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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (61 page)

BOOK: Cruzada
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La expresión en el rostro de Sagantha era desoladora, pero, como siempre, no conseguí determinar si era o no una máscara, pues en los últimos treinta años había aprendido a ocultar sus emociones.

―¿Algún progreso en el enlace de los motores? ―consultó Sagantha, pero no lo había.

―Seguid intentándolo ―ordenó―. Timonel, haz un viraje cerrado a babor y veinte grados hacia arriba. Todos en posición de combate. Disparad al blanco B tan pronto como esté a tiro.

Las mantas del consejo tendrían tiempo para reaccionar, ya que no emplearíamos el arma de fuego, y por fin estaban separadas entre sí. Apenas habíamos completado un cuarto de giro antes de que las dos naves empezasen a separarse entre sí y virasen en dirección a nosotros amenazándonos como tenazas.

Me concentré en los controles de éter, cerré los ojos y vi con los sentidos de la nave más que con los míos propios. Los equipos del
Cruzada
eran nuevos y muy caros, de modo que la sensación de
ser
en realidad el panel de éter, observándolo todo, era más intenso de lo habitual.

―¡Adelante, a toda máquina! ―ordenó Sagantha de pronto, antes de que hubiésemos completado el giro. Entonces el
Cruzada
cambió de ángulo, preparándose para atacar de frente a la segunda nave en lugar de mostrarle la aleta de estribor. El armamento delantero era más poderoso y de mayor alcance, por lo que la maniobra era razonable.

Como si hubiésemos atravesado una barrera invisible, todas las armas delanteras se abrieron a la vez, disparando rayos llameantes y anaranjados que cruzaron el agua en dirección a la otra nave, seguidos de una ráfaga de torpedos. Todos aparecían en nuestros sensores, pero para nuestro enemigo era casi imposible ver a esa profundidad. Es cierto que lo mismo sucedía con lo que nos disparasen, pero pasaría un tiempo antes de que pudiesen abrir sus cañones. Por el momento ya teníamos ocho torpedos surcando las aguas y el fuego de pulsaciones estaba siendo absorbido por sus campos de éter.

Sentí una sacudida cuando nos golpeó el primer disparo, que fue absorbido a su vez por nuestro campo protector, que actuaba como una capa exterior de energía concentrada. Despedí hacia adelante excedentes de energía, ya que todavía estábamos fuera de la mira del
Rhadamanthys.

Continuamos avanzando directamente hacia el segundo manta y, tras un instante, nuestros primeros torpedos dieron en el blanco. Dos de ellos pasaron entre las aletas, produciendo ondas brillantes en los campos de éter, seguidas de llamaradas amarillas y blancas a medida que se disipaba el efecto de las explosiones.

―Más torpedos ―oí que decía Sagantha después de alcanzarnos las primeras municiones enemigas.

Tras cada disparo contra nuestros campos protectores, sentía pequeños golpes de éter, como si sufriese la reacción de la propia nave. Supongo que debía haber esperado esa sensación, que era mucho más intensa dada mi posición ante el panel.

Pero nuestro campo de éter seguía en pie sin la menor señal de debilitamiento, mientras que los sucesivos rayos de pulsaciones y una segunda ofensiva de torpedos acabaron por afectar a la nave enemiga. Uno de los últimos dio de lleno en una aleta y explotó por debajo de sus campos de popa, los más débiles de la manta. Otros dos torpedos impactaron en el casco sin que sus efectos pudiesen ser contrarrestados.

Ahora nos estábamos aproximando a la otra nave y si manteníamos el rumbo chocaríamos contra ella. Entonces el
Cruzada
empezó a virar hacia arriba, colocando en posición algunas de las armas laterales y posteriores.

Nuestros ataques castigaron sin pausa los campos del enemigo hasta que las llamaradas de cada impacto se unieron formando una única oleada.

A medida que nos echábamos sobre ellos, la cantidad de energía que derramábamos sobre sus campos de éter alcanzó su punto limite y éstos estallaron, dejando a la manta enemiga inerme ante nuestros persistentes disparos. Noté cómo se sacudía ante cada impacto y vi las llamas internas después de que uno de nuestros torpedos penetró en el conducto del motor.

Sentí de nuevo fuertes dolores y comprendí que el
Rhadamanthys
había abierto fuego contra nuestro debilitados campos de éter de popa. Me había concentrado demasiado en defendernos contra la otra nave y no los había reforzado. ¡Por Thetis, cómo podía ser tan estúpido!

Por fortuna, el grueso casco del
Cruzada
había evitado daños hasta el momento en que corregí mi error. Entonces nuestros marinos empezaron a disparar contra el
Rhadamanthys.
Nuevos torpedos impactaron en su casco, ahora a poca distancia. Sagantha estaba despilfarrándolos con demasiada tranquilidad, y nuestra reserva no era interminable.

Volvimos a dar marcha atrás en un esfuerzo por mantener cierta distancia con el
Rhadamanthys,
pasando justo por encima de su maltrecho compañero. El fuego enemigo parecía errar el blanco, pero el nuestro no era mucho mejor, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta que nuestros artilleros no tenían entrenamiento militar.

