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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (33 page)

BOOK: Cruzada
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Hubo una pausa e instantes después volvió a hablar la misma voz, ahora con un tono más serio y nada musical, aunque no pude entender la mayoría de sus palabras.

―Declaro abierto el vigésimo segundo Procedimiento de la cuadragésima tercera Corte del Anillo de los Ocho. Seguiremos las actas tal como han sido establecidas por los fundadores de esta corte y, en ausencia de ocho, permitiremos que presidan seis. Las actas serán secretas y no estarán sometidas a las leyes del Archipiélago, el Dominio o el imperio. Permitid la entrada de los prisioneros.

Oímos un crujido de tela y de pronto las cortinas se abrieron por el centro y todo se llenó de luz, mareándonos a ambos. Cuando pude abrir un poco los ojos, pues el intenso brillo de la luz de éter parecía dirigido exclusivamente a nosotros, la tela que nos rodeaba (aunque no la que teníamos encima) había desaparecido.

Por unos instantes no pude ver nada en absoluto. Sólo oí otra vez aquella voz, proveniente de algún lugar a mi izquierda. No estábamos en una sala tan amplia, eso podía afirmarlo, aunque el techo era bastante elevado.

¿Qué querían decir con

¿Y qué querían decir con lo del «Anillo de los Ocho» y esos números crípticos?

―Los prisioneros Cathan Tauro y Ravenna Ulfhada, antiguos magos del elemento Sombra ―anunció el hombre―. Ninguno de ellos ha sido ordenado con ningún cargo ni autoridad que superen los de esta corte. Por lo tanto, se encuentran sometidos a cualquier censura, veredicto o sentencia dictados por el Anillo de los Ocho. En ausencia de un faraón coronado o de un jerarca, no existe ninguna autoridad más alta. La decisión de cinco de los ocho será definitiva.

Mientras mis ojos se hacían a la luz, conseguí distinguir vagas siluetas, pero todos parecían llevar túnicas con capucha y no vi ninguna cara. ¿Quiénes eran?

―Se los acusa de blasfemia, apostasía y traición. Al haberse incriminado a sí mismos, su culpabilidad está fuera de toda duda. La corte deberá juzgar sólo la magnitud de su ofensa y el castigo adecuado.

―¿Qué derecho tenéis a hacerlo? ―exigió Ravenna―. Las únicas leyes que hemos violado son las del Dominio.

―Silencio ―ordenó uno de los sujetos que teníamos enfrente. Su voz me resultaba conocida, pero no conseguí reconocerlo―. Se os ha dicho que esta corte no responde a ninguna otra jurisdicción que la suya propia.

―¡Porque vosotros habéis decidido que así sea!

Ravenna estaba furiosa, pero era una furia a la que, más allá de su temperamento habitual, se sumaba la preocupación. Yo me sentía más incómodo a cada momento. No era una pesadilla ni un Consejo fingido. No había ninguna ventana en toda la sala, sino negros cortinajes en los muros, que parecían haber estado allí siempre. Aquel sitio había sido construido para albergar un juzgado... pero ¿por quién?

―No tenéis otra posibilidad que escuchar y obedecer ―dijo el hombre.

Ravenna abrió la boca como si fuese a decir algo más, pero antes de hacerlo su expresión se contrajo y sus rodillas cedieron, obligándola a caer hacia adelante contra los barrotes. Yo mismo me descubrí paralizado e impotente. Otra vez el condenado Tekla.

No ignoraba que aquél era el procedimiento de las cortes de la Inquisición. Recordé las descripciones de personas que habían recibido penas ligeras; es decir, que habían sido sentenciadas a años de encierro en lugar de morir en la hoguera. Quienes se habían atrevido a contar su experiencia hablaban de magos mentales empleados para imponer orden, jueces encapuchados y celdas como la que ocupábamos.

Sin embargo, ésa no era una corte de la Inquisición. ¿Por qué habrían hecho los heréticos la suya siguiendo ese ejemplo? Se suponía que los jueces heréticos no empleaban métodos precisamente elogiables, pero, en teoría, detestaban todo lo que significaba la Inquisición: sus juicios secretos, su carencia de justicia y su poco respeto por los principios de Thetia y las leyes del Archipiélago que derivaban de ellos. La que nos juzgaba no podía ser una corte herética. Pero ¿qué era entonces?

―Cathan sólo ha sido sometido a un suave interrogatorio ―le informó Tekla con voz respetuosa a un funcionario de la corte. Debí de perderme algo que habían dicho―. Ravenna ya ha sido debidamente interrogada hace un tiempo por otro oficial del Anillo.

―¿Se encuentra aquí ese oficial?

―Sí.

―Entonces que presente sus pruebas.

El hombre que se puso de pie iba vestido de negro y, al igual que el resto, llevaba una capucha. Apenas empezó a hablar, Ravenna emitió un alarido de dolor.

Lo miré por un momento, incapaz de creer lo que estaba oyendo, y entonces la decepción me golpeó como una ola, noqueándome por completo. Mis piernas se volvieron se pronto demasiado débiles para sostenerme, pero me las compuse para arrodillarme por propia voluntad, con la mirada fija en el suelo y en un estado de absoluta tristeza.

