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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (61 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Suponiendo que el cuerpo se encuentre en el fondo del río, permanecerá allí hasta que por algún motivo su peso específico vuelva a ser menor que la masa de agua que desplaza. Esto puede deberse a la descomposición o a otras razones. La descomposición produce gases que distienden los tejidos celulares y todas las cavidades, produciendo en el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver. Cuando la distensión ha avanzado a punto tal que el volumen del cuerpo aumenta de tamaño sin un aumento correspondiente de
masa
, su peso específico resulta menor que el del agua desplazada y, por tanto, se remonta a la superficie. Pero la descomposición se ve modificada por innumerables circunstancias y es acelerada o retardada por múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o frío de la estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la profundidad de ésta, su movimiento o estancamiento, las características del cuerpo, su estado normal o anormal antes de la muerte. Resulta, pues, evidente que no podemos señalar con seguridad un período preciso tras el cual el cadáver saldrá a flote a causa de la descomposición. Bajo ciertas condiciones, este resultado puede ocurrir dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás. Existen preparados químicos por los cuales un cuerpo puede ser preservado
para siempre
de la corrupción; uno de ellos es el bicloruro de mercurio. Pero, aparte de la descomposición, suele producirse en el estómago una cantidad de gas derivada de la fermentación acetosa de materias vegetales, gas que también puede originarse en otras cavidades y provenir de otras causas, en cantidad suficiente para provocar una distensión que hará subir el cuerpo a la superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón es el resultante de las simples vibraciones. Éstas desprenderán el cuerpo del barro o el limo en el cual se halle depositado permitiéndole salir a flote una vez que las causas antes citadas lo hayan preparado para ello; también puede vencer la resistencia de algunas partes putrescibles de los tejidos celulares, permitiendo que las cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.

»Así, una vez que tenemos ante nosotros todos los datos necesarios sobre este tema, podemos emplearlos para poner fácilmente a prueba las afirmaciones de
L’Etoile
. “Las experiencias han demostrado —dice éste— que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta, requieren de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se lo amarra”.

»A la luz de lo que sabemos, la totalidad de este párrafo aparece como un tejido de inconsecuencias e incoherencias. La experiencia no demuestra que los “cuerpos de ahogados”
requieran
de seis a diez días para que la descomposición avance lo suficiente para devolverlos a la superficie. Tanto la ciencia como la experiencia muestran que el término de su reaparición es y debe ser necesariamente variable. Si, además, un cuerpo ha salido a flote por el disparo de un cañón,
no
“volverá a hundirse si no se lo amarra” hasta que la descomposición haya avanzado lo bastante para permitir el escape del gas acumulado en el interior. Quiero llamar su atención sobre el distingo que se hace entre “cuerpos de ahogados” y cuerpos “arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta”. Aunque el redactor admite la distinción, los incluye empero en la misma categoría. Ya he demostrado que el cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve específicamente más pesado que la masa de agua que desplaza, y que no se hundiría si no fuera por los movimientos en el curso de los cuales saca los brazos fuera del agua, y su ansiedad por respirar debajo de ésta, con lo cual el espacio que ocupaba el aire en los pulmones se ve reemplazado por agua. Pero estos movimientos y estas respiraciones no ocurren en un cuerpo “arrojado al agua inmediatamente después de una muerte violenta”. En este último caso, pues,
es regla general que el cuerpo no se hunda
, detalle que
L’Etoile
evidentemente ignora. Cuando la descomposición alcanza un grado avanzado, cuando la carne se ha desprendido en gran parte de los huesos, entonces,
pero sólo entonces
, perderemos de vista el cadáver.

»¿Qué nos queda ahora del argumento por el cual el cuerpo encontrado no puede ser el de Marie Rogêt dado que apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En caso de haberse ahogado, el cuerpo pudo no hundirse nunca, ya que se trataba de una mujer; o, en caso de hundirse, pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o menos. Sin embargo, nadie supone que Marie se haya ahogado, y, habiendo sido asesinada antes de que la arrojaran al río, su cadáver pudo ser encontrado a flote en cualquier momento.

