Cuentos de un soñador (9 page)

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Authors: Lord Dunsany

BOOK: Cuentos de un soñador
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Pero quedé asombrado cuando me dijo: «Está usted en un error respecto a la enfermedad del
gnousar;
no fue nada de eso.»

Yo repuse: «¿Cómo? ¿Ha estado usted allí?»

Y él dijo: «Si; voy a veces con el haschisch. Conozco Bethmoora bastante bien.» Y sacó del bolsillo una cajita llena de una substancia negra parecida a la brea, pero con un olor extraño. Me advirtió que no la tocara con los dedos, porque me quedaría la mancha para muchos días. «Me la regaló un gitano», dijo. «Tenía cierta cantidad, porque era lo que había terminado por matar a su padre. » Mas le interrumpí, pues anhelaba conocer de cierto por qué había sido abandonada Bethmoora, la hermosa ciudad, y por qué súbitamente huyeron de ella todos sus habitantes en un día, «¿Fue por la maldición del Desierto?», pregunté. Y él dijo: «En parte fue la cólera del Desierto y en parte el aviso del emperador Thuba Mleen, porque esta espantosa bestia estaba en cierto modo emparentada con el Desierto por línea de madre.»

Y me contó esta extraña historia: «Usted recuerda al marinero de la negra cicatriz que estaba en Bethmoora el día descrito por usted, cuando los tres mensajeros llegaron jinetes en sendas mulas a la puerta de la ciudad y huyó toda la gente. Encontré a este hombre en una taberna bebiendo ron y me contó el éxodo de Bethmoora, pero tampoco sabía en qué consistiera el mensaje ni quién lo había enviado. Sin embargo, dijo que quería ver de nuevo a Bethmoora, otra vez que tocase en puerto de Oriente, aunque tuviera que habérselas con el mismo diablo. Decía con frecuencia que quería encontrarse cara a cara con el diablo para descubrir el misterio que vació en un solo día a Bethmoora. Y al fin acabó por verse con Thuba Mleen, cuya refinada ferocidad no había él imaginado. Pero un día me dijo el marinero que había encontrado barco, y no volví a hallarle en la taberna bebiendo ron. Fue por entonces cuando el gitano me regaló el haschisch, del que guardaba una cantidad sobrante. Literalmente, le saca a uno de sí mismo. Es como unas alas. Vuela usted a distantes países y entra en otros mundos. Una vez descubrí el secreto del universo. He olvidado lo que era, pero sé que el Creador no toma en serio la Creación, porque recuerdo que El se sentaba en el Espacio frente a toda Su obra y reía. He visto cosas increíbles en espantosos mundos. De la misma suerte que su imaginación le lleva a usted allá, sólo por la imaginación puede usted volver. Una vez encontré en el éter a un espíritu fatigado y vagabundo que había pertenecido a un hombre a quien las drogas habían matado cien años antes, y me llevó a regiones que jamás había yo imaginado; nos separamos coléricos más allá de las Siete Cabrillas, y no pude imaginar mi camino de retorno. Y hallé una enorme forma gris, que era el espíritu de un gran pueblo, tal vez de una estrella entera, y le supliqué me indicara el camino de mi casa, y se detuvo a mi lado como un viento súbito y señaló, y hablando muy quedo, me preguntó si distinguía allí cierta lucecilla, y yo veía una débil y lejana estrella, y entonces me dijo: «Es el Sistema Solar», y se alejó a tremendas zancadas. Imaginé como pude mi camino de retorno, y a un tiempo justo, porque mi cuerpo estaba a punto de quedarse tieso sobre una silla en mi cuarto; el fuego se había extinguido y todo estaba frío, y tuve que mover todos mis dedos uno por uno, y había en ellos alfileres y agujas, y terribles dolores en las uñas, que empezaban a deshelarse. Al fin logré mover un brazo y alcanzar la campanilla, y nadie vino en un largo rato, porque todos estaban acostados; pero al cabo un hombre apareció, y trajeron a un médico; y él dijo que era una intoxicación de haschisch; pero todo hubiera ocurrido a pedir de boca si no hubiera topado con el cansado espíritu vagabundo.

«Podría contarle a usted cosas sorprendentes que he visto; pero usted quiere saber quién envió el mensaje a Bethmoora. Pues bien, fue Thuba Mleen.

«He aquí cómo lo he sabido. Yo iba a menudo a la ciudad después de aquel día que usted describió (yo acostumbraba a tomar el haschisch todas las tardes en mi casa), y siempre la encontré deshabitada. Las arenas del desierto habían invadido la ciudad, y las calles estaban amarillas y llanas, y en las abiertas puertas, que batían el aire, se amontonaba la arena.

»Una tarde monté una guardia junto al fuego, y, acomodado en una silla, mastiqué mi haschisch; y la primera cosa que vi al llegar a Bethmoora fue el marinero de la negra cicatriz, que paseaba calle abajo, dejando las huellas de sus pies en la amarilla arena. Y entonces comprendí que iba a ver el secreto poder que mantenía despoblada a Bethmoora.

