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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (29 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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Su esposa era Nell, a quien diera la moneda de plata, y de quien había tenido a Nan y a Ned. A ellos no podía haberles ocultado de ninguna forma el secreto, porque en ocasiones veían que la estrella le brillaba en la frente, al regreso de un viaje o de alguno de los largos paseos solitarios que solía hacer por las tardes.

De vez en cuando se marchaba, bien a pie o a caballo, y todos suponían que era por negocios; y a veces era cierto, a veces no. De cualquier forma, no lo hacía por conseguir encargos para la fragua o por comprar lingotes, carbón u otros suministros, si bien cuidaba con detalle de tales menesteres y sabía doblar el valor de un honrado penique, como entonces se decía. Pero tenía en Fantasía sus propios asuntos, y allí era bien recibido; porque la estrella le resplandecía en la frente y él se hallaba todo lo seguro que un mortal pueda estarlo en este peligroso país. Los Pequeños Males rehuían la estrella, y estaba a salvo de los Grandes.

De lo cual se sentía agradecido, porque pronto adquirió experiencia y entendió que uno no puede acercarse sin riesgo a las maravillas de Fantasía, y que a muchos de los Males no se los puede desafiar sin armas adecuadas, demasiado poderosas para que un mortal cualquiera las maneje. Continuó siendo un observador atento, no un guerrero, y aunque con el tiempo podría haber forjado armas que en su propio mundo habrían tenido el poder suficiente para convertirse en tema de grandes leyendas o costar lo que el rescate de un rey, sabía que en Fantasía habrían sido de muy escaso valor. Así que no se recuerda que entre todas las cosas que hizo forjase nunca una espada, una lanza o una punta de flecha.

En Fantasía se relacionó al principio, discretamente, casi siempre con la gente más sencilla y las criaturas más amables, en los bosques y prados de sus hermosos valles, o junto a las aguas transparentes donde de noche brillaban astros extraños y al amanecer se reflejaban las cumbres destellantes de las lejanas montañas. Algunas de sus visitas más breves transcurrían con la sola contemplación de un árbol o una flor; pero después, durante viajes algo más largos, había visto cosas hermosas y al tiempo terribles, que luego no lograba recordar con claridad ni describir a sus amigos, aunque sabía que se mantenían vivas en su corazón. Pero de otras cosas no se olvidaba, y perduraban en su mente como maravillas y misterios que rememoraba con frecuencia.

Cuando las primeras veces empezó a alejarse sin guía pensó que llegaría a descubrir los confines más apartados de la región; pero como ante él se levantaron montañas enormes, hubo de rodearlas por largos senderos hasta llegar por fin a una costa desolada. Allí se detuvo, a la orilla del Mar de las Tormentas sin Vientos, donde olas azules como colinas nevadas se acercan en silencio desde la

Oscuridad hasta la extensa playa, preñadas de blancas naves que regresan del combate en las Fronteras Tenebrosas nunca conocidas por el hombre. Entonces vio que un gran navio era lanzado con fuerza tierra adentro, y las olas retrocedieron sin sonido envueltas en espuma. Eran altos los marineros élficos, y terribles; brillaban las espadas, destellaban las lanzas, y había en sus ojos un penetrante fulgor. De pronto, alzaron sus voces en un himno de triunfo, y el corazón se le estremeció de temor y cayó con el rostro en tierra, y ellos pasaron sobre él y desaparecieron en las resonantes colinas.

Nunca más fue a aquella orilla, en la creencia de estar en un país rodeado todo por el mar, y volvió la atención a las montañas con la idea de alcanzar el interior del Reino. En uno de tales vagabundeos lo sorprendió una niebla gris y anduvo largo tiempo desorientado, hasta que la niebla siguió su camino y él descubrió que se hallaba en una dilatada llanura. Muy a lo lejos se divisaba un gran cerro de sombra; y de aquella sombra, que era una raíz, vio que se alzaba hasta el cielo, más alto que todas las torres, el Árbol del Monarca. Y era su luz como la del sol a mediodía; y a un mismo tiempo ofrecía hojas, flores y frutos sin número, y ninguno de ellos se asemejaba a los demás que crecían en las ramas.

