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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (22 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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El sitio duró diez años y Troya fue vencida e incendiada, sus hombres asesinados, sus riquezas robadas y sus mujeres secuestradas. Los héroes de aquellos días no eran muy remilgados y nadie le hacía ascos, por aquel entonces, a un botín de guerra, ya fuese en monedas de oro o con dos piernas y faldas.

La crónica de aquel asedio nos ha llegado a través de los cantos homéricos y de otros poemas y relatos griegos o romanos posteriores a Homero. No es probable que las narraciones poéticas se ajusten a la realidad histórica, aunque es muy posible que los héroes cantados en la gesta fueran hombres de carne y hueso. La tradición señala el año 1183 a.C. como la fecha de la derrota de Troya, en tanto que los poemas homéricos pueden situarse cuatro siglos más tarde. De modo que cuatrocientos años de imaginación popular adornando un acontecimiento muy antiguo han debido vestir con no poca ficción a la verdad de la Historia.

Pero nos importa muy poco, a estas alturas, cómo cayó Troya y qué sucedió en la guerra. Importa el legado de aquel acontecimiento bélico, esto es: los dos monumentales poemas homéricos, la
Ilíada
y la
Odisea
, que han llegado hasta nosotros. Ardió Troya, y de sus cenizas nació la primera voz genuinamente poética del hombre, el primer escritor tal y como hoy entendemos ese oficio.

En la agencia de viajes turca donde compré plaza para visitar Troya había conocido a un muchacho surafricano que trabajaba allí, guiando grupos de turistas anglohablantes a visitar las ruinas troyanas y los escenarios bélicos de la península de Gallípolli. Charlamos un rato y le conté que, meses antes, había publicado un libro de viajes donde hablaba de Suráfrica. Quedamos en vernos por la tarde, cuando terminase su jornada laboral.

Étienne Le Roux me esperaba, con una cerveza delante, en un bar arrimado al muelle donde atracaban los transbordadores. Era un joven de unos treinta años, no muy alto, algo grueso, de cara ancha y gafas de miope. Era afrikáner, descendiente de bóers hugonotes huidos de Francia a finales del siglo XVII.

—No son muchos los europeos que pueden presumir de conocer la historia de su familia desde 1689 —me decía sonriente—, y yo sé cómo se han llamado todos mis ancestros desde aquella fecha.

—Yo no tengo ni idea de cómo se llamaba mi bisabuelo.

—El mío escribió sus memorias de las dos guerras anglo-bóers. Odiaba a los ingleses: nunca quiso aprender una sola palabra de inglés ni saludó jamás a un británico. Ya sabes que aquéllas fueron dos guerras horribles, sobre todo la segunda. En sus memorias, mi bisabuelo cuenta cómo vio a una patrulla británica que asesinaba a una mujer y a su hijo. Los siguió a distancia, y desde las colinas, escondido, iba disparándoles. Era un buen tirador. Mató a cinco.

—Ya he visto que, en tu país, afrikáners y británicos siguen siendo dos comunidades separadas.

—El odio continúa… por debajo. Yo estudié en la universidad británica y muchos de mis amigos me lo reprocharon con bastante acritud. Pero yo odiaba el
apartheid
y admiro a Mandela. Tengo bastantes amigos negros. El racismo es una lacra. Yo amo mis orígenes, estoy orgulloso de ellos, pero no comparto las ideas de muchos de los míos. Viajando aprendes que el racismo es estúpido.

Étienne trabajaba en El Cabo como gerente de un hospital. «Tenía un buen sueldo, muy buena vida: mi casa en la ciudad y un terreno en el campo, en una loma sobre el mar». Dos años y medio antes, sin embargo, decidió venderlo todo y marcharse a recorrer el mundo durante seis meses.

—Dejé en una cuenta corriente mi dinero, a mi nombre y el de un amigo, con la promesa de que no me enviaría ni un céntimo aunque se lo pidiera. Y no se lo he pedido, me he ganado la vida como buenamente he podido en este tiempo. Todas mis ropas y cosas personales se las di al Salvation Army.

—¿No tenías novia?

—Sí, prometió esperarme seis meses. Y lo hizo. Pero, claro, dos años y medio es otra cosa. Se ha casado con mi mejor amigo, al que le encomendé que la acompañara —rió Étienne—. Y se ve que la ha acompañado mejor de lo que yo esperaba.

Étienne había comenzado su viaje subiendo desde Suráfrica hasta Israel. Después estuvo en Inglaterra, en Holanda, en Francia, en Bélgica y ahora, desde hacía tres meses, en Turquía.

—Trabajé en la construcción en Tel Aviv, de repartidor de tarjetas de crédito en Londres, como instalador de carpas de circo en Amsterdam, de mezclador de perfumes en París, fui chófer de un millonario alcohólico en Bruselas y ahora soy guía turístico.

—¿Cuándo piensas seguir viaje?

—Quiero estar en Çanakkale tres o cuatro meses más. A un país no lo conoces bien si permaneces en él menos de medio año. Claro está que tengo que escoger, porque no tendría vida bastante si viajase a todos los sitios que me interesan. Desde aquí me iré a Irán. Luego, ya veré: Oceanía, América…, quién sabe.