―Mantened el fuego ―ordenó Sagantha―. Timonel, disminuye la distancia de tiro.

Feliz de no sufrir más impactos de éter durante unos minutos, miré cómo nos aproximábamos al
Rhadamanthys,
que ahora intentaba dar media vuelta. Sentí un nuevo estremecimiento y me pregunté de dónde provendrían los disparos.

Luego algo similar a una negra nube pareció rodearnos y nuestros sensores quedaron paralizados. No podía ver nada y oí a Sagantha maldiciendo. Durante un segundo el mago mental relajó su control sobre mí para ayudar a Chlamas, pero cuando intenté hacer mi propia magia la obstrucción ya había regresado. Seguíamos navegando a ciegas y con peligro de chocar contra la otra nave.

―Veinte grados a babor, subid unos cien metros ―ladró Sagantha. Desde el inicio del enfrentamiento nos habíamos movido en círculos a babor. Si pudiese encargarme de aquel condenado mago mental...

Pero tampoco la desesperada maniobra de Sagantha nos libró de la nube de sombras, que parecía inundarlo todo. ¿Por qué ninguno de nosotros había previsto algo tan obvio? Chlamas había utilizado esa estratagema innumerables veces durante los ejercicios nocturnos en la Ciudadela, y allí había muchas más sombras que aquí. De todos modos, su manto tenía que tener un límite, no podía extenderse eternamente.

La muralla que formaba el acantilado se hallaba a sólo unos nueve kilómetros de distancia, por lo que era imposible seguir avanzando en línea recta.

―¿Estás seguro de que no puedes utilizar tu magia? ―protestó Sagantha. Ravenna respondió por ambos mientras el
Cruzada
vagaba a la deriva.

―Artilleros, disparad unas ráfagas ―ordenó Sagantha―. A ver si podéis dispersar la niebla.

Pero no dio resultado. Había que hacer algo que anulase la magia. Sólo los Cielos podían saber de dónde sacaba aquel mago el poder para mantenerla durante tanto tiempo.

Pero ¿qué sucedería si hubiese anclado la nube al casco de nuestra manta? Era poco probable, pues los campos de éter la hubiesen rechazado.

A menos que colgase de los campos.

Más sacudidas, en esta ocasión debidas a pulsaciones de fuego. Estaban rodeando nuestro casco demasiado de prisa para que pudiese determinar su procedencia.

Pulsé el control de éter y desactivé los campos. Entonces todo el puente de mandos se convulsionó cuando un disparo de pulsaciones golpeó directamente en nuestro casco. Pero volvimos a ver.

―¡Cathan, vuelve a levantar los campos de éter! ―ordenó Sagantha. Los impactos eran terribles, casi tan dolorosos como los producidos en el éter de la capa protectora, y sentí alivio cuando los campos volvieron a cubrirnos.

―¡Ya podemos ver! ―dijo Palatina―. ¡Fuego!

Los artilleros no necesitaron que nadie los urgiera y dispararon las armas contra el
Rhadamanthys
a poca distancia. Cuatro o cinco de sus rayos de municiones dañaron el casco de la otra nave, que emprendió la retirada a la vez que disparaba más torpedos contra nuestros campos. Empecé a marearme. ¡Mejor no imaginar cómo sería la experiencia de luchar contra la flota! En teoría, el puesto de los controles de éter era rotatorio.

El
Rhadamanthys
se perdió de vista, pero le llevó unos minutos dar media vuelta y volver a colocarse en posición de combate. Su compañera yacía, varada en el agua, a la deriva e incapaz de participar en la batalla que se desarrollaba a su alrededor.

―Acabemos con ellos ―dijo Sagantha con frialdad y Oailos dio su asentimiento. Habíamos dañado uno de los conductos de ventilación del motor del
Rhadamanthys
(siempre la parte más vulnerable de una manta), que despedía al agua una sustancia. En tales condiciones, la siguiente embestida podía ser fatal para ellos.

Entonces se encendió el intercomunicador, y la sorpresa al oír esa voz fue peor que cualquier golpe del éter.

―Os habla el segundo oficial, Laeas Tigrana, del
Rhadamanthys.
¡Ravenna, por el amor de Thetis, cesad el fuego!

Su voz sonaba distorsionada, pero pude oír gritos de fondo.

―Es un truco ―dijo Oailos―. Concluyamos.

―No ―dijo Ravenna―. Dejad de hacer fuego. Ahora.

Sólo podía oír sus voces, no ver la expresión de sus caras.

―Quieren ganar tiempo para maniobrar ―opinó Amadeo.

―Laeas es un amigo ―grité―. Confiad en él.

Ravenna activó el intercomunicador y le habló a Laeas:

―¿Sigue vivo el mago mental?

―Sí... creo que sí. Está inconsciente. ―Hizo una pausa―. El capitán y su primer oficial han muerto y yo no estoy bien. No sobreviviremos a otro ataque.

―¿Y Chlamas?

―Chlamas... no os molestará. Lamento lo sucedido, Ravenna. Y Cathan y Palatina, si podéis escucharme, lo lamento de veras.

Ravenna no dijo nada durante un instante.

―No podemos esperar ―declaró ella―. ¿Sobrevivirás?

―Podríamos llegar a Jaya ―contestó Laeas un momento después―. Al menos, la mayoría. Algunos no podrán sobrevivir tanto tiempo. Y los motores del
Espíritu Marino
están destruidos.

―Enviaremos a alguien a rescatarnos cuando hayamos llegado a Tandaris ―replicó ella.

Se produjo un silencio muy prolongado en el otro extremo de la línea, y me pareció oír una conversación entre murmullos.

―Tendréis problemas ―añadió Laeas―. Ignoro lo que trama el consejo, pero hay por lo menos doce naves nuestras en el mar Interior. Saben por dónde navegáis y tienen consigo a todos y cada uno de los magos mentales del Archipiélago. Ukmadorian ha jurado aniquilaros.

―Gracias ―concluyó Ravenna―. Siento que no podamos quedarnos para ayudaros.

―Lo comprendo ―respondió Laeas―, Buena suerte.

Para entonces el timonel ya había puesto el
Cruzada
en movimiento y aceleró hacia las profundas tinieblas, dejando atrás a su suerte al
Rhadamanthys
y al
Espíritu Marino.
No podíamos hacer otra cosa.

Abandoné los controles de éter y miré alrededor mientras me masajeaba los dedos para contrarrestar el efecto de los impactos.

―Bien hecho ―dijo Palatina, pero había poca alegría en su voz―. Sagantha, ¿cuántas naves tiene el consejo?

―Hace un mes tenía diecinueve.

Sentí cómo los demás suspiraban.

―¿Diecinueve? ―
repitió Ravenna con calma.

Huasa, el más pequeño y menos importante de los continentes, tenía dieciséis mantas, aunque ninguna era un buque de combate. Taneth y Cambress poseían sesenta mantas cada una, mientras que Thetia tenía ochenta.

Diecinueve no parecían muchas, pero durante todos esos años habíamos creído que el consejo no tenía nada, ni siquiera unos pocos barcos.

―¿Por qué? ―preguntó Ravenna, caminando hasta situarse frente a su asiento, y a continuación gritó―:
¿Por qué no me lo habíais dicho?

Oailos pareció a punto de explicar algo, pero negué con la cabeza y le sugerí que se callase. Al menos por el momento. Todos los ojos estaban clavados en las dos figuras situadas en medio del puente de mando: el almirante y la faraona.

―Todavía no era el momento de que lo supieses.

―¿Y cuándo sería el momento? ―replicó ella, furiosa―. Durante todos estos años creí lo que ellos me decían... y creí lo que tú me decías. No teníamos naves, no podíamos hacer nada.

―Esas naves no hubiesen podido ganar una guerra ―señaló Sagantha.

―Pues parece que ahora lo harán, ¿Cómo te permites afirmar que deseas lo mejor para mí? ¿Cómo te atreves a decir que me eres leal?

―Lo soy ―insistió Sagantha―. Siempre lo he sido. Demasiado leal como para dejar que desperdicies tus oportunidades malgastando fuerzas.

―Eso puedo decidirlo por mí misma. ¿Nunca se me permitirá madurar y tomar mis propias decisiones? ¿Acaso cuando tenga setenta años seguirás diciéndome «dentro de unos pocos años más»?

―Si te hubiese dejado emplear aquella flota para recuperar el control, el Dominio habría declarado una cruzada ―continuó él sin alterarse, una silueta inmutable en su asiento de capitán―. Habrías sido faraona de un desierto.

―No es motivo suficiente. A mí me correspondía tomar esa decisión. Sabía que ser faraona equivalía a vivir como marioneta de alguien más, de todos los que claman defender mis intereses. ¡Pero no me percaté de que eso sería así hasta el final de mis días! Muy bien, almirante Karao. ¿Deseas controlarme, quieres decirle al Archipiélago qué debe hacer? ¡Pues adelante! Te lo permitiré, pero sólo porque se trata de la única decisión que alguna vez podré tomar. De aquí en adelante ya no seré la faraona. Ya no seré nada. Me uniré a Cathan en el anonimato que él tuvo la inteligencia de escoger. A partir de este momento,

eres el faraón del Archipiélago. Y que Thetis se apiade de tu alma.

Mientras Ravenna se retiraba dando un portazo, todos los ojos estaban fijos en Sagantha. Pasó un rato antes de que dijese algo:

―Cathan, baja al compartimento de las rayas y asegúrate de que no cometa ninguna estupidez. Timonel, mantén el curso hacia la costa de la Perdición.

No había habido señales de Ravenna cuando retorné al puente de mando para ayudar en la navegación a través de la costa, y no supe nada más de ella hasta que nos topamos con el
Estrella Sombría
y otras cuatro mantas del consejo en las poco profundas aguas del mar Interior.

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