Podríamos habernos rendido a ellos en lo alto del lago antes que soportar la huida a través del bosque buscando la libertad, si hubiésemos sabido que volveríamos a caer en manos de Memnón.

―¡Trabaja para el Dominio! ―grité, pero me silenciaron del mismo modo que habían hecho con Ravenna, haciendo que la cabeza me doliese penosamente. Cerré los ojos como si eso pudiese mejorar la situación, pero en mi mente se formaron imágenes, imágenes de lo que le había sucedido a Ravenna en Tehama más de un año atrás.

La vi recorriendo hacia mí los últimos metros de un camino de montaña, se delgada silueta envuelta en un pesado impermeable. Hacía frío, un frío demoledor, y había muy poco aire. Ravenna jadeaba para respirar y se apoyaba en un hombre con ropas negras de funcionario.

Yo veía todo aquello a través de los ojos de Memnón. Tras un instante, él descendía unos pasos para recibirla y la ayudaba a atravesar los pocos metros que faltaban hasta la cima del pasaje. Los rodeaban montañas como torres, con los picos nevados carentes de cualquier forma de vida. Por debajo, en dirección al camino que él había recorrido, se veía apenas una capa de nubes, una masa lo bastante gruesa para obstruir cualquier visión de Qalathar, situada varios kilómetros más abajo. Apenas tuve tiempo de distinguir eso y la otra capa de nubes ubicada sobre Memnón.

Ravenna se detuvo al borde del camino, al resguardo del viento, y pude ver por primera vez la escena que se abría ante Memnón: un lago gris oculto a medias por la niebla en sus límites más lejanos, rodeado de verdes bosques que poblaban las montañas a ambos lados. Bosques tropicales, comprobé tras un instante (aquéllos no eran pinos, ni tampoco cedros). ¿Cómo podría sobrevivir allí arriba un bosque tropical en lo que parecía un clima helado? No se me ocurría una respuesta, pero era un paisaje peculiar junto a esas aguas nubladas e inmóviles.

Memnón y los hombres y mujeres que lo acompañaban condujeron a Ravenna a través del bosque, de regreso a la cálida humedad que ella tanto añoraba. El camino era muy antiguo, parecía desgastado en los bordes y no estaba en buenas condiciones, pero no parecía demasiado transitado.

La escena cambió de forma abrupta, produciéndome una desorientación que me aturdió por unos instantes hasta que pude asimilar la imagen siguiente. Tenía lugar en una inmensa sala circular con gigantescos pilares ocres y una cúpula en el techo. Un grupo de personas emergió del extremo más lejano para recibir a Ravenna, y percibí la alegría en su rostro mientras abrazaba a Drances, a otros y, por fin, a una mujer algo mayor que se parecía a Ravenna. ¿Sería una tía o quizá su abuela? No daba la sensación de ser tan viejas; quizá rondase los sesenta años, la edad que hubiesen tenido los padres de Ravenna de estar con vida. Sería, pues, una tía.

―Bienvenida, pequeña cuerva ―le dijo Drances con cariño, y Ravenna no pareció tomarlo para nada como un insulto.

―El Colegio y los tribunos te dan la bienvenida ―añadió otra mujer―. Debes de sentirte exhausta, pero espero que me acompañes durante el almuerzo.

Uno o dos minutos después, casi toda la gente se había marchado y Drances acompañó a Ravenna, Memnón, la tía y un par de personas más afuera del salón.

Volvió a cambiar la escena, aunque en esta ocasión lo sufrí menos porque me estaba habituando a la experiencia.

Ahora el mismo grupo estaba sentado a una mesa en una sala bellamente decorada que no parecía tener iluminación ni de leños ni de éter. Las paredes estaban llenas de murales cuyo estilo no parecía ni thetiano ni qalathari, sino de una escuela diferente, más naturalista que lo que había visto del arte de Qalathar, pero con un énfasis muy distinto al thetiano.

La tía alzó una copa de cristal de roca para brindar.

―Bienvenida a tu hogar, Raimunda. Ha pasado tanto tiempo.

Sentada frente a ella, con aspecto descansado y ahora en mejores condiciones, Ravenna se veía tan feliz que sentí una terrible punzada al recordar dónde nos hallábamos ahora. Era sorprendente observarla tan relajada. Se había marchado de allí cuando tenía siete años...
¿o
eran trece? No me imaginaba lo extraño que podía resultar el regreso a casa después de tanto tiempo.

―Fue muy afortunado encontrarte ―dijo Drances. Había allí cuatro o cinco invitados, incluyéndolos a él y a su hijo―. Memnón me ha dicho que los inquisidores te capturaron. ¿Qué estabas haciendo en Thetia, al fin y al cabo?

―Aprendiendo ―afirmó Ravenna―. Había allí una oceanógrafa que en otro tiempo fue muy famosa, pero que fue proscrita por el Dominio.

―Oceanografía ―repuso la esposa de Drances, una mujer alta de aspecto algo distante que hasta el momento había hablado muy poco―, ¿Por qué oceanografía? No puede ser de mucha utilidad contra el Dominio.