«Vi que el Desierto había montado en cólera, porque nubes tempestuosas se hinchaban en el horizonte y se oía el mugido de la arena.

»Bajaba el marinero por la calle escudriñando las casas vacías; unas veces gritaba y otras cantaba, o escribía su nombre en una pared do mármol. Luego se sentó en un peldaño y comió su ración. Al cabo de algún tiempo se aburrió de la ciudad y volvió calle arriba. Cuando llegaba a la puerta de cobre verde aparecieron tres hombres montados en camellos.

«Yo no podía hacer nada. Y no era más que una conciencia invisible, vagabunda; mi cuerpo estaba en Europa. El marinero se defendió bien con sus puños; pero al fin fue reducido y amarrado con cuerdas e internado en el Desierto.

«Le seguí cuanto pude, y vi que se dirigían por el camino del Desierto, rodeando las montañas de Hap, hacia Utnar Véhi, y entonces conocí que los hombres de los camellos pertenecían a Thuba Mleen.

«Yo trabajo todo el día en una oficina de seguros, y espero que no me olvidará si desea hacer algún seguro de vida, contra incendio o de automóviles; pero esto nada tiene que ver con mi historia.

«Estaba impaciente, ansioso por volver a mi casa, aunque no es saludable tomar haschisch dos días seguidos; mas anhelaba ver lo que harían con el pobre hombre, porque a mi oído habían llegado malos rumores acerca de Thuba Mleen. Cuando por fin me vi libre, tuve que escribir una carta; llamé luego a mi criado y le di orden de que nadie me molestase; pero dejé la puerta abierta en previsión de un accidente. Después aticé un buen fuego, me senté y tomé una ración del tarro de los sueños. Me dirigía al palacio de Thuba Mleen.

«Detuviéronme más que de costumbre los ruidos de la calle, pero de súbito me sentí elevado sobre la ciudad; los países europeos volaban raudos por debajo de mí, y a lo lejos aparecieron las finas y blancas agujas del palacio de Thuba Mleen. Le encontré en seguida al extremo de una reducida y estrecha cámara. Una cortina de rojo cuero pendía a su espalda, y en ella estaban bordados con hilo de oro todos los nombres de Dios escritos en yannés. Tres ventanitas había en lo alto. El Emperador podría tener hasta veinte años, y era pequeño y flaco. Nunca la sonrisa asomaba a su rostro amarillo y sucio, aunque sonreía entre dientes de continuo. Cuando recorrí con la vista desde la deprimida frente al trémulo labio inferior, me di cuenta de que algo horrible había en él, aunque no pude percibir qué era. Luego me percaté: aquel hombre nunca pestañeaba; y aunque después observé atentamente aquellos ojos para sorprender un parpadeo, jamás pude advertirlo.

«Luego seguí la absorta mirada del Emperador y vi tendido en el suelo al marinero, que estaba vivo, pero horriblemente desgarrado, y los reales torturadores cumplían su obra en torno de él. Habían arrancado de su cuerpo largas túrdigas de pellejo, pero sin acabar de desprenderlas, y atormentaban los extremos de ellas a bastante distancia del marinero.» El hombre que encontré en la comida me contó muchas cosas que debo omitir. «El marinero gemía suavemente, y a cada gemido Thuba Mleen sonreía. Yo no tenía olfato, mas oía y veía, y no sé qué era lo más indignante, si la terrible condición del marinero, o el feliz rostro sin pestañeo del horrible Thuba Mleen.

«Yo quería huir, pero no había llegado el momento y hube de permanecer donde estaba.

«De pronto comenzó a contraerse con violencia la faz del Emperador y su labio a temblar rápidamente, y llorando de rabia, gritó en yannés con desgarrada voz al capitán de los torturadores que había un espíritu en la cámara. Yo no temía, porque los vivos no pueden poner sus manos sobre un espíritu, pero todos los torturadores espantáronse de su cólera y suspendieron la tarea, porque sus manos temblaban de horror. Luego salieron de la cámara dos lanceros, y a poco volvieron con sendos cuencos de oro rebosantes de haschisch; los cuencos eran tan grandes, que podrían flotar cabezas en ellos si hubieran estado llenos de sangre. Y los dos hombres se abalanzaron rápidamente sobre ellos y empezaron a comer a grandes cucharadas; cada cucharada hubiera dado para soñar a un centenar de hombres. Pronto cayeron en el estado del haschisch, y sus espíritus, suspensos en el aire, preparábanse a volar libremente, mientras yo estaba horriblemente espantado; pero de cuando en cuando retornaban a su cuerpo, llamados por algún ruido de la estancia. Todavía seguían comiendo, pero ya perezosamente y sin avidez. Por fin las grandes cucharas cayeron de sus manos, y se elevaron sus espíritus y los abandonaron. Mas yo no podía huir. Y los espíritus eran aún más horribles que los hombres, porque éstos eran jóvenes y todavía no habían tenido tiempo de moldearse a sus almas espantosas. Aún gemía blandamente el marinero, suscitando leves temblores en el Emperador Thuba Mleen. Entonces, los dos espíritus se abalanzaron sobre mí y me arrastraron como las ráfagas del viento arrastran a las mariposas, y nos alejamos del pequeño hombre pálido y odioso. No era posible escapar a la fiera insistencia de los espíritus. La energía de mi terrón minúsculo de droga era vencida por la enorme cucharada llena que aquellos hombres habían comido con ambas manos. Pasé como un torbellino sobre Arvle Woondery, y fui llevado a las tierras de Snith, y arrastrado sobre ellas hasta llegar a Kragua, y aún más allá, a las tierras pálidas casi ignoradas de la fantasía. Llegamos al cabo a aquellas montañas de marfil que se llaman los Montes de la Locura. E intenté luchar contra los espíritus de los súbditos de aquel espantoso Emperador, porque oí al otro lado de los montes de marfil las pisadas de las bestias feroces que hacen presa en el demente, paseando sin cesar arriba y abajo. No era culpa mía que mi pequeño terrón de haschisch no pudiera luchar con su horrible cucharada... »

Alguien sacudió la campanilla de la puerta. En aquel momento entró un criado y dijo a nuestro anfitrión que un policía estaba en el vestíbulo y quería hablarle al punto. Nos pidió licencia, salió y oímos que un hombre de pesadas botas le hablaba en voz baja. Mi amigo se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior. «Debí pensar que haría una hermosa noche», dijo. Luego saltó afuera. Cuando asomamos por la ventana nuestras cabezas asombradas, ya se había perdido de vista.

En Zaccarath

«Venid —dijo el rey en la sagrada Zaccarath—, y que nuestros profetas profeticen en presencia nuestra.»

Desde muy lejos se veía la joya de luz que era aquel santo palacio, maravilla de los nómadas de la llanura.

Estaba en él el rey, con todos sus magnates y con los reyes menores que le rendían vasallaje, y también estaban todas sus reinas con todas sus joyas sobre sí. ¡Quién podría decir del esplendor en medio del que residían, o de los miles de luces y de las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o el resplandor de sus cuellos abrumados!...

Había un collar allí de perlas carmesíes como no podría imaginarlo el más soñador de los artistas. ¿Quién podría hablar de aquellos candelabros de amatista, en los que las antorchas, embebidas en raros óleos de Bhitinia, ardían esparciendo un aroma de bletanías?
[1]

Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida por contraste, y áspera y desnuda enteramente de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.

«Venid —dijo el rey—, que nuestros profetas profeticen.» Entonces, los heraldos avanzaron entre las filas de los guerreros del rey, vestidos de seda, y que, ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave, movida por los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas arrojadizas estaban incrustadas de pedrería. Al través de sus filas, los heraldos avanzaron en pasitos menudos y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y a uno de ellos lo trajeron y lo colocaron ante el rey. Y el rey le miró y dijo: «Profetiza ante nos.»

Y el profeta irguió la cabeza de tal modo, que sus barbas se destacaron de su sayón pardo y los abanicos de los esclavos que abanicaban a los guerreros las hicieron temblar ligeramente por la punta. Y el profeta habló al rey, y le habló así:

«¡Ay de ti, rey, y ay de Zaccarath! ¡Ay de ti y ay de tus mujeres, porque tu ruina será cruel y pronta! Ya en el cielo los dioses evitan a tu dios, porque conocen su sentencia y lo que está escrito sobre él, y ve cómo el olvido se levanta ante él como una neblina. Has provocado el odio de tus montañeses. La maldad de tus días echará sobre ti a los zeedianos, como los soles de la primavera empujan la avalancha. Y se arrojarán sobre Zaccarath como la avalancha cae sobre las chozas del valle.» Y como las reinas cuchicheaban y reían quedamente entre sí, él simplemente elevó la voz y habló todavía: «¡Ay de estos muros y de las cosas cinceladas que hay sobre ellos! El cazador conocerá las acampadas de los nómadas por las huellas de los fogarines en el llano, pero no conocerá dónde estuvo Zaccarath.»

Algunos guerreros que se hallaban reclinados volvieron la cabeza para mirar al profeta cuando hubo callado. Lejos, a lo alto, los ecos de su voz murmuraron aún algún tiempo entre los cabrioles de cedro.

«¿No es espléndido?», dijo el rey. Y mucha gente de entre los reunidos batieron con sus palmas el pulido pavimento en testimonio de aplauso. Entonces, el profeta fue conducido otra vez a su sitio en un rincón lejano de aquel grandioso palacio, y durante un rato los músicos tocaron en trompetas maravillosamente recurvadas, mientras los tambores latían detrás de ellos, ocultos en un nicho. Los músicos fueron sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, soplando todos en sus inmensas trompetas bajo la brillante luz de las antorchas; pero como los tambores sonaban cada vez más fuertes en la oscuridad, aquéllos se levantaron y, suavemente, se acercaron al rey. Más y más fuertemente tamborileaban los tambores en lo oscuro, y más y más se acercaban los hombres con sus trompetas, a fin de que su música no fuese ahogada por los tambores antes de que hubiera podido llegar hasta el rey.

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