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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (12 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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—Ya veo —contestó ella, deseando repentinamente concluir aquella conversación—. No importa, escriba su dirección de correo. Y su experiencia laboral. Realmente, lo único que necesito es un número de teléfono para contactar con usted, y ya le llamaré.

Él continuó mirándola fijamente.

—Pero la verdad es que no me llamará.

Beth pensó que el tipo no se andaba por las ramas. Era directo y franco, lo cual quería decir que ella también debía ser franca y directa.

—No.

Él asintió.

—De acuerdo. Probablemente, si yo estuviera en su lugar y dado lo que le he dicho hasta ahora, tampoco me llamaría. Pero antes de que tome una decisión, ¿puedo añadir algo más?

—Adelante.

El tono de Beth dejó claro que no creía que nada de lo que él pudiera alegar conseguiría hacerla cambiar de opinión.

—Sí, me alojo temporalmente en un motel, pero mi intención es instalarme en el pueblo. Y también encontrar trabajo por aquí. —Mantuvo la mirada inmutable, sin pestañear—. Y ahora, respecto a mí, me licencié en Antropología en la Universidad de Colorado en el año 2002. Después me alisté en el Cuerpo de Marines, y hace dos años me retiré del Ejército con honores. Jamás me han arrestado o he tenido problemas con la justicia por ningún delito, nunca he tomado drogas y jamás me han despedido por ser incompetente. Estoy dispuesto a someterme a cualquier prueba, si lo considera necesario; además, puedo darle referencias para que confirme todo lo que he dicho. O si le parece más fácil, puede llamar directamente a mi antiguo comandante. Y a pesar de que legalmente no esté obligado a responder ciertas preguntas, le aseguro que no tomo ninguna medicación. En otras palabras, no soy esquizofrénico ni maniaco-depresivo ni sufro trastorno bipolar. Solo soy un hombre que busca trabajo, y simplemente he visto el anuncio del puesto vacante hace un rato.

Beth no sabía qué era lo que había esperado que él alegara, pero desde luego la había pillado desprevenida.

—Ya veo —volvió a decir, reflexionando sobre el hecho de que aquel individuo hubiera estado en el ejército.

—¿Sigue siendo una pérdida de tiempo para mí rellenar el formulario?

—Todavía no lo he decidido.

Beth tenía la intuición de que aquel desconocido le estaba diciendo la verdad, aunque también tenía el presentimiento de que había algo más en aquella historia, algo que no le había revelado. Se mordisqueó el labio inferior. Necesitaba contratar a alguien. ¿Qué era más importante? ¿Saber lo que él le ocultaba o encontrar un nuevo empleado?

Thibault permaneció de pie delante de ella, calmado y con la espalda erguida. Su postura inspiraba confianza. «Así que militar, ¿eh?», se dijo mientras lo observaba con el ceño fruncido.

—¿Por qué quiere trabajar aquí? —Su tono le sonó receloso incluso a ella—. Con una licenciatura universitaria, probablemente podría encontrar otro trabajo más interesante en el pueblo.

Él señaló con la cabeza a
Zeus
.

—Me gustan los perros.

—Pero es un trabajo que no está muy bien remunerado.

—No necesito mucho dinero.

—Las jornadas pueden ser largas.

—Ya lo suponía.

—¿Ha trabajado antes en una residencia canina?

—No.

—Ya veo.

Él sonrió.

—Usa esa expresión muy a menudo.

—Sí, es verdad —admitió ella, con una recomendación para sí misma: «Tengo que dejar de utilizarla»—. ¿Y está seguro de que no conoce a nadie en el pueblo?

—No.

—Acaba de llegar a Hampton y ha decidido que quiere quedarse.

—Sí.

—¿Dónde está su coche?

—No tengo coche.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Andando.

Beth pestañeó, sin acabar de comprender lo que acababa de oír.

—¿Me está diciendo que ha venido caminando desde Colorado?

—Sí.

—¿Y no le parece que eso es bastante extraño?

—Supongo que depende de los motivos.

—¿Cuál es su motivo?

—Me gusta caminar.

—Ya veo. —No podía pensar en nada más que decir. Beth asió el bolígrafo, buscando una evasiva—. Supongo que no está casado.

—No.

—¿Tiene hijos?

—No. Solo tengo a
Zeus
. Pero mi madre todavía vive en Colorado.

Beth se apartó de la frente un mechón de pelo empapado de sudor, sin poder ocultar su sorpresa y su sofoco a la vez.

—Todavía no lo entiendo. Atraviesa todo el país, llega a Hampton, decide que le gusta el pueblo, ¿y ahora quiere trabajar aquí?

—Sí.

—¿No quiere añadir nada más?

—No.

Ella abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea.

—Discúlpeme un momento. Tengo que hablar con una persona.