Ravenna vaciló y se mordió el labio (gesto que, yo lo sabía muy bien, indicaba que estaba pensando).

―No en sí misma, pero Salderis, la oceanógrafa que tuve por maestra, era diferente.

―¿Salderis? ―inquirió Drances y alzó las cejas―. ¿Esa que escribió un libro sobre las tormentas?

―Sí ―asintió Ravenna―. Eso fue hace unos cuarenta años. Hemos sido sus únicos discípulos.

―¿Fue ella quien murió aquella noche, no es verdad? ―intervino Memnón.

Ravenna buscó su mirada para responderle, pero, al hacerlo, Memnón notó la expresión del rostro de su padre, como si una nube hubiese cubierto de pronto el sol y luego hubiese vuelto a dejarlo brillar. Cuando Drances volvió a hablar, su tono de voz me pareció bastante más forzado.

¿Por qué había confiado Ravenna en ellos? No había ninguna señal que indicase que Memnón trabajaba para el Dominio, y su presencia en esta sala del juzgado, así como el sueño que se desplegaba en mi mente, me confirmaron que estaba jugando a dos bandos. Lo que yo ignoraba era con qué propósito. Me pregunté qué explicación le habría dado a Ravenna.

Memnón observó a Ravenna mientras ella contaba algo de lo que había aprendido, pero los ojos del mago permanecieron atentos a su padre. Drances parecía cortésmente atento, como si su interés residiese más en lo que ella hacía que en el tema del que hablaba, del que no sabía demasiado. En contraste, Memnón mostraba una germina curiosidad al hacer preguntas.

Hubo otros cambios de escena: Ravenna caminando junto a Memnón en una terraza, mirando al lago aún cubierto por la niebla, y, luego de vuelta adentro, hablando con él y con otras personas cuyos nombres no alcancé a distinguir. En la escena siguiente había un nuevo sujeto que era lo más parecido a un oceanógrafo que tenían en Tehama, alguien a quien Ravenna no conocía, pero que le presentó Memnón.

Noté que éste intercambiaba con el otro algunas cautas miradas. Debía de ser alguna especie de delator enviado por Drances para no exponer a Memnón.

¿Cómo se habría estropeado todo? A Drances no le gustaba la idea de jugar con las tormentas, aunque no podía decir por qué. Ravenna no parecía notar que algo no iba bien y, mientras tanto, conversaba acerca de éstas con sus nuevos conocidos.

En mi mente se formó otra escena: Drances convocando a Memnón para que le proporcionase pruebas en vistas a una reunión secreta del Colegio de Tribunos.

Un murmullo de horror recorría la cámara cuando Memnón acabó su discurso. Algunos de los tribunos sacudían sus cabezas y se mordían los labios murmurando a sus vecinos:

―No se debería permitir jugar con las tormentas.

―Mira lo que ocurrió cuando...

―Recuerdo que mi padre me contó...

―Esto es muy perturbador ―sostuvo un tribuno, hablando a toda voz para que todos pudiesen oírlo. Era un sujeto corpulento con expresión preocupada―. Interesarse en materias académicas, como Salderis, no es malo en sí, pero no tenemos la menor idea de las consecuencias que podría tener poner esos conocimientos en práctica.

―Podría ser un arma formidable, Lausus ―afirmó la mujer que había dado la bienvenida a Ravenna poco antes en nombre del Consejo.

―Lo fue ―subrayó el corpulento Lausus―. Nuestros aliados de Tuonetar la emplearon en la guerra contra los thetianos, y mira el daño que ocasionó. No debemos permitir que eso suceda. Es preciso detenerla antes de que siga difundiendo este mal.

Hubo un asentimiento general.

―Sabemos cuánto sufrimiento puede ocasionar la guerra ―dijo Drances―. Pocos tienen tanta idea como nosotros. La historia de los demás ha sido demasiado distorsionada por el Dominio y los thetianos. Ravenna ha sido pervertida por las ideas de esa mujer y ahora piensan que pueden emplear las tormentas contra el Dominio sin alterar el clima.

―Salderis no estaba de acuerdo con eso ―señaló Lausus―. No, si leí bien su libro.

―¿Qué hacemos entonces? ―inquirió la mujer―. Estoy de acuerdo con lo que se ha dicho. Podría ser un arma devastadora para todos, ya que no es algo que pueda emplearse específicamente contra el enemigo.

―Creo que desean comprenderlo bien ―declaró Memnón―. Ya saben cómo utilizar las tormentas, pero antes de intentar algo más quieren comprender cómo funciona la atmósfera.

Drances negó con la cabeza.

―Eso sólo les permitiría concretar más daño con menos esfuerzo ―añadió.

―Sin embargo, necesitamos tener pruebas de lo que pretenden ―exigió otro hombre―. Y debemos decidir qué haremos con Ravenna. Es la nieta de Orethura. No podemos destituirla sin más. No me gusta tampoco la idea de castigarla, pero, dadas las circunstancias, estoy de acuerdo en que algo se debe hacer. Es necesario quitarle su posición y reputación y exponerla de forma pública como un peligro.

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