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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos de amor de locura y de muerte (17 page)

BOOK: Cuentos de amor de locura y de muerte
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Anoche cené en lo de Funes. No era precisamente una comida alegre, si bien Luis María, por lo menos, estuvo muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos que la dama hacía para tornarme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su hija para ir a ver a la enferma. Ésta había tenido un buen día, tan bueno que por primera vez después de quince días no hubo esa noche subida seria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre de cuarenta, ochenta, ciento veinte grados, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabeza…

¡Y aquí!: Esta sola línea del bendito Ayestarain:

Delirio de nuevo. Venga enseguida.

Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hombre discreto. Véase esto ahora:

Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos; posiblemente me daban toda su vida y toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír:

—Soy feliz. —Se sonrió.

Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.

—Y después… —murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos.

Y esta vez oí bien claro, sentí claramente en mis oídos esta pregunta:

—Y cuando sane y no tenga más delirio…, ¿me querrás todavía?

¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón!
¡Después!
¡Cuando no tenga
más delirio
! ¿Pero estábamos todos locos en la casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del
después
? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María Elvira…

No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa… Y se durmió.

De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo? Porque las cosas, para ser claras, deben ser planteadas así: La enferma con delirio, que por una aberración psicológica cualquiera, ama
únicamente
en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X, que desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas para concretarse a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con su meningitis y su inconsciencia —su incontestable inconsciencia—, murmura a nuestro amigo:


Y cuando no tenga más delirio… ¿me querrás todavía?

Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un momento haber hallado la solución, que sería ésta: María Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A quién no ha sido dado soñar que está soñando? Ninguna explicación más sencilla, claro está.

Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se puede mentir; cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los rostros familiares, para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ése, uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor —o seamos más explícitos—: con María Elvira Funes.

¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel a quien se le tendió la mano, y el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aun los rostros bienamados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó con sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mirada mareada de amor de mi María Elvira?

Sí, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finalizado, muerto, inmaterial, como si nunca hubiera sido. Y sin embargo…

Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo al principio una evidente alusión a los desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible, pues en esos veinte días transcurridos no había sido mi preocupación menor pensar en la discreción de que debía yo hacer gala en esa primera entrevista.

Todo fue a pedir de boca, no obstante.

—Y usted —me dijo la madre sonriendo—, ¿ha descansado del todo de las fatigas que le hemos dado?

—¡Oh, era muy poca cosa!… Y aún —concluí riendo también— estaría dispuesto a soportarlas de nuevo…

María Elvira se sonrió a su vez.

—Usted sí; pero yo no; ¡le aseguro!

La madre la miró con tristeza:

—¡Pobre mi hija! Cuando pienso en los disparates que se te han ocurrido… En fin —se volvió a mí con agrado—. Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y le aseguro que Luis María lo estima muchísimo.

El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarrillos.

—Fume, fume, y no haga caso.

—¡Pero Luis María! —le reprochó la madre, semiseria—. ¡Cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo mentiras a Durán!

—No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me entiende.

Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agradecía en lo más mínimo.

Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí, sana, bien sana. Había esperado y temido con ansia ese instante. Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña.

Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi juego. Era un sujeto —no digamos sujeto, sino ser— absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me hacía recordar, mientras la miraba, que una noche esos mismos ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho dedos de los míos:

—¿Y cuando esté sana… me querrás todavía?

¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral! Olvidarla… Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer.

Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colocando a éste entre María Elvira y yo; podía así mirarla impunemente so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, en un vivo deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel.

Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes:

—Y bien: ahora que me has visto de pie, ¿me quieres todavía?

¡Bah! Muerto, bien muerto me despedí y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.

Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre; admito esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores. Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés. De encantos —¡Dios me perdone!— todo lo que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tanto, su perfecta indiferencia a mi respecto no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota probabilidad de dicha puede reportarme constatar esto? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones por aquello; he aquí todo.

En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el cumplimiento de un pagaré de amor firmado sobre una carpeta de meningitis, ¡diablo!, eso no.

Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente de acostarse, pero así es. Del baile de lo de Rodríguez Peña, a Palermo. Luego al bar. Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama.

Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así:

—Estos puntitos en la pupila —me dijo, frente uno de otro en la mesita del buffet— no se han ido aún. No sé qué será… Antes de mi enfermedad no los tenía.

Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese detalle. Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos.

Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde.

—Sí —le dije, observando sus ojos—. Me acuerdo de que antes no los tenía…

Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reír:

—Es cierto; usted debe saberlo más que nadie.

¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi pecho! ¡Era posible hablar de eso, por fin!

—Eso creo —repuse—. Más que nadie, no sé… Pero sí; en el momento a que se refiere, ¡más que nadie, con seguridad!

Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono.

—¡Ah, sí! —se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado.

Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para mí. Pero sin volver a mí los ojos, como si le interesaran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de film, agregó un instante después:

—Cuando era mi amor, al parecer.

—Perfectamente bien dicho —le dije—. Su amor,
al parecer
.

Ella me miró entonces de pleno.

—No…

Y se calló.

—¿No… qué? Concluya.

—¿Para qué? Es una zoncera.

—No importa: concluya.

Ella se echó a reír:

—¿Para qué? En fin… ¿No supondrá que no era
al parecer
?

—Eso es un insulto gratuito —le respondí—. Yo fui el primero en comprobar la exactitud de la cosa, cuando yo era su amor…
al parecer
.

—¡Y dale…! —murmuró. Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel
¡y dale!
burlón, a una pregunta que nunca debiera haber hecho.

—Óigame, María Elvira —me incliné—: ¿usted no recuerda nada, no es cierto, nada de aquella ridícula historia?

Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos disponemos a oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan.

—¿Qué historia? —dijo.

—La otra, cuando yo vivía a su lado… —le hice notar con suficiente claridad.

—Nada… absolutamente nada.

—Veamos; míreme un instante…

—¡No, ni aunque lo mire…! —me lanzó en una carcajada.

—¡No, no es eso…! Usted me ha mirado demasiado antes para que yo no sepa… Quería decirle esto: ¿No se acuerda usted de haberme dicho algo… dos o tres palabras nada más… la última noche que tuvo fiebre?

María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las levantó luego, más altas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo la cabeza:

—No, no recuerdo…

—¡Ah! —me callé.

Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.

—¿Qué? —murmuró.

—¿Qué… qué? —repetí.

—¿Qué le dije?

—Tampoco me acuerdo ya…

—Sí, se acuerda… ¿Qué le dije?

—No sé, le aseguro…

—¡Sí, sabe…! ¿Qué le dije?

—¡Veamos! —me aproximé de nuevo a ella—. Si usted no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era una alucinación de fiebre, ¿qué puede importarle lo que me haya o no dicho en su delirio?

El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo, contentándose con mirarme un instante más y apartar la vista con una corta sacudida de hombros.

—Vamos —me dijo bruscamente—. Quiero bailar este vals.

—Es justo —me levanté—. El sueño de vals que bailábamos no tiene nada de divertido.

No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con los ojos a alguno de sus habituales compañeros de vals.

—¿Qué sueño de vals desagradable para usted? —me dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista.

—Un vals de delirio… No tiene nada que ver con esto. —Me encogí a mi vez de hombros.

Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no respondió una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que buscaba. De modo que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada —la ineludible forzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:

—Si quiere, entonces, baile este vals con su amor…

—…
al parecer
. No agrego una palabra más —repuse, pasando la mano por su cintura.

Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María están para mí llenos ahora de poético misterio! La madre es, desde luego, la persona a quien María Elvira tutea y besa más íntimamente. Su hermana la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite pasarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve, e incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltos.

En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere? ¿no me quiere?

Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces, en su casa, desde luego, todos los miércoles.

Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces se lo proponen. Pero siempre halla modo de no perderme de vista. Esto cuando está con los otros. Pero cuando está conmigo, entonces no aparta los ojos de ellos.

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