»“Pero —dice
L’Etoile— si
el cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la noche del martas, no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos”. Aquí resulta difícil darse cuenta al principio de la intención del razonador. Trata de anticiparse a algo que supone puede constituir una objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado dos días en tierra, entrando en descomposición
con mayor rapidez
que si hubiera estado sumergido en el agua. Supone que, si ése fuera el caso, el cadáver
podría
haber surgido a la superficie el día miércoles, y piensa que
sólo
gracias a esas circunstancias podría haber aparecido. Se apresura, por tanto, a mostrar que
no fue
guardado en tierra, pues, de ser así, “no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos”. Me imagino que usted sonríe ante este
sequitur
. No alcanza a ver cómo la
mera permanencia
del cadáver en tierra podría
multiplicar
las huellas de los asesinos. Tampoco lo veo yo.

»“Y, lo que es más —continua nuestro diario—, parece altamente improbable que los miserables capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad”. ¡Observe en esta parte la risible confusión de pensamiento! Nadie —ni siquiera
L’Etoile
— pone en duda el crimen cometido contra el cuerpo encontrado. Las señales de violencia son demasiado evidentes. La finalidad de nuestro razonador consiste solamente en mostrar que este cuerpo no es el de Marie. Quiere probar que
Marie
no fue asesinada, sin dudar de que el cuerpo hallado lo haya sido. Pero sus observaciones sólo prueban este último punto. He aquí un cadáver al que no han atado ningún peso. Si lo hubieran echado al agua los asesinos, éstos no habrían dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al agua los asesinos. Si alguna cosa se prueba, es solamente eso. La cuestión de la identidad no se toca ni remotamente, y
L’Etoile
se ha tomado todo ese trabajo para contradecir lo que admitía un momento antes. “Estamos completamente convencidos —manifiesta— que el cuerpo hallado es el de una mujer asesinada”.

»No es la única vez que nuestro razonador se contradice sin darse cuenta. Como ya he señalado, su evidente finalidad consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo vemos
insistir
en el hecho de que nadie vio a la muchacha desde el momento en que abandonó la casa de su madre. “Carecemos de testimonios —declara— de que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio”. Dado que es éste un argumento evidentemente parcial, hubiera sido preferible que lo dejara de lado, ya que si se supiera de alguien que hubiese reconocido a Marie, digamos el lunes o el martas, el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y, conforme al razonamiento anterior, las probabilidades de que el cadáver hallado fuera el de la
grisette
habrían disminuido en mucho. Resulta divertido, pues, observar cómo
L’Etoile
insiste sobre este punto con pleno convencimiento de que refuerza su argumentación general.

»Examine ahora nuevamente la parte del artículo que se refiere a la identificación del cadáver por Beauvais. A propósito del
vello
del brazo, es evidente que
L’Etoile
peca por falta de ingenio. Dado que monsieur Beauvais no es ningún tonto, jamás se habría apresurado a identificar el cadáver basándose tan sólo en que tenía vello en el brazo. Todo brazo tiene vello. La generalización en que incurre
L’Etoile
es una simple deformación de la fraseología del testigo. Este debió referirse a
alguna particularidad
del vello. Pudo referirse al color, a la cantidad, al largo o a la distribución.

