hablando de mi propia historia…

—No, eso no es cierto. Es mía. Tú sólo eres un personaje más.

Meggie vio cómo Basta dirigía una inquisitiva mirada a Capricornio, pero éste sacudió casi inadvertidamente la cabeza, con lo que de momento la espalda de Fenoglio quedó a salvo.

—Vaya, vaya, qué interesante. Así que insistes en tus mentiras. —Capricornio descruzó las piernas y se levantó de su sillón.

Descendió por la escalera con ritmo pausado.

Fenoglio sonrió a Meggie como un conspirador.

—¿De qué te ríes? —La voz de Capricornio se tornó incisiva como la navaja de Basta y se detuvo justo delante de Fenoglio.

—Ay, estaba recordando que la vanidad es uno de los rasgos de los que te doté. Vanidad y… —Fenoglio hizo una pausa efectista antes de proseguir su parlamento—… algunas otras debilidades que, sin embargo, será mejor no mencionar delante de tus hombres, ¿no crees?

Capricornio lo escudriñó en silencio durante unos instantes que se hicieron eternos. Luego sonrió. Fue una sonrisa tenue, lívida, que se dibujó en las comisuras de los labios mientras sus ojos vagaban por la iglesia como si se hubiera olvidado por completo de Fenoglio.

—Eres un insolente, anciano —le espetó—. Y además un mentiroso. Pero si esperas impresionarme con tu desfachatez y con tus embustes, como has conseguido hacer con Basta, me veo en la obligación de desilusionarte. Tus afirmaciones son ridículas, lo mismo que tú, y por parte de Basta ha sido una estupidez supina traerte hasta aquí, porque ahora tendremos que librarnos de ti de un modo u otro.

Basta palideció. Se acercó con premura a Capricornio, la cabeza hundida entre los hombros.

—¿Y si no miente? —oyó Meggie que le decía en voz baja a Capricornio—. Esos dos sostienen que todos nosotros moriremos si tocamos al viejo.

Capricornio le dirigió tal mirada de desprecio que Basta retrocedió trastabillando, como si le hubiera golpeado.

Fenoglio, sin embargo, tenía pinta de estar divirtiéndose de lo lindo. A Meggie le daba la impresión de que observaba todo aquello como si fuese una obra de teatro representada ex profeso para él.

—¡Pobre Basta! —le reprochó a Capricornio—. Vuelves a ser muy injusto con él, pues tiene razón. ¿Qué pasa si no miento? ¿Si os he creado de verdad a ti y a Basta? ¿Os desvaneceréis sin más en el aire si me hacéis algo? Todo habla en mi favor.

Capricornio soltó una carcajada, pero Meggie se dio cuenta de que sopesaba las palabras de Fenoglio y le inquietaban… aunque se esforzaba por ocultarlo tras una máscara de indiferencia.

—Puedo demostrarte que soy quien afirmo ser —dijo Fenoglio en voz tan baja que sólo Capricornio, Basta y Meggie escucharon sus palabras—. ¿He de hacerlo aquí, delante de tus hombres y de las mujeres? ¿Debo hablarles de tus padres?

En la iglesia se había hecho el silencio. Nadie se movía: ni Basta ni los demás secuaces, que esperaban ante los peldaños. Hasta las mujeres que estaban fregando el suelo por debajo de las mesas se incorporaron para mirar a Capricornio y a aquel viejo desconocido. Mortola seguía de pie junto al sillón, con el mentón proyectado hacia delante, como si de ese modo pudiera oír mejor lo que susurraban allí abajo.

Capricornio contemplaba en silencio los botones de sus puños. Parecían gotas de sangre sobre su camisa clara. Luego fijó sus ojos blanquecinos en el rostro de Fenoglio.

—¡Di lo que se te antoje, viejo! Pero si aprecias en algo tu vida, procura que sólo lo escuche yo.

Aunque hablaba en voz baja, Meggie percibió en su voz una furia reprimida a duras penas. Nunca había sentido tal terror.

Capricornio hizo una seña a Basta, y éste retrocedió unos pasos de mala gana.

—Supongo que la pequeña sí podrá oírlo, ¿verdad? —Fenoglio puso su mano encima del hombro de Meggie—. ¿O también le tienes miedo a ella?

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