Read Cuando comer es un infierno Online
Authors: Espido Freire
No recuerdo nada de esa borrachera, salvo que jamás me había ocurrido antes, porque nunca había sido aficionada a beber, aunque lo fingía para presumir ante mis amigos. Mis padres intentaban razonar conmigo, pero yo sólo decía que quería terminar de una vez y que mi vida no merecía la pena.
Cuando desperté sin resaca y con mucho miedo al día siguiente, mi madre me preguntó qué razones tenía para desear morir. Si me había dejado algún chico, si tenía algún problema grave, si las clases iban bien. Me enumeró las ventajas de mi vida, de ser joven, de tener toda la vida por delante, el placer de irme durante el verano al extranjero, por mi cuenta. Yo dije a todo que sí, apenas hablé de mi profunda depresión, y mis padres quisieron olvidar lo más rápido posible el incidente; aunque mi padre no era partidario de dejarme marchar a Irlanda, al final también en eso me salí con la mía.
Fue el verano más feliz de mi vida, en el que hice realmente lo que quise, conocí gente maravillosa, y me sentí libre, libre, libre. Desde el primer día utilicé todo el encanto del que fui capaz, y logré ser la reina del grupo, el centro de las clases, la chica más solicitada y querida. Aún no sé cómo lo conseguí. En las fotos de ese verano aparezco siempre en el centro de la imagen, sonriente, delgada (había bajado dos o tres kilos) y transpiro seguridad en mí misma. Había dejado atrás todas las preocupaciones y la tensión de mi vida diaria, mis padres, mis clases. Podía olvidarme de todo y ser otra yo, la que siempre había deseado ser. La opinión general era que yo era guapa y tremendamente atractiva, y apenas podía ocultar mi satisfacción porque eso fuera así.
Creía ser muy amable con todos, y no me di cuenta de que en realidad había conseguido manipular muy efectivamente a los que me rodeaban. Aunque sentía afecto por ellos, no los respetaba, y lograba de cualquier forma posible salirme con la mía. Daba por supuesto que todos estaban a mi disposición, y como era una experta en fingir seguridad y en organizar fiestas, excursiones y acontecimientos (no había dejado de hacerlo desde los diecisiete años, en aquel viaje de fin de curso al que no asistí), todos seguían mis consejos y muchos de ellos giraban a mi alrededor. Yo no podía ser más feliz, ni más egoísta.
Monté una fabulosa fiesta de cumpleaños, con excursión guiada por Dublín incluida, con globos y docenas de regalos, y con las personas más guapas y buscadas del curso. Un antiguo sueño de infancia se había convertido en realidad, y esa noche tardé mucho en dormir, emocionada hasta las lágrimas. Nos aficionamos a salir casi todas las noches a un restaurante distinto, y probé cocinas exóticas como la hindú, la japonesa o la mexicana, que eran completamente nuevas para mí. No me atracaba, y ni siquiera comía mucho, pero de todas maneras vomitaba, y me sentía cada vez más limpia y más delgada.
No deseaba volver a casa en absoluto, y les insinué a mis padres que quizás pudiera quedarme un mes más, estudiar mis asignaturas en Irlanda y regresar únicamente para los exámenes. Sabía que no podía ser, sobre todo por causas económicas, y me consolaba pensando que llevaba de vuelta unas excelentes calificaciones en inglés. Y, de todas maneras, el chico con el que había comenzado a salir allí regresaba a su país al mismo tiempo que yo, de forma que parte del encanto de Irlanda desaparecía.
El regreso no fue como yo esperaba: mis padres me aguardaban en el aeropuerto, serios, y no hicieron el menor comentario sobre mi excelente aspecto ni mi diploma. Cuando llegamos a casa, me contaron que habían descubierto todas mis mentiras. Todas ellas. Que estaba repitiendo curso, que mis notas de aquel año habían sido desastrosas, que hacía dos cursos que no asistía a la academia, que me había quedado el dinero, que les había mentido todos los días y sin el menor remordimiento.
Sentí una vergüenza inmensa, pero no negué nada. Ahora que sabían todo, sólo tenía ganas de dormir y que las cosas pasaran por encima de mí, librarme del problema, de su enfado, de su dolor, y despertar cuando todo ello hubiera acabado. Poco a poco me invadió cierta sensación de alivio, de no tener que ocultar más cosas, de estar desnuda y expuesta ante ellos y volver a ser pequeña de nuevo.
No me riñeron, ni me castigaron: obviamente mi padre estaba muy enfadado, pero no lo demostró, y mi madre se tragó la decepción como pudo. Me exigieron que estudiara y fuera capaz al menos de permanecer en la universidad, y se propusieron controlar que realmente cumplía con mi palabra.
Yo no estaba dispuesta a asumir ninguna responsabilidad. Una cosa era reconocer mis fracasos, y otra ponerles remedio. Me debatí y les engañé todo lo posible, pero ellos habían preparado su estrategia durante mi estancia en el extranjero, y me forzaron a estudiar. Yo me evadía con frecuencia, soñaba con el chico de Irlanda, sus llamadas y sus cartas, y de vez en cuando pasaba revista a los regalos que había recibido por mi cumpleaños. Aquel paréntesis de felicidad parecía cada vez más irreal, más lejano, más imaginado que vivido.