»“Sus pies eran pequeños —sigue diciendo el diario—, pero hay miles de pies pequeños. Tampoco constituyen una prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se venden en lotes. Lo mismo cabe decir de las flores de su sombrero. Monsieur Beauvais insiste en que el broche de las ligas había sido cambiado de lugar para que ajustaran. Esto no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren llevar las ligas nuevas a su casa y ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de probarlas en la tienda donde las compran”. Aquí resulta difícil suponer que el razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del cuerpo de Marie, monsieur Beauvais encontró un cadáver que en sus medidas y apariencias generales correspondía a la joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en cuenta para nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que se trataba de ella. Si, además de las medidas y formas generales, descubrió en el brazo un vello cuyo aspecto correspondía al que había observado en vida de Marie, su opinión debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento de seguridad pudo muy bien estar en relación directa con la particularidad o rareza del vello del brazo. Si los pies de Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el aumento de probabilidades de que éste correspondiera a aquélla no se daría ya en proporción meramente aritmética, sino geométrica o acumulativa. Agreguemos a esto los zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de su desaparición; aunque dichos zapatos “se vendan en lotes”, aumenta a tal punto la probabilidad, que casi la vuelven certeza. Lo que en sí mismo no sería una prueba de identidad se convierte, por su posición corroborativa, en la más segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero, coincidentes con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y si por una sola flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o más? Cada una que se agrega es una prueba múltiple; no una prueba
sumada
a otra, sino
multiplicada
por cientos o miles. Descubramos ahora en el cadáver un par de ligas como las que usaba la difunta, y sería casi una locura seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas aparecen ajustadas, mediante el corrimiento de su broche, en la misma forma en que Marie había ajustado las suyas poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es hipocresía o locura. Cuando
L’Etoile
sostiene que este acortamiento de las ligas es una práctica habitual, lo único que demuestra es su pertinacia en el error. La calidad de elástica de toda liga demuestra por sí misma que la necesidad de acortarla es
muy poco frecuente
. Lo que está hecho para ajustar por sí mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido. Sólo por accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser acortadas. Y ellas solas hubieran bastado para asegurar ampliamente su identidad. Pero aquí no se trata de que el cadáver tuviera las ligas de la joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro, o las flores de su gorro, o sus pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia generales, sino que el cadáver
tenía todo eso junto
. Si se pudiera probar que, frente a ello, el redactor de
L’Etoile
experimentó
verdaderamente
dudas no haría falta en su caso un mandato de
lunático inquirendo
. A nuestro hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de las charlas de los abogados, que, por su parte, se contentan con repetir los rígidos preceptos de los tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal se rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas para la inteligencia. Ocurre que el tribunal, guiándose por principios generales ya reconocidos y
registrados
, no gusta de apartarse de ellos en casos particulares. Y esta pertinaz adhesión a los principios, con total omisión de las excepciones en conflicto, es un medio seguro para alcanzar el máximo de verdad alcanzable, en cualquier período prolongado de tiempo. Esta práctica,
en masse
, es, por tanto, razonable; pero no es menos cierto que engendra cantidad de errores particulares
[32]
.

»Con respecto a las insinuaciones apuntadas contra Beauvais, estará usted pronto a desecharlas de un soplo. Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de este excelente caballero. Es un
entrometido
, lleno de fantasía romántica y con muy poco ingenio. En una situación verdaderamente excitante como la presente, toda persona como él se conducirá de manera de provocar sospechas por parte de los excesivamente sutiles o de los mal dispuestos. Según surge de las notas reunidas por usted, monsieur Beauvais tuvo algunas entrevistas con el director de
L’Etoile
, y lo disgustó al aventurar la opinión de que el cadáver, pese a la teoría de aquél, era sin lugar a dudas el de Marie. “Persiste —dice el diario— en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no es capaz de señalar ningún detalle, fuera de los ya comentados, que imponga su creencia a los demás”. Sin reiterar el hecho de que mejores pruebas “para imponer su creencia a los demás” no podrían haber sido nunca aducidas, conviene señalar que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien estar convencido, sin ser capaz de proporcionar la menor razón de su convencimiento a un tercero. Nada es más vago que las impresiones referentes a la identidad personal. Cada uno reconoce a su vecino, pero pocas veces se está en condiciones de dar una razón que explique ese reconocimiento. El director de
L’Etoile
no tiene derecho de ofenderse porque la creencia de monsieur Beauvais carezca de razones.

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