—Es una curiosa manera de vivir.

—Para mí, la mejor. Es probable que no vuelva nunca a Suráfrica. Mi familia piensa que estoy loco, ellos nunca han salido de allí, ni mis padres ni mis hermanos. Lo que más me gusta de esta vida es que hago siempre lo que me da la gana. Sólo echo de menos una cosa de mi país: el
biltong
, ya sabes, la carne seca, el tasajo. ¿Tú crees que es una vida loca?

—A mí me parece la mejor, aunque yo no pueda hacerla. Soy casado y tengo hijos.

—Yo, por suerte, me fui antes de casarme. No creo que me case jamás. Si eso es estar loco, me gusta estar loco.

—Tal vez encuentres un paraíso perdido donde quedarte, como le pasó a Stevenson.

—Lo malo es que hay muchos paraísos perdidos —concluyó Étienne—, mucho donde escoger. Mi paraíso, por ahora, es el camino.

Pese a su optimismo, me pareció ver en su mirada, cuando nos despedimos, un liviano poso de tristeza.

La mañana era espléndida, plena de luz, y el mar brillaba casi añil, moviéndose en ondas vigorosas bajo el brioso empuje del viento norte. El grupo de turistas lo formaban en su mayoría norteamericanos, aunque había también una pareja australiana y otra neozelandesa. Durante la I Guerra Mundial, en Gallípolli, las tropas aliadas que se enfrentaban a los turcos eran, en su mayoría, cuerpos de ejército llegados de Australia y Nueva Zelanda. Y hoy, tras el éxito del libro
Gallipolli
, de Alan Moorehead, y de la película del mismo nombre protagonizada por Mel Gibson, venir a visitar los escenarios de la batalla es casi una peregrinación para muchos habitantes de las antípodas. Y ya que están, aprovechan para echar una ojeada a las ruinas de Troya, muchos de ellos sin saber muy bien qué demonios sucedió allí.

Nuestro guía era el capitán Alí, un hombre menudo de unos sesenta años, vivaz y lleno de sentido del humor. Se había jubilado unos meses antes como comandante de submarinos de la Armada turca y hablaba un estupendo inglés. Me senté a su lado, en la parte delantera del autobús. Cuando arrancábamos, tomó el micrófono y se presentó guasón:

—Les habla el capitán Alí, su servidor y guía en la visita a la legendaria ciudad de Homero. Disculpen que hoy tenga la voz quebrada, pero ayer fue el cumpleaños de mi mujer y estoy ronco de tanto cantar el
Happy Birthday
. Es una buena mujer, la amo profundamente. ¿Qué les parece si le dedicamos desde aquí otro
Happy Birthday
?

Y así salimos de Çanakkale, todos cantando
Cumpleaños feliz
, en lengua original, bajo la batuta de Alí, que me guiñó un ojo sonriendo.

Conversamos un rato en el camino hacia Troya. Alí conocía muy bien la mitología griega y los textos de Homero. Y le gustó comprobar que yo compartía su pasión por la antigua Grecia. Luego, antes de llegar a las ruinas, volvió a tomar el micrófono:

—Queridos amigos, deben saber que la guerra de Troya comenzó con una historia de amor. Tres diosas del Olimpo: Hera, esposa de Zeus; Palas Atenea, diosa de la sabiduría, y Afrodita, deidad del amor, disputaban por una manzana de oro que tenía escrita una leyenda: «Para la más bella». Todas las mujeres son coquetas y las tres querían el honor de ser la más hermosa del Olimpo. Zeus, para poner paz, decidió que Paris, príncipe troyano hijo de Príamo, y el hombre más guapo de su tiempo, fuese el encargado de dar la manzana de la belleza a quien le pareciera más hermosa de las tres deidades. Como sucede en estos casos, ellas buscaron atraerse la voluntad del príncipe: Hera le prometió convertirle en el rey más poderoso de la Tierra si le entregaba la manzana, Atenea le ofreció lo mismo, pero Afrodita, más lista, conociendo el carácter enamoradizo de los hombres, le prometió entregarle a la mujer más bella del mundo si era ella la escogida por Paris. ¡Ah, el corazón de los hombres cuando le hablan de una hermosa mujer! Sin dudarlo, dio la manzana a Afrodita. Y un poco después, Afrodita hizo que Helena, la mujer más guapa de su tiempo, esposa del rey Menelao y cuñada de Agamenón, se enamorase perdidamente de Paris. El príncipe la secuestró y se la llevó con él a Troya. Y Agamenón organizó un ejército para vengar el honor herido de su hermano y rescatar a Helena. ¿No es un historia única?, ¿cuántas guerras se han declarado en el mundo por amor? ¡Sólo en Troya!

Luego, Alí apartó el micrófono y me dijo en voz baja: —La verdad es que los griegos vinieron a saquear la ciudad, como usted sabrá: eran unos infames ladrones, por más que los ennoblezca nuestro admirado Homero.

Mientras ascendíamos la colina de Hisarlik a bordo del autocar, me acordé de mi primera visita a Troya, casi treinta años antes. Entonces subí en un maltrecho taxi por un camino polvoriento, con mi mujer, una pareja de chicas australianas y un joven estudiante napolitano que recorría Turquía solo, mochila al hombro. Recordaba una colina de tierras secas, salpicada por algunas higueras y olivos, y toneladas de piedras desperdigadas por todas partes. Apenas había murallas en pie y era por completo imposible hacerse una idea de cómo pudo ser la ciudad. Guardaba, sin embargo, memoria fiel de mis emociones, verme allí, en los altos de la ciudad de Ilión, como nombraban a Troya los griegos, distinguiendo en la lejanía la anchura del Egeo y, a los pies de la montaña, la hilera de chopos que dibujaban el curso del Escamandro, en cuyas aguas cuando se desató la ira de Aquiles, «flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en la pelea», en palabras de Homero. Yo era entonces un chaval que había comenzado a trabajar como periodista tres años antes y un par de meses después me iría como corresponsal a Londres. Me sentía inundado de pasión literaria en aquella colina donde transcurrían las historias del primero de los dos grandes poemas homéricos. Y recité en alta voz, ante mi mujer y el joven napolitano, el hermoso comienzo del libro: «Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y arrojó a los infiernos las almas valerosas de muchos héroes, de los que hicieron presa los perros y pasto las aves…».

Ahora soplaba fuerte el viento cuando descendimos del autocar a la entrada del recinto arqueológico.

—Ventosa Ilión —le dije a Alí, recordando las palabras con que el poeta nombraba en ocasiones a la ciudad.

Me tomó del brazo mientras caminábamos hacia las ruinas.

—Ventosa Ilión, ventosa Ilión —repitió—… ¡Qué sencillo y qué hermoso al mismo tiempo! Es agradable venir aquí con turistas como usted, que saben dónde se encuentran. No dude en preguntarme lo que quiera, estoy por completo a su servicio.

La primera diferencia, con respecto a mi primera visita, fue el caballo. A las autoridades turísticas turcas no se les ha ocurrido otra cosa que fabricar un gran caballo de madera y colocarlo a la entrada de la ciudad. Por una escalera, se puede subir a su barriga y esconderse dentro del artilugio, como se supone que hicieron los griegos cuando idearon el truco para entrar en Troya y conquistarla. Dicen los folletos turísticos que es una réplica exacta de lo que pudo ser el original, representado en antiguas monedas griegas. Pero la mirada que me dirigió Alí, mientras explicaba el asunto, y en tanto los norteamericanos, australianos y neozelandeses se turnaban para trepar al interior del bicho, tenía un brillo zumbón. De manera que el caballo, como si no lo hubiera visto.

La Troya de ahora no difería mucho de la que vi tantos años antes. Es cierto que se ha excavado mucho en el lugar desde que Heinrich Schliemann, el arqueólogo alemán que descubrió la ciudad en 1871, terminó su labor. Pero después de él se ha trabajado ya con propósitos científicos, sobre todo para identificar los periodos en que pudieron ser construidas, y luego destruidas, las nueve ciudades que, desde tiempos prehistóricos y sucesivamente, se alzaron sobre esta colina de Hisarlik. Lo esencial de Troya lo desenterró Schliemann. Y se llevó el botín.

No obstante, Alí me indicó los lugares de la Troya VII, que fue la homérica, y de la que pueden verse algunos muros, alguna calle empedrada y, lo que es mejor, las Puertas Esceas, por donde salió el héroe troyano Héctor a librar su último combate con el temible Aquiles. Alí me señaló también el sitio donde pudo alzarse la torre desde la que Helena le fue nombrando al rey Príamo, uno por uno, los héroes aqueos que se preparaban, más allá de las murallas, para asaltar la ciudad. Luego, apuntó con el brazo hacia la lejanía:

—Es el monte Ida, donde Paris le entregó a Afrodita la manzana de oro —dijo Alí con cierto aire reverente—. ¿Y ve aquellos dos montículos? —señalaba—. Se cree que son los túmulos de Patroclo y de Aquiles; pero es imposible excavar allí, porque son de tierra y no hay forma de abrir un túnel, a no ser que se invierta un dineral, y en Turquía no hay mucho dinero para estas cosas.

Seguimos caminando entre pedruscos, murallones y arbolillos.

—¡Oh, una higuera! —clamó un norteamericano del grupo—. No sabía que hubiese aquí árboles como los de California.

—Pues ya ve usted —explicó Alí con ironía complaciente—. Quizá un compatriota suyo trajo la semilla.

Alí nos hablaba de Schliemann y sus obsesiones homéricas, mientras nos mostraba el lugar donde el arqueólogo alemán encontró el que bautizara como Tesoro de Príamo. Era una hondonada excavada a golpe de piqueta.

—¿Cómo se abrió la zanja —preguntó una norteamericana—, con
bulldozers
?

Y Alí no pudo más: estalló en carcajadas mientras se sujetaba el estómago con las dos manos.

—¡Mujer, mujer! —decía entre risas—. ¡
Bulldozers
en 1871!

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