Aprobé las asignaturas justas para pasar de curso, pero el nuevo año se me presentaba muy difícil, con una cantidad de materias, entre las de primero y las de segundo, imposible de sacar en un solo año. Inicié el curso muy desanimada, pendiente del correo y el teléfono, convencida de que mi chico me llevaría a su país y me rescataría de la cruel vida que me esperaba en mi casa. No sentía el menor interés por ser arquitecta, y desde luego no pensaba en cómo sería mi expediente y cómo influiría en el futuro en mi vida. Lloraba de continuo, comía muy frecuentemente, y me daban igual las palpitaciones, el frío y la gente que me rodeaba. Nunca la existencia había parecido tan gris y desesperada ahora que mis padres conocían la verdad y no podía mantener ante ellos la apariencia de hija perfecta y responsable. Creía que habían dejado de quererme.
Por Navidades volví a emborracharme; mi ligue de verano había dejado de escribirme, y yo necesitaba evasión con mayor frecuencia. Nuevamente, me bastó para ello muy poco alcohol. No había bebido desde la anterior escena con mis padres. Cuando llegué a casa, con una sorda desesperación de borracha en mi discurso, decidieron que era el momento de llevarme a un psicólogo.
RAZONES PARA PASAR HAMBRE:
—Porque puedo.
—Porque quiero.
—Porque si puedo lograr esto, puedo lograr cualquier cosa.
—Por toda la gente que me rodea que se morirá de envidia al verme.
—Porque me hace sentir renovada cada día.
—Porque no pienso parar.
—Porque siempre he querido ser así.
—Porque no tengo tiempo que perder.
—Porque es mi vida.
—Porque lo he elegido.
—Porque tengo la suficiente fuerza de voluntad.
—Porque estoy demasiado delgada, estoy jodida, y no pienso comer. Y ésta soy yo, y me adoro, de modo que ¿qué pasa?
(Encontrado en una página web pro anorexia, otoño 2001)
No sabíamos por dónde empezar. Que yo supiera, era el primer miembro de mi familia y de mis amigos que iba a un psicólogo, y aunque hacía mucho tiempo que deseaba hacerlo, no tenía ni idea de qué debía esperar de él, ni de cómo encontrar uno de confianza.
Decidimos acudir al médico de cabecera, con quien siempre me había llevado bien. Cuando mi madre comenzó a explicar el problema, él la interrumpió y quiso saber de mi boca qué me ocurría.
—Creo que tengo bulimia.
Movió la cabeza.
—No soy amigo de poner etiquetas tan pronto. ¿Qué es lo que haces?
Se lo expliqué sin entrar en muchos detalles.
—¿Condiciona tu vida normal? ¿Piensas en ello constantemente? ¿Te quedas en casa en lugar de salir con tus amigos? ¿Condiciona tus relaciones con los chicos?
Yo asentí. Me dio vergüenza que mencionara mis posibles relaciones con chicos delante de mi madre. Él dijo que debía acudir a un psiquiatra, y que no quería enviarme con este problema al centro público de salud mental. Le dedicaban poco tiempo a cada paciente, y no quería que se alargara innecesariamente mi situación. Además, añadió, acudían alcohólicos y gente con trastornos mentales severos, y no creía que eso me hiciera ningún bien.
—No es agradable —me dijo—, porque te sentirás vulnerable, y tendrás que contar cosas que te avergüenzan. Y es largo, y es caro. Pero eres muy joven, y yo siempre apuesto porque la gente joven puede recuperarse.
Preguntó a mi madre si teníamos medios para financiar un tratamiento privado, y nos facilitó el teléfono de varios psiquiatras. Mi madre insistía en el término «psicólogo» y lo hizo durante mucho tiempo. Le parecía que así suavizaba la realidad de que yo estaba enferma. Era obvio que se sentía incómoda pidiendo ayuda en ese campo, y que quería aferrarse a que mi situación no revestía gravedad.
—No tiene fuerza de voluntad para nada —se quejó, justo antes de salir—. Ni para estudiar, ni para adelgazar, ni para alejarse de la comida, ni para dejar de sentirse deprimida.
—Una persona no está enferma por falta de voluntad —contestó el médico, y en los últimos cuatro años aquellas fueron las primeras palabras que realmente me animaban—. Una persona no es alcohólica por falta de voluntad, ni se deprime por falta de voluntad. Cuando alguien está tan deprimido como lo está tu hija, hace falta precisamente mucha falta de voluntad para continuar vivo.
Yo nunca les había comentado a mis padres que la idea del suicidio había rondado mi mente muy a menudo en los últimos meses. Muchas veces no era más que un deseo inconcreto de finalizar, de descansar sin tortura, pues únicamente encontraba paz en los momentos en los que comía. Otras veces me asustaba, y pensaba que terminaría así, y que eso destrozaría a mi familia, y que aun así no podría evitarlo, y que mi vida sería, de principio a fin, un rotundo fracaso. En aquel médico encontré la comprensión y la definición exacta de lo que sentía, y eso me animó. La primera vez que acudí al psiquiatra no podía haber estado más predispuesta a favor de un tratamiento.