Nunca volvió a ver aquel Árbol, aunque lo buscó a menudo. Du-rante uno de estos viajes, mientras subía a las Montañas Exteriores, descubrió entre ellas una cañada angosta, en cuyo fondo había un lago tranquilo e inmóvil a pesar de la brisa que agitaba el bosque circundante. La luz era en aquel lugar como un atardecer carmesí, pero nacía del lago. Contempló las aguas desde un pequeño acantilado de la orilla y le pareció que podía ver hasta una profundidad inconmensurable. Vio allí llamas de formas extrañas que se inclinaban, ramificaban y ondulaban como algas gigantes en una fosa marina, y criaturas de fuego que pululaban entre ellas. Lleno de asombro bajó hasta la orilla y tocó el agua con el pie, pero no era agua; era algo más duro que la piedra y más liso que el cristal. Se adentró unos pasos y se hundió pesadamente, y un resonante estruendo cubrió el lago y retumbó por las márgenes.

La brisa se transformó al punto en viento desatado, que bramó como una enorme bestia y lo sacó a la superficie y lo arrojó a la orilla, y lo empujó pendiente arriba, volteándolo y dejándolo caer como una hoja seca. Tendió los brazos al tronco de un joven abedul y se abrazó a él, y el viento luchó contra ambos con violencia tratando de desasirlo; pero las ráfagas doblaban hasta el suelo el abedul, que lo protegía con sus ramas. Cuando el viento por fin pasó, se puso en pie y vio que el árbol estaba desnudo. Había quedado despojado de todas sus hojas, y lloraba, y las lágrimas caían de sus ramas como gotas de lluvia. Puso la mano en la blanca corteza y dijo:

—¡Bendito seas, abedul! ¿Qué puedo hacer para resarcirte, o para darte las gracias?

Sintió que la respuesta del árbol le llegaba a través de la mano:

—Nada —dijo—. ¡Vete! El viento te persigue. Tú no perteneces a este lugar. ¡Vete, y no regreses nunca más!

Mientras subía los últimos escarpes del valle notó que las lágrimas del abedul se deslizaban por su propio rostro, y en los labios le supieron a amargura. Siguió su largo camino con el corazón entristecido, y durante mucho tiempo no volvió a Fantasía. Mas no pudo apartarla de su memoria; y cuando regresó, el deseo de adentrarse en el país era aún más vehemente.

Dio por último con una ruta que atravesaba la Cordillera Exterior y la siguió hasta alcanzar las Montañas Interiores. Eran altas, escarpadas y sobrecogedoras. Sin embargo, al fin encontró un desfiladero por el que podía subir, y al cabo de varios días de considerable riesgo atravesó una estrecha grieta y vio a sus pies, aunque todavía no sabía su nombre, el Valle de la Eterna Mañana. El verde supera allí el color que los prados tienen en la costa de Fantasía, como éstos sobrepasan el verde de nuestra primavera; el aire es tan claro que los ojos llegan a distinguir las rojas lenguas de los pájaros que cantan en los árboles del último confín del valle, aunque éste es muy vasto y las aves son del tamaño del ruiseñor.

Por el interior las montañas perdían altura en pendientes suaves, cubiertas por el rumor de cascadas burbujeantes; apresuró el paso, animado y feliz. Al poner el pie en la hierba del valle oyó los cantos de los elfos; y en un prado junto a un río resplandeciente de lirios topó con un grupo numeroso de doncellas que estaban bailando. La ligereza, la gracia y las formas siempre cambiantes de sus movimientos lo dejaron asombrado, y se aproximó al corro. De pronto, ellas se quedaron inmóviles, y una joven de cabello ondulante y falda de amplios pliegues salió a su encuentro.

La risa se mezcló con sus palabras al preguntarle:

—¿No te estás volviendo temerario, Frente Estrellada? ¿No tienes miedo de lo que puede decir la Reina si llega a enterarse de esto? A menos que tengas su permiso.

Quedó desconcertado al reconocer su propio pensamiento y saber que la joven lo leía: había creído que la estrella en la frente era un pasaporte para ir a donde quisiese; y ahora sabía que no era así. Pero ella le sonrió, y volvió a decirle:

—¡Ven! Ya que estás aquí, bailarás conmigo —y lo llevó de la mano hasta el corro.

Bailaron juntos, y por un momento supo lo que era gozar de la ligereza y el ímpetu y la dicha de acompañarla. Sólo por un momento. Se detuvieron enseguida, o así le pareció, y ella se inclinó a recoger una flor blanca y se la puso a él en el pelo.

—¡Ahora, adiós! —dijo—. Puede que, si la Reina lo permite, volvamos a vernos.

Después de este encuentro no le quedó ningún recuerdo del viaje de regreso, hasta que se descubrió cabalgando por los caminos de su propio país; en algunos pueblos la gente lo miraba con asombro y se quedaba contemplándolo hasta que se perdía de vista. Cuando llegó al hogar, su hija corrió a su encuentro y lo recibió con alegría: había vuelto antes de lo esperado, aunque nunca es demasiado pronto para el que espera.

—¡Papá! —exclamó—. ¿Dónde has estado? Tu estrella brilla mucho.

Al cruzar el umbral la estrella se tornó de nuevo mortecina; pero Nell lo tomó de la mano y lo llevó hasta la chimenea, y allí se volvió y lo miró.

—Querido —le dijo—, ¿dónde has estado y qué es lo que has visto? Tienes una flor en el pelo —La retiró con cuidado de la cabeza y la sostuvo en la mano. Parecía algo divisado a una gran distancia, y sin embargo estaba allí y despedía un resplandor que proyectaba sombras en las paredes de la habitación, donde ya crecía la penumbra de la tarde. La sombra del herrero se alzaba por encima de la mujer e inclinaba hacia ella una cabeza majestuosa.

—Pareces un gigante, papá —comentó su hijo, que aún no había dicho nada.

La flor no se marchitó, ni perdió la luz; y la conservaron como un secreto y un tesoro. El herrero hizo un pequeño cofre con cerradura, y allí la guardaron, y la familia se la fue transmitiendo de generación en generación; y los que heredaban la llave solían abrir a veces el cofre y se quedaban contemplando la Flor Viva hasta que la tapa volvía a cerrarse: porque no elegían ellos el momento en que esto ocurría.

El paso de los años no se detuvo en el pueblo. Habían transcurrido muchos. Cuando el herrero recibió la estrella de la Fiesta de los Niños, todavía no había cumplido los diez. Después llegó otra Fiesta de los Veinticuatro, y para entonces Alf era Cocinero Mayor y había elegido un nuevo aprendiz, Harper. Doce años más tarde el herrero había regresado con la Flor Viva, y ahora iba a celebrarse en el próximo invierno otra Fiesta infantil de los Veinticuatro. Un día de aquel año el herrero paseaba por los bosques de la zona costera de Fantasía. Era otoño. Hojas doradas colgaban de las ramas y en el suelo había hojas rojas. Unos pasos se le acercaron por detrás, pero no les prestó atención alguna ni se dio la vuelta, porque estaba absorto en sus pensamientos.

Había recibido en aquella ocasión la orden de emprender un viaje, que le pareció más dilatado que todos los que hasta entonces había hecho. Tuvo guías y escolta; no obstante, guardó escasos recuerdos de los senderos recorridos, porque a menudo la niebla y las sombras lo desorientaron; hasta que, por último, alcanzaron un paraje elevado bajo un cielo de astros innumerables. Allí lo condujeron ante la propia Reina. No llevaba corona ni tenía trono. Estaba en pie, rodeada de majestad y gloria, y circundada de un gran ejército que resplandecía y brillaba como las estrellas en lo alto; pero ella sobresalía por encima del hierro de las lanzas, y sobre su cabeza ardía una llama blanquecina. Con un ademán le indicó que se acercara, y él dio un paso adelante, estremeciéndose. Sonó clara y alta una trompeta, y he aquí que de pronto se encontraron solos.

Estaba frente a ella, y no se arrodilló en señal de cortesía, porque se sentía anonadado y sabía que todo gesto era vano en alguien tan insignificante como él. Levantó al fin la mirada y vio los ojos y el rostro de la Reina, inclinados con gravedad hacia él; y se sintió inquieto y confundido, pues en aquel momento la reconoció: era la hermosa doncella del Valle Verde, la bailarina a cuyos pies brotaban las flores. Sonrió ella al advertir sus recuerdos y se le acercó; y hablaron largo rato, casi siempre sin palabras, y aprendió de ella muchas cosas, de las que algunas lo alegraron y otras lo llenaron de tristeza. Retrocedió después en el tiempo con la imaginación, rememorando su vida hasta llegar al día de la Fiesta de los Niños y su encuentro con la estrella, y volvió súbitamente a ver la pequeña figura danzante con la varita mágica, y apartó avergonzado los ojos de la hermosura de la Reina.

Pero ella se rió como ya lo había hecho en el Valle de la Eterna Mañana.

—No te aflijas por mí, frente Estrellada —dijo—, ni te avergüences demasiado de tu propia gente. Acaso valga más una figurilla que el total olvido de Fantasía. Para algunos ése es el único atisbo; para otros es el despertar. Desde aquel día tú siempre has sentido en el corazón el deseo de verme, y yo he accedido a él. Pero nada más puedo darte. Al despedirme voy ahora a hacer de ti mi mensajero. Si ves al Rey, dile: «Ha llegado la hora. Que escoja.»

—Pero, Señora de Fantasía —tartamudeó—, ¿dónde está el Rey?

Porque muchas veces había hecho esta pregunta a la gente de Fantasía y todos daban la misma respuesta:

—No nos lo ha dicho.

Y respondió la Reina:

—Si él no te lo ha dicho, Frente Estrellada, tampoco yo puedo hacerlo. Pero viaja con frecuencia y puede encontrársele en lugares insospechados. Arrodíllate ahora en pleitesía.

Se arrodilló, y ella se inclinó y le puso la mano en la cabeza y una gran calma descendió sobre él; y parecía estar simultáneamente en el Mundo y en Fantasía, y al mismo tiempo fuera de ambos, contemplándolos, de modo que se sintió a la vez desvalido, poderoso y en paz. Cuando después de un rato la quietud pasó, alzó la cabeza y se levantó. El cielo amanecía, palidecían las estrellas y la Reina había desaparecido. Muy a lo lejos se escuchó el eco de una trompeta que sonaba en las montañas. El paraje elevado donde se encontraba estaba silencioso y desierto, y sabía que ahora su camino lo llevaba de nuevo al desamparo.

A sus espaldas quedaba ya muy distante el lugar de aquel en-cuentro, y aquí estaba él ahora, caminando entre hojas caídas y considerando todo lo que había visto y aprendido. Los pasos se aproximaron. Una voz dijo entonces de improviso a su lado:

—¿Vas en esta dirección, Frente Estrellada?

Se sobresaltó, y salió de su abstracción y vio junto a él a un hombre. Era alto, y caminaba con paso ligero y apresurado; vestía todo de verde oscuro y llevaba una capucha que le ensombrecía parcialmente el rostro. El herrero quedó perplejo, porque sólo los habitantes de Fantasía le llamaban Frente Estrellada, aunque no recordaba haber visto allí antes a este hombre; y no obstante advertía con desasosiego que el otro lo conocía:

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