Beth podía encargarse de un montón de cosas, pero aquella situación la desbordaba. Por más que lo intentara, no podía comprender todo lo que él le acababa de contar. En cierto modo, tenía sentido, pero si lo analizaba detenidamente…, había algo que fallaba. Si ese tipo estaba diciendo la verdad, entonces era un bicho raro; si estaba mintiendo, contaba mentiras bastante raras. De un modo u otro, era un tipo pintoresco. Y precisamente por eso quería hablar con Nana. Si alguien podía averiguar qué se proponía ese individuo, esa era, sin lugar a dudas, su abuela.

Lamentablemente, mientras se acercaba a la casa, Beth se dio cuenta de que todavía no había acabado el partido. Podía oír a los comentaristas deportivos que debatían si era correcto que los Mets hubieran buscado el apoyo de un PITCHER de relevo y cosas por el estilo. Cuando abrió la puerta, se quedó sorprendida al ver que la silla de Nana estaba vacía.

—¿Nana?

Ella asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—Estoy aquí, preparando una limonada. ¿Quieres un poco? Puedo exprimir limones con una mano.

—La verdad es que necesito hablar contigo. ¿Tienes un minuto? Sé que el partido todavía no se ha acabado, pero…

Nana ondeó la mano enérgicamente.

—¡Bah, no te preocupes! Ya no quiero seguir viendo el partido. Puedes apagar la tele. Los Braves no pueden ganar, y lo último que me apetece es escuchar sus excusas. Odio las excusas. No tienen ningún motivo para perder, y lo saben. Dime, ¿qué pasa?

Beth entró en la cocina y se apoyó en la encimera mientras Nana se servía el zumo del limón del exprimidor.

—¿Tienes hambre? Puedo prepararte un bocadillo en un periquete.

—Acabo de comerme un plátano.

—Pero con eso no basta. La verdad, estás más flaca que un palo de golf.

«Mira quién habla» pensó Beth.

—Quizá más tarde. En el despacho hay un chico interesado en el puesto de trabajo.

—¿Te refieres a ese chico tan majo con el pastor alemán? Ya suponía que esa era su intención. ¿Qué tal es? No me digas que su sueño ha sido siempre limpiar jaulas de perros.

—¿Lo has visto?

—¡Pues claro!

—¿Y cómo sabías que venía por lo del trabajo?

—¿Por qué otro motivo querrías hablar conmigo?

Beth sacudió la cabeza. Nana siempre se le adelantaba un paso.

—Bueno, de todos modos, creo que será mejor que hables con él. No sé qué pensar.

—¿Tienes prejuicios a causa de sus greñas?

—¿Qué?

—Sus greñas. Lleva el pelo como Tarzán, ¿no te parece?

—La verdad es que no me había fijado.

—Vamos, cielo, no me mientas. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que te preocupa?

Rápidamente, Beth le resumió la entrevista. Cuando terminó, Nana permaneció sentada en silencio.

—¿Ha venido andando desde Colorado?

—Eso dice.

—¿Y tú te lo crees?

—¿Esa parte en particular? —Beth vaciló—. Sí, creo que dice la verdad.

—Pero Colorado queda muy lejos.

—Lo sé.

—¿A cuántos kilómetros, más o menos?

—No lo sé. Muchos.

—Es muy extraño, ¿no te parece?

—Sí —contestó Beth—. Y además hay otra cosa.

—¿Qué?

—Ha sido marine.

Nana suspiró.

—Será mejor que esperes aquí. Iré a hablar con él.

Durante los siguientes diez minutos, Beth los estuvo espiando a través de las cortinas de la ventana del comedor. Nana no se había quedado en el despacho para llevar a cabo la entrevista; en vez de eso, lo había invitado a seguirla hasta el banco de madera a la sombra del magnolio.
Zeus
dormitaba a sus pies, y su oreja se movía instintivamente de vez en cuando para espantar alguna que otra mosca. Beth no acertaba a descifrar lo que decían, pero a veces veía que Nana fruncía el ceño, un posible indicador de que la entrevista no discurría por buen camino. Al final, Logan Thibault y
Zeus
retomaron el caminito de gravilla hacia la carretera, mientras Nana los observaba con expresión taciturna.

Pensó que su abuela regresaría directamente a la casa, pero en vez de eso enfiló hacia el despacho. Fue entonces cuando Beth se fijó en el Volvo monovolumen azul que ascendía por el camino.

¡El cocker spaniel! Se había olvidado por completo de que tenían que pasar a recogerlo, pero era obvio que Nana podía hacerse cargo de la situación. Beth utilizó aquellos minutos para refrescarse con un paño húmedo y beber otro vaso de agua con hielo.

Desde la cocina, oyó el chirrido de la puerta principal al abrirse antes de que entrara Nana.

—¿Qué tal ha ido?

—Oh, muy bien.

—¿Qué opinas?

—Ha sido… interesante. Es un chico inteligente y educado, pero tienes razón. Definitivamente, oculta algo.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Pongo otro anuncio en la prensa?

—Primero veamos qué tal trabaja.

Beth no estaba segura de si había oído bien a Nana.

—¿Me estás diciendo que piensas contratarlo?

—No, lo que digo es que ya lo he contratado. Empezará el miércoles a las ocho.

—¿Por qué lo has hecho?

—Me fío de él. —Nana esbozó una sonrisa melancólica, como si supiera exactamente lo que Beth estaba pensando—. Aunque haya sido marine.

Thibault

Thibault no quería regresar a Iraq, pero en febrero de 2005 volvieron a llamar a filas a todos los soldados del Primero-Quinto. Esta vez, el regimiento fue enviado a Ramadi, la capital de la provincia de Al Anbar, un lugar situado en el punto más al suroeste de lo que denominaban «el Triángulo de la Muerte». Él se pasó siete meses en la zona.

Los coches bomba y los AEI —artefactos explosivos improvisados— eran el pan de cada día. Unos mecanismos sencillos pero peligrosos: normalmente se trataba de un proyectil de mortero activado a distancia con un teléfono móvil. Sin embargo, la primera vez que uno de esos artefactos impacto en el Humvee en el que viajaban, Thibault tuvo la certeza de que las consecuencias podrían haber sido mucho peores.

—Me alegro de que oyéramos la bomba —le comentó Victor más tarde. Por entonces, patrullaban casi siempre juntos—. Eso significa que todavía estoy vivo.

—Que todavía estamos vivos —lo rectificó Thibault.

—Ya, pero de todos modos, prefiero no sufrir ningún otro atentado.

—Los dos lo preferimos.

Sin embargo, no era fácil evitar las bombas. Al día siguiente, mientras patrullaban, volvieron a sufrir otro nuevo atentado. Una semana más tarde, un coche bomba estalló junto a su Humvee, pero eso no significaba que Thibault y Victor tuvieran mala suerte. En cada patrulla, algún que otro Humvee siempre resultaba alcanzado por alguna explosión. La mayoría de los marines en el pelotón podían decir sin exagerar que habían sobrevivido a dos o tres atentados con bomba antes de regresar a Pendleton. Un par de ellos incluso habían sobrevivido a cuatro o cinco explosiones. Su sargento había salido vivo de seis. Simplemente era el pan de cada día, y casi todos habían oído la historia de Tony Stevens, un marine del Veinticuatro UEM —la Unidad Expedicionaria de la Marina— que había sobrevivido a nueve bombas. Uno de los periódicos más importantes había escrito un artículo sobre «el marine más afortunado». Se trataba de un récord que nadie deseaba superar.

Thibault lo superó. Cuando abandonó Ramadi, había sobrevivido a once explosiones. Hubo una explosión en particular de la que se libró, pero que no olvidaría jamás.

La octava. Victor estaba con él. La misma vieja historia pero con un final más desgarrador. Formaban parte de un convoy de cuatro Humvee que patrullaba por una de las carreteras principales de la zona. Una granada propulsada por cohete impacto en la parte frontal del Humvee y provocó pocos desperfectos, afortunadamente, pero los suficientes como para obligar al convoy a detenerse. A ambos lados de la carretera había filas de coches calcinados y abandonados. De repente, empezaron los disparos. Thibault saltó desde el segundo Humvee en la línea del convoy para disponer de una mejor visión. Victor lo siguió. Se pusieron a cubierto y prepararon las armas. Veinte segundos más tarde, estalló un coche bomba y la detonación los derribó y destrozó el Humvee en el que iban montados apenas unos momentos antes. Tres marines murieron. Victor cayó al suelo inconsciente. Thibault lo arrastró hasta el convoy. Después de recoger a los muertos, el convoy regresó a la zona segura.

Fue por aquella época cuando Thibault empezó a oír los cuchicheos. Se dio cuenta de que los otros marines de su pelotón empezaban a tratarlo de un modo diferente, como si creyeran que él era de alguna manera inmune a las reglas de la guerra. Los otros podían morir, pero él no. Peor aún: sus compañeros parecían sospechar que mientras que Thibault era especialmente afortunado, los que patrullaban con él eran especialmente desafortunados. No era un comportamiento descarado, pero Thibault no podía negar el cambio de actitud de los miembros de su pelotón respecto a él. Estuvo en Ramadi dos meses más después de que murieran aquellos tres marines. Las últimas bombas a las que sobrevivió solo intensificaron los cuchicheos. Algunos marines empezaron a evitarlo. Solo Victor parecía tratarlo como siempre. Hacia el final de su estancia en Ramadi, mientras se hallaban de servicio patrullando cerca de una gasolinera, Thibault notó que a Victor le temblaban las manos mientras encendía un cigarrillo. Por encima de sus cabezas, el cielo nocturno resplandecía iluminado por un centenar de estrellas.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Quiero volver a casa —explicó Victor—. Creo que ya he cumplido mi parte.

—¿No piensas volver a renovar tu compromiso con el Ejército el año que viene?

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