Habíamos escogido una profesional muy reconocida, que seguía principios psicoanalíticos, y que me acogió sin querer definir tampoco mi problema.
Decidimos establecer una sesión a la semana, en la que yo le comenzaría hablando de lo que quisiera, primero por diez minutos, luego por veinte. Me recibía y me despedía con absoluta impasibilidad, y en ningún momento de la terapia mostraba un cambio de actitud. Me sentía muy desconcertada, quizás porque había esperado una serie de soluciones, o de explicaciones de mi conducta, y lo que encontraba era que se me permitía hablar de mi vida sin intercalar una palabra. La psiquiatra no tomaba notas, y yo no tenía modo alguno de saber si recordaba o hilaba mi anterior narración con la presente, de modo que desconfiaba y no me parecía estar recibiendo una atención adecuada.
Pese a todo, deseaba tanto curarme que insistí en el tratamiento, y leí todo lo que cayó en mis manos sobre psiquiatría. Como al parecer, toda la clave estaba en el pasado y en mi infancia, hablé de mis primeros recuerdos, de la sensación de masticar lana que me invadía de vez en cuando, de la etapa anterior a caer enferma. Yo creía que de esa manera a la psiquiatra no le quedaría más remedio que admitir que mis padres eran los culpables, que su relación conmigo me había llevado a aquello. Estaba resentida con ellos por su severidad, y por su impaciencia en ver resultados desde la primera sesión de la terapia, y deseaba saberlos implicados. La psiquiatra callaba, y yo probé por otro lado: entonces, mi desesperación debía originarse por mi poco éxito con los chicos. Le hablé de ellos, de mis romances idealizados y de los reales, del daño que me habían hecho y de lo egoístas que eran. Ella no se inmutaba.
Yo continuaba vomitando, más cuando las cosas iban mal o había momentos de tensión, y menos cuando me serenaba, y mis comportamientos de bulímica no habían variado. Lo que le contaba a la psiquiatra se lo había contado en muchas ocasiones a mis amigas e incluso a mis padres, de modo que no sabía para qué servía contarlo de nuevo. Al cabo de un año de tratamiento, decidí dejarlo, con la aprobación de mis padres. Ninguno de nosotros veíamos resultados.
Ahora sé que me equivoqué, y que la terapia psicoanalítica resulta útil como refuerzo en una terapia dirigida a los trastornos alimenticios, pero que no puede ser la base de una recuperación. Si al menos hubiera hablado de cómo me sentía, eso me hubiera ayudado a romper parte de los bloqueos emocionales en los que me encerraba. Pero lo único que hacía era narrar hechos, y dejar que ella juzgara mis emociones, como había hecho siempre con mi familia y con mis amigos. Describía una situación claramente injusta hacia mí, y en lugar de incluir mi impotencia y mi tristeza dejaba que se compadecieran de mí.
A la psiquiatra no pudo escapársele la cantidad de veces qué incluía términos despectivos hacia mí y mi capacidad, y los propósitos de enmienda radicales con los que intentaba equilibrar la situación.
Tengo que, debo, no puedo seguir así.
A mí, en cambio, me costó años detectarlos. Me llevó también mucho tiempo reconocer que sentía miedo. Nadie me había considerado nunca asustadiza, porque a veces cometía auténticas imprudencias ignorando los peligros: en una ocasión intentaron atracarme, y golpeé al tipo que me amenazaba y me escapé.
Me gustaba que me consideraran valiente, y me gustaba también que alabaran, lo sufrida que era: nunca me había quejado por una enfermedad, soportaba análisis y pinchazos sin un lamento, e incluso me había sometido, cuando tenía quince años, a una operación grave y general únicamente con anestesia local, para así poder colaborar más con el médico. Mis padres lo veían como un triunfo, y yo prefería sufrir físicamente a incurrir en la debilidad de quejarme.
Como era mi costumbre, consideré la terapia como un fracaso más, y no me propuse buscar ninguna otra opción, porque juzgué que también fallaría. Sin embargo, en el año en que había acudido a la psiquiatra me había hecho más consciente de mí misma, mucho más responsable y madura, y había llegado a la conclusión de que algo que había iniciado yo, sería yo también capaz de sanarlo.
Hubo algunos momentos terribles, momentos en los que la depresión me hizo tocar fondo de nuevo, pero había aprendido a pedir ayuda, a encerrarme en mi habitación con música, sí, pero también a alertar a mi madre de lo mal que me sentía. Solía ocurrirme los fines de semana, en los que lo absurdo de mi vida se hacía más evidente porque no tenía ninguna rutina ni obligación a la que atender. Un domingo por la tarde me sentí tan mal que pedí que me llevaran al médico. Me atendió un doctor de guardia, con muy pocas ganas de emplear su tiempo en mí. Le describí lo débil y triste que me sentía, le hablé de mi tratamiento psicológico por bulimia, y tras reconocerme, me preguntó: