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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (14 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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Egidio, el granjero de Ham

AEGIDII AHENOBARBI JULII AGRICOLE DE HAMMO

DOMINI DE DOMITO

AULE DRACONARIE COMITIS

REGNI MINIMI REGIS ET BASILEI

MIRA FACINORA ET MIRABILIS ERORTUS

o en la lengua vernácula

El Ascenso y las Maravillosas Aventuras

del Granjero Egidio, Señor de Tame

Conde del Palacio del Dragón

y Rey del Pequeño Reino

Prefacio

P
ocos testimonios de la historia del Pequeño Reino han sobrevi-vido; pero por azar se ha conservado un relato de sus orígenes: una leyenda quizá, más que un relato verídico. Es evidente que se trata de una recopilación tardía, plagada de sucesos extraordinarios, que tiene su origen no en austeros anales sino en romances populares, a los que el autor hace frecuente referencia.

Los acontecimientos que recoge pertenecen a un pasado que le resulta distante, pero sí parece, no obstante, haber vivido en las tierras del Pequeño Reino. Sus conocimientos geográficos, y no es su punto fuerte, resultan acertados cuando se refieren a este país, mientras que demuestra una ignorancia total de las regiones que quedan fuera de él.

La traducción de este curioso relato desde un peculiar latín insular al idioma actual del Reino Unido se podría justificar por su valor como testimonio de un período oscuro de la historia británica, por no mencionar la luz que arroja sobre el origen de algunos topónimos de difícil interpretación. Puede que alguien encuentre atractivos, incluso, al protagonista mismo y sus aventuras.

No se pueden determinar con facilidad, debido a la escasez de evidencias, los límites del Pequeño Reino ni en el espacio ni en el tiempo. Muchos dominios y monarquías han nacido y desaparecido desde que Bruto llegó a Gran Bretaña. La partición que se efectuó bajo Locrin, Camber y Albanac fue sólo la primera de numerosas y sucesivas divisiones. Como narran los historiadores del reino de Arturo, el amor local a la independencia y la ambición de los reyes por extender sus dominios colmaron los años de bruscos cambios entre la paz y la guerra, entre el regocijo y los infortunios: un tiempo de fronteras inestables, cuando los hombres podían medrar o hundirse de la noche a la mañana, y los juglares disponían de material abundante y de un público atento.

Habría que situar los sucesos aquí relatados en algún momento de aquel largo período, posiblemente después de los tiempos del rey Coel, pero antes de Arturo y de la Heptarquía inglesa. Su escenario es el valle del Támesis, con una incursión al noroeste hasta el límite con Gales.

La capital del Pequeño Reino se encontraba, como la actual, en el extremo sudeste, aunque desconozcamos con certeza su perímetro. Parece que nunca se extendió Támesis arriba por el oeste, ni más allá de Otmoor hacia el norte; sus límites orientales son imprecisos. Existen indicios de una leyenda incompleta sobre Georgius, hijo de Egidio, y su paje Suovetaurilius (Suet) de que en cierto tiempo se estableció un puesto avanzado contra el Reino Medio de Farthingho. Pero tal ubicación no concierne a este relato, que aquí se presenta sin escolios ni alteraciones, aunque hayamos reducido el presuntuoso título original a términos más modestos:
Egidio, el granjero de Ham
.

Egidio, el granjero de Ham

E
gidius de Hammo era un hombre que vivía en la región central de la isla de Bretaña. Su nombre completo era AEgidius Ahenobarbus Julius Agrícola de Hammo; porque la gente ostentaba pomposos nombres en aquellos tiempos ahora tan lejanos, cuando esta isla estaba aún, por fortuna, dividida en numerosos reinos. Había entonces más sosiego y menos habitantes, así que la mayoría eran personajes distinguidos. Aquellos tiempos, sin embargo, han pasado, y de ahora en adelante citaré al protagonista por la forma abreviada y popular de su nombre: era el granjero Egidio de Ham, y tenía la barba pelirroja. Ham no era más que un pueblo, pero en aquellos días los pueblos eran orgullosos e independientes.

Egidio el granjero tenía un perro. El nombre del perro era Garm. Los perros tenían que conformarse con nombres cortos en lengua vernácula; el latín culto quedaba reservado para sus dueños. Garm no sabía hablar ni siquiera el latín macarrónico; pero como la mayoría de los perros de su tiempo, podía usar la lengua popular tanto para amenazar como para fanfarronear o adular. Las amenazas quedaban reservadas para los mendigos y los intrusos, la fanfarronería para otros perros y la adulación para su dueño. Garm sentía al mismo tiempo orgullo y temor ante Egidio, que sabía amenazar y fanfarronear mejor que él.

Aquélla no era época de prisas ni ajetreos. El ajetreo tiene poco que ver con los negocios. La gente hacía su labor sin apresurarse y encontraba tiempo tanto para hacer un montón de trabajo como para charlar largo y tendido. Se conversaba mucho, porque con frecuencia se producían sucesos memorables. Pero en el momento en que comienza nuestra historia hacía bastante tiempo en realidad que nada digno de mención había sucedido en Ham, cosa que a Egidio el granjero le venía que ni pintada: era un tipo bastante cachazudo, y preocupado sólo de sus propios asuntos. Tenía bastante, decía, con mantener al lobo lejos de la puerta, es decir, mantenerse tan rollizo y cómodo como su padre lo había estado. El perro se desvivía por ayudarle. Ninguno de los dos prestaba mucha atención al Ancho Mundo de más allá de sus tierras, del pueblo y del mercado más cercano.

Pero el Ancho Mundo estaba allí. El bosque no quedaba muy lejos, y en la distancia, al oeste y al norte, estaban las Colinas Salvajes y las inquietantes comarcas de la montaña. Y, entre otras cosas, aún había gigantes sueltos: gente ruda y sin civilizar, que en ocasiones causaba problemas. Había uno en particular más grande y estúpido que el resto de sus congéneres. No hallo mención de su nombre en las crónicas, pero tampoco importa. Era enorme; su bastón era como un árbol, y su andar, pesado. Apartaba los olmos a su paso como si fuesen hierbas secas; era la ruina de los caminos y la plaga de los huertos, pues sus inmensos pies hacían en ellos unos hoyos tan profundos como pozos; si tropezaba con una casa, terminaba con ella. Y causaba estos daños por dondequiera que iba, ya que su cabeza quedaba muy por encima de los tejados y dejaba que sus pies se cuidasen de sí mismos. Era corto de vista y un poco sordo. Por fortuna, vivía bastante lejos, en el desierto, y rara vez visitaba las tierras que los hombres habitaban; al menos no lo hacía adrede. Tenía una gran casa medio arruinada en lo alto de un monte, y contaba con pocos amigos debido a su sordera y estupidez, y a la escasez de gigantes. Solía pasearse solo por las Colinas Salvajes y las desiertas estribaciones de las montañas.

Un hermoso día de verano salió este gigante a dar un paseo y comenzó a vagar sin rumbo, causando grandes destrozos en los bosques. De pronto, se percató de que el sol se estaba poniendo y sintió próxima la hora de la cena; pero descubrió que se encontraba en una parte del país que no conocía en absoluto, y que se había perdido. Se equivocó al tratar de adivinar la dirección correcta, y estuvo caminando hasta que se hizo noche cerrada. Entonces se sentó y esperó a que saliera la luna. A su luz siguió andando y andando, poniendo todo su empeño en cada zancada, porque estaba ansioso por volver a casa. Había dejado a la lumbre su mejor olla de cobre y temía que se pudiese quemar el hondón. Pero daba la espalda a las montañas y se encontraba ya en tierras habitadas por hombres. En realidad se estaba acercando a la granja de AEgidius Ahenobarbus Julius Agricola y al pueblecito llamado Ham en lengua vulgar.

Era una hermosa noche. Las vacas se encontraban en los campos, y el perro del granjero Egidio había salido y vagaba a su antojo. Sentía una cierta inclinación por la luna y los conejos. No se imaginaba, por supuesto, que un gigante andaba también de paseo. Esto le habría ofrecido una buena excusa para salir sin permiso, pero también una razón aún mejor para quedarse quieto en la cocina. Hacia las dos el gigante llegó a los campos de Egidio, rompió las cercas, pisoteó las cosechas y aplastó la hierba lista ya para la siega. En cinco minutos causó más destrozos que la cacería real de zorros en cinco días.

Garm oyó un estruendo que se aproximaba a lo largo de la orilla del río y corrió hacia el oeste del altozano sobre el que se asentaba la granja, sólo para saber qué ocurría. De pronto vio al gigante, que cruzaba el río a grandes zancadas y aplastaba a Galatea, la vaca favorita del granjero, dejando al pobre animal tan chato como su amo podría haber dejado a un escarabajo.

Aquello era más que suficiente para Garm. Dio un aullido de miedo y echó a correr hacia la casa como un rayo. Olvidándose por completo de que había salido sin permiso, llegó y comenzó a ladrar y a quejarse lastimeramente bajo la ventana del dormitorio de su dueño. Durante un buen rato no hubo respuesta. Egidio el granjero no se despertaba con facilidad.

—¡Socorro, socorro, socorro! —gritaba Garm.

De pronto se abrió la ventana y salió volando una botella bien dirigida.

—¡Eh! —dijo el perro, saltando a un lado con la habilidad que da la práctica—. ¡Socorro, socorro, socorro!

El granjero se asomó.

—¡Maldito seas! ¿Qué te pasa?

—Nada —dijo el perro.

—Nada es lo que yo voy a darte a ti. Te voy a arrancar la piel a tiras por la mañana —contestó el granjero cerrando de un golpe la ventana.

—¡Socorro, socorro, socorro! —gritó el perro.

Egidio asomó de nuevo.

—¡Te mataré si vuelves a hacer ruido! —dijo—. ¿Qué te pasa, so idiota?

—Nada —contestó el perro—. Pero algo te va a pasar a ti.

—¿Qué significa eso? —dijo Egidio, sorprendido en medio de su ira. Garm nunca se le había insolentado.

—Tienes un gigante en tus tierras, un gigante enorme; y viene hacia aquí —dijo el perro—. ¡Socorro, socorro! Está aplastando las ovejas, ha pisado a la pobre Galatea y la ha dejado chata como una estera. ¡Socorro, socorro! Está echando abajo las cercas y destrozando las cosechas. Tienes que ser audaz y rápido, amo, o pronto no te quedará nada. ¡Socorro! —volvió a aullar Garm.

—¡Calla la boca! —gritó el granjero; y cerró la ventana—. ¡Dios misericordioso! —murmuró para sus adentros; y aunque la noche estaba calurosa, sintió un escalofrío y se estremeció.

—Vuelve a la cama y no seas estúpido —dijo su mujer—. Y ahoga a ese perro por la mañana. No me digas que vas a creer a un perro; ponen cualquier excusa cuando se les pilla sueltos o robando.

—Puede que sí, puede que no, Águeda —dijo Egidio—. Pero algo ocurre en mis tierras o Garm es un cobarde. Ese perro está aterrado. Y, ¿por qué razón tendría que venir a quejarse de noche cuando por la mañana podría haberse colado con la leche por la puerta trasera?

—No te quedes ahí discutiendo —dijo Águeda—. Si crees al perro, sigue su consejo: sé audaz y rápido.

—¡Del dicho al hecho hay mucho trecho! —contestó Egidio; porque en verdad él creía buena parte de la historia de Garm. De

madrugada los gigantes no parecen tan inverosímiles.

Aun así la hacienda es la hacienda; y Egidio el granjero trataba de tal forma a los intrusos que pocos se atrevían a hacerle frente. De modo que se puso los calzones, bajó a la cocina y descolgó el trabuco de la pared. Alguien podría preguntarse, y con razón, qué es un trabuco. Ciertamente, esta misma pregunta les fue hecha a los Cuatro Sabios de Oxenford, que después de pensárselo contestaron:

—Un trabuco es un arma de fuego, corta, de gran calibre, que dispara numerosos proyectiles o postas, y que puede resultar mortal dentro de un alcance limitado, aunque no se haga un blanco perfecto. Hoy desplazado en países civilizados por otras armas de fuego.

El trabuco de Egidio el granjero tenía una boca ancha que se abría como un cuerno, y no disparaba proyectiles o postas sino cualquier cosa con que su dueño pudiera cargarlo. Y a nadie había matado, porque muy raramente lo cargaba, y nunca lo había disparado. Para los propósitos de Egidio, bastaba por lo general que lo mostrase. Y el país no estaba civilizado aún, pues el trabuco no había sido desplazado; se trataba, en realidad, del único tipo de arma de fuego que había, y aun así era poco frecuente. La gente prefería los arcos y las flechas, y usaba la pólvora casi exclusivamente para los fuegos artificiales.

Bueno, pues Egidio el granjero descolgó el trabuco y le metió una buena carga de pólvora, por si fuese necesario recurrir a medidas extremas; introdujo por la ancha boca clavos viejos y trozos de alambre, pedazos de un puchero roto, huesos, piedras y otros desechos. Se calzó luego sus botas altas, se puso el abrigo y salió de casa por el jardín trasero.

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