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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (76 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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La gente del lugar que conocía la historia se acercaba, llena de curiosidad y de seriedad, para tener noticias de Toine. Entraban a paso ligero como se entra a ver a los enfermos y preguntaban con interés:

—¿Qué? ¿Cómo va la cosa?

Toine respondía:

—Ir va, pero me pica, de tanto calor como me dan, y me parece tener un hormiguero en la piel.

Una mañana la mujer entró muy agitada y dijo:

—La clueca tiene siete; tres huevos estaban en mal estado.

Toine sintió palpitar su corazón.

—¿Será pronto? —dijo con la angustia de la mujer que va a dar a luz.

La vieja respondió con tono furioso, torturada por el temor a un fracaso:

—¡Ya sería hora!

Esperaron. Los amigos, avisados de que se acercaba el momento, no tardaron en llegar, también ellos preocupados.

Se cotilleaba acerca de ello en las casas. Se pedían noticias de puerta a puerta.

Hacia las tres, Toine se adormiló. Dormía ahora la mitad de los días. Fue despertado de repente por un inusitado cosquilleo debajo del brazo derecho. Enseguida se llevó la mano izquierda allí y cogió a un pequeñuelo cubierto de plumón amarillo, que se agitaba en sus dedos.

Tan grande fue su emoción que empezó a dar gritos y soltó el pollito, que se puso a correr por su pecho. El café estaba lleno de bote en bote. Los parroquianos se precipitaron, invadieron la habitación, formaron corro como alrededor de un saltimbanqui, y llegó la vieja, que cogió con precaución el polluelo acurrucado debajo de la barba de su marido.

Nadie hablaba ya. Era un día caluroso de abril. Por la ventana abierta se oía cloquear a la llueca llamando a sus recién nacidos.

Toine, que sudaba de emoción, de angustia y de inquietud, murmuró:

—Hay otro debajo del brazo izquierdo en este momento.

La mujer metió su seca manaza dentro de la cama y con un experto movimiento de comadrona sacó otro pollito.

Los vecinos quisieron verlo. Se lo pasaron observándolo con atención, como si hubiera sido un fenómeno.

Durante veinte minutos no nacieron más, pero luego salieron de sus cascarones al mismo tiempo otros cuatro.

Se armó un gran alboroto entre los presentes. Toine sonrió, feliz de su éxito, comenzando a sentirse orgulloso por aquella extraña paternidad. No se veía con frecuencia gente como él. ¡Era realmente un hombre sorprendente!

Afirmó:

—Son seis. Por todos los diablos, ¡menudo bautismo!

Y estalló entre el público una risotada. Nuevas personas llenaban el café. Más todavía esperaban delante de la puerta. Preguntaban:

—¿Cuántos son?

—Ya van seis.

La comadre Toine llevaba a la llueca esa nueva familia y la gallina cloqueaba como loca, erizando sus plumas, abría sus grandes alas para albergar a la tropa creciente de sus crías.

—¡Otro más! —exclamó Toine.

¡Se había equivocado, había tres! ¡Fue todo un triunfo! El último rompió su cascarón a las siete de la tarde. ¡Todos los huevos eran buenos! Y Toine, loco de alegría, liberado, glorioso, besó en el dorso al frágil polluelo, a punto de ahogarle con sus labios. A aquel quiso guardarlo en su cama hasta el día siguiente, embargado de una ternura maternal por ese ser tan chiquitito que había traído al mundo; pero la vieja se lo llevó igual que a los demás haciendo caso omiso de las súplicas de su marido.

Los presentes, encantados, se fueron comentando lo sucedido, y Horslaville, que se había quedado el último, preguntó:

—Dime, compadre Toine, supongo que me invitarás a comer al primero que se guise, ¿no?

Ante esta idea del guiso, el rostro de Toine se iluminó, y el gordinflón respondió:

—Claro que te invitaré, yerno mío.

EL BAUTISMO
*

—Vamos, doctor, un poquito de coñac.

—Con mucho gusto.

Y el viejo médico de Marina, tras haber alargado su copita, miró cómo subía hasta los bordes el bonito líquido de reflejos dorados.

Luego lo levantó hasta la altura de sus ojos, lo miró al trasluz, sorbió unas gotas que paladeó largo rato en su lengua y en la húmeda y delicada carne del paladar, para decir acto seguido:

*

¡Oh! ¡El encantador veneno! ¡O, mejor dicho, el seductor homicida, el delicioso destructor de los pueblos!

No lo conocen ustedes. Han leído, eso sí, ese admirable libro titulado
La taberna
, pero no han visto, como he visto yo, cómo el alcohol exterminaba a una tribu de salvajes, a un pequeño reino de negros, el alcohol traído en pequeños barriles que desembarcaban con aire plácido unos marineros ingleses de barba pelirroja.

Pero sepan que yo presencié, con mis propios ojos, un drama del alcohol muy extraño y sobrecogedor, y muy cerca de aquí, por cierto, en Bretaña, en un pueblecito de los alrededores de Pont-l’Abbé.

Vivía yo por aquel entonces, durante un permiso de un año, en una casa de campo que me había dejado mi padre. Ya conocen ustedes esa costa llana en la que silba el viento, día y noche, entre los juncos, donde se ve a trechos, de pie o tumbadas, esas enormes piedras que fueron dioses y que han conservado algo inquietante en su posición, aspecto y forma. Siempre tengo la impresión de que van a animarse y que yo voy a verlas partir por los campos, con paso lento y pesado, con su paso de colosos de granito, o levantar el vuelo con unas alas inmensas, alas de piedra, hacia el paraíso de los druidas.

El mar encierra y domina el horizonte, el mar encrespado, lleno de escollos de negras cúspides, siempre rodeados de espumarajos, semejantes a perros que esperasen a los pescadores.

Y ellos, los hombres, van por ese mar terrible que hace zozobrar sus barcas con una simple sacudida de su lomo verduzco y se las traga como si fueran píldoras. Se van con sus pequeñas embarcaciones, por el día y por la noche, atrevidos, inquietos y ebrios. Ebrios lo están con harta frecuencia. «Cuando la botella está llena —dicen—, se ve el escollo; pero cuando está vacía, ya no se ve.»

Entrad en esos tugurios. Nunca encontraréis al padre. Y si le preguntáis a la mujer qué ha sido de su hombre, ella extenderá los brazos hacia el oscuro mar que brama y escupe su blanca saliva a lo largo de la orilla. Se quedó allí dentro un atardecer que había bebido un poco más de la cuenta. Y también el hijo mayor. Aún le quedan cuatro muchachos, cuatro mocetones rubios y fuertes. No tardará mucho en tocarles el turno también a ellos.

Vivía yo, pues, en una casa de campo cerca de Pont-l’Abbé. Estaba allí, solo con mi criado, un viejo marinero, y una familia bretona que guardaba la propiedad en mi ausencia. Ésta estaba formada de tres personas, dos hermanas y un hombre, que se había casado con una de ellas y cultivaba mi jardín.

Ahora bien, aquel año, por Navidad, la mujer de mi jardinero dio a luz un niño.

El marido vino a pedirme que fuera el padrino. Yo no podía decir que no, y me pidió prestados diez francos para los gastos de la iglesia, decía.

La ceremonia se fijó para el 2 de enero. Desde hacía ocho días la tierra estaba cubierta de nieve, de una inmensa alfombra lívida y dura que parecía no tener fin en esa región llana y baja. El mar parecía negro, a lo lejos, detrás de la blanca planicie; y lo veíamos agitarse, enarcar su lomo, hacer rodar sus olas, como si hubiera querido arrojarse sobre su pálida vecina, que parecía muerta, de tan calmada, taciturna y fría como estaba.

A las nueve de la mañana, el compadre Kérandec se presentó ante mi puerta con su cuñada, la alta Kermagan, y la guardesa que llevaba al niño envuelto en una manta.

Y nos pusimos en camino hacia la iglesia. Hacía un frío de romper los dólmenes, uno de esos fríos de perros que agrietan la piel y hacen sufrir horriblemente por su gélida picazón. Yo pensaba en la pobre criaturita que llevaban delante de nosotros, y me decía que esa raza bretona era, verdaderamente, de hierro para que sus hijos fueran capaces, desde la cuna, de soportar semejantes paseos.

Llegamos delante de la iglesia, pero la puerta se hallaba cerrada. El señor cura llevaba retraso.

Entonces la guardesa, tras haberse sentado en uno de los guardacantones, cerca de la puerta, se puso a desvestir al niño. En un principio creía que había mojado los pañales, pero vi que exponían desnudo, totalmente desnudo, al pobre miserable, totalmente desnudo, al aire helado. Me adelanté, indignado por tal imprudencia.

«¡Pero está usted loca! ¡Le va a matar!»

La mujer respondió tan tranquila:

«Oh, no, señor, tiene que esperar a Dios Nuestro Señor totalmente desnudo».

El padre y la tía miraban aquello con tranquilidad. Era la costumbre. De no haberla seguido, habría caído la desgracia sobre el pequeño.

Yo me enojé, insulté al hombre, amenacé con irme, quise cubrir a la fuerza a la endeble criatura. Pero fue en vano. La guardesa salió corriendo por la nieve ante mis narices, y el cuerpo del chiquillo se iba amoratando.

Iba yo a dejar a esos brutos cuando vi llegar al cura por los campos seguido del sacristán y de un chaval del lugar.

Corrí hacia él y le hice saber, con vehemencia, mi indignación. Él no mostró la menor sorpresa, ni apretó el paso, ni hizo gesto alguno. Respondió:

«¿Qué quiere usted hacerle, señor? Es la costumbre. Lo hacen todos, no podemos impedirlo».

«Pero al menos dese usted prisa», exclamé yo.

Él prosiguió:

«No podría ir más deprisa ni aunque quisiera».

Y entró en la sacristía, mientras nosotros permanecíamos en la puerta de la iglesia donde yo sufría, ciertamente, más que el pobre pequeño que berreaba a causa del punzante frío.

Por fin se abrió la puerta. Entramos. Pero el niño debía permanecer desnudo durante toda la ceremonia.

Ésta fue interminable. El cura murmuraba las sílabas latinas que salían de su boca dichas a despropósito. Se movía con lentitud, con una lentitud de tortuga sagrada; y su roquete blanco me helaba el corazón, como otra nieve con la que se hubiera envuelto para hacer sufrir, en nombre de un Dios inclemente y bárbaro, a esa larva humana torturada por el frío.

Finalmente, acabó el bautismo según los ritos, y vi a la guardesa envolver de nuevo en la larga manta al niño helado que gemía con una voz aguda y doliente.

El cura me dijo:

«¿Quiere usted firmar en el registro?».

Yo me volví hacia mi jardinero:

«Ahora vuelva a casa enseguida y haga entrar en calor a ese niño inmediatamente».

Y le di unos consejos para evitar, si es que se estaba aún a tiempo, que cogiera una congestión pulmonar.

El hombre prometió cumplir mis recomendaciones y se fue con su cuñada y la guardesa. Yo seguí al sacerdote a la sacristía.

Una vez que hube firmado, me reclamó cinco francos por los gastos.

Habiendo dado diez francos al padre, me negué a pagar de nuevo. El cura amenazó con romper la hoja y anular la ceremonia. Yo le amenacé a mi vez con denunciarle al fiscal de Estado.

La disputa fue larga y acabé pagando.

Apenas hube llegado a mi casa, quise saber si había habido algún problema. Corrí hacia la casa de Kérandec, pero el padre, la cuñada y la guardesa todavía no habían regresado.

La recién parida, que se había quedado completamente sola, tiritaba de frío en su cama, y tenía hambre, pues no había comido nada desde la víspera.

«¿Dónde diablos han ido?», pregunté yo.

Ella respondió sin asombrarse ni tampoco irritarse:

«Habrán ido a tomar algo para celebrarlo».

Era la costumbre. Entonces pensé en mis diez francos, que hubieran tenido que servir para pagar el servicio religioso y que lo que pagarían sería, sin duda, el alcohol.

Hice mandar un poco de caldo a la madre y ordené que se hiciera un buen fuego en su chimenea. Estaba desasosegado y furioso, prometiendo que echaría a esos brutos y preguntándome con terror lo que iba a ser de la miserable criatura.

A la seis de la tarde, todavía no habían regresado.

Ordené a mi criado que les esperara, y yo me acosté.

No tardé en dormirme, pues duermo como un tronco.

Fui despertado, al amanecer, por mi sirviente, que me trajo agua caliente para el afeitado de mi barba.

Apenas abrí los ojos, pregunté:

«¿Y Kérandec?».

El hombre vacilaba, luego balbució:

«¡Oh! Volvió, señor, pasada medianoche, y tan borracho que no podía andar, y también la alta Kermagan, e incluso la guardesa. Creo que pasaron la noche en una cuneta, de manera que el pequeño ha muerto sin que se dieran siquiera cuenta».

Yo me levanté de un salto gritando:

«¿Ha muerto el niño?».

«Sí, señor. Se lo han traído a la comadre Kérandec. Ella, al verlo, se ha echado a llorar; entonces la han hecho beber para consolarla.»

«Pero ¿cómo que la han hecho beber?»

«Sí, señor. Pero yo no me he enterado hasta esta mañana, hace un rato. Como Kérandec ya no tenía aguardiente ni le quedaba un céntimo, ha cogido el alcohol de la lámpara que le dio el señor y se lo han bebido entre los cuatro, tanto como quedaba en la botella. La comadre Kérandec está muy mal.»

Me había puesto mis ropas a toda prisa y, cogiendo un bastón, decidido a darles una somanta de palos a todas esas bestias humanas, corrí a casa del jardinero.

La recién parida agonizaba, borracha de alcohol mineral, junto al cadáver amoratado de su hijo.

Kérandec, la guardesa y la alta Kermagan roncaban en el suelo.

Yo tuve que cuidarme de la mujer, que murió hacia el mediodía.

*

El viejo médico se había callado. Volvió a coger la botella de aguardiente, se sirvió una nueva copita y, tras haber hecho correr otra vez a través del rubio licor la luz de las lámparas que parecía crear en su copa el efecto de un jugo claro de topacios fundidos, se mandó al coleto el líquido pérfido y caliente de un trago.

EL JOVEN SOLDADO
*

Todos los domingos, tan pronto como estaban libres, los dos jóvenes soldados se ponían en camino.

Al salir del cuartel torcían a la derecha, atravesaban Courbevoie a grandes pasos rápidos, como si hicieran un paseo militar; luego, en cuanto habían dejado atrás las casas, seguían, con un andar más tranquilo, la carretera general polvorienta y desnuda que lleva a Bezons.

Eran menudos, flacos, como invisibles bajo sus capotes demasiado anchos, demasiado largos, cuyas mangas cubrían sus manos, incómodos en sus pantalones rojos, holgados en exceso, que les obligaban a abrir las piernas para ir deprisa. Y bajo el chacó rígido y alto, sus caras casi no se veían, dos pobres caras chupadas de bretones, ingenuas, de una ingenuidad casi animal, con unos ojos azules de dulce y tranquilo mirar.

De camino no hablaban nunca, avanzaban enfrascados en la misma idea que suplía la conversación, porque habían encontrado, a la entrada del bosquecillo de Champioux, un lugar que les recordaba su tierra natal, y sólo se sentían bien allí.

En el cruce de caminos de Colombes y de Chatou, apenas habían llegado bajo los árboles, se quitaban los morriones que les pesaban en la cabeza y se secaban la frente.

Se paraban siempre un momento en el puente de Bezons para contemplar el Sena. Se estaban allí dos o tres minutos, doblados, inclinados sobre el pretil; o bien observaban la cuenca de Argenteuil, por donde pasaban raudas las velas blancas e inclinadas de los clippers, que, quizá, les recordaban el mar bretón, el puerto de Vannes, próximo a su casa, y las barcas de pesca que cruzaban por Morbihan rumbo a alta mar.

Una vez pasado el Sena, compraban sus provisiones en la charcutería, la panadería y la taberna del pueblo. Un trozo de morcilla, cuatro sueldos de pan y un litro de vino peleón constituían sus víveres, que se llevaban envueltos en sus pañuelos. Pero, no bien salían del pueblo, se ponían a caminar a paso muy lento y a hablar.

Delante de ellos, una planicie yerma, salpicada de sotillos, llevaba al bosque, al bosquecillo que les había parecido semejante al de Kermarivan. Los campos de trigo y de avena bordeaban el estrecho camino que se perdía entre el verde tierno de las mieses, y Jean Kerderen le decía cada vez a Luc Le Ganidec:

—Es igualito a los alrededores de Plounivon.

—Sí, exactamente igual.

Se iban lado a lado, llena la mente de vagos recuerdos de su tierra natal, llena de imágenes despertadas, de imágenes ingenuas como las estampitas coloreadas de a un sueldo. Volvían a ver un trozo de tierra, un seto, un fragmento de páramo, un cruce de caminos, una cruz de granito.

Se paraban también cada vez junto a una piedra que señalaba el límite de una propiedad, pues les recordaba vagamente el dolmen de Locneuven.

Todos los domingos, al llegar al primer sotillo, Luc Le Ganidec cogía una ramita, una varita de avellano; y se ponía a pelarla mientras pensaba en la gente de su tierra.

Jean Kerderen llevaba las provisiones.

De vez en cuando, Luc aludía a un nombre, recordaba un hecho de su infancia, unas pocas palabras que le hacían fantasear largo rato. Y poco a poco, su tierra natal, su lejana y querida tierra natal se volvía a posesionar de ellos, les invadía, les mandaba a través del espacio sus formas, sus rumores, sus horizontes familiares, el olor de la verde landa recorrida por el aire marino.

Ya no sentían las exhalaciones del estercolero parisino que abona los terrenos de la periferia, sino el aroma de los juncos floridos, que recoge y se lleva el viento salino de alta mar. Y las velas de los remeros que se avistaban desde la orilla eran para ellos las velas de los buques costeros entrevistas al fondo de la extensa llanura que llegaba en su tierra hasta el borde de las olas.

Luc Le Ganidec y Jean Kerderen andaban a pasitos cortos, contentos y tristes, embargados de una dulce tristeza, una tristeza morosa y penetrante de animal enjaulado que recuerda.

Y cuando Luc había terminado de pelar la varita de su corteza, llegaban al lugar del bosque donde comían todos los domingos.

Volvían a encontrar los dos ladrillos que habían escondido dentro de un matorral y encendían un pequeño fuego de ramas para asar las morcillas en la punta del cuchillo.

Y una vez que habían almorzado, comido su pan hasta la última miga y bebido su vino hasta la última gota, se quedaban sentados en la hierba, uno al lado del otro, sin decirse nada, mirando a lo lejos, con los párpados pesados, los dedos entrelazados como en misa, sus piernas rojas estiradas junto a las amapolas del campo; y el cuero de sus chacós y el cobre de sus botones relucían al sol abrasador, hacían pararse a las alondras que cantaban mientras revoloteaban sobre sus cabezas.

Hacia mediodía comenzaban a dirigir, de vez en cuando, sus miradas hacia el pueblo de Bezons, porque estaba a punto de pasar la muchacha de la vaca.

Pasaba por delante de ellos todos los domingos para ir a ordeñar y llevar su vaca al establo, la única vaca del pueblo que era llevada a comer hierba, paciendo en un estrecho prado en la linde del bosque, más lejos.

No tardaban en ver llegar a la moza, único ser humano que atravesaba los campos, y se sentían regocijados por los reflejos brillantes que despedía el cubo de hojalata al ser herido por los rayos del sol. Nunca hablaban de ella. Tan sólo se sentían contentos al verla, sin comprender el porqué.

Era una alta muchacha fornida, pelirroja y tostada por el sol abrasador de los días claros, una alta muchacha atrevida del campo de París.

En una ocasión, viéndoles sentados en el mismo lugar, les dijo:

—Buenos días…, vienen ustedes siempre aquí, por lo que veo.

Luc Le Ganidec, más osado, balbució:

—Sí, venimos a descansar.

Eso fue todo. Pero, al domingo siguiente, ella se sonrió al verlos, se sonrió con una benevolencia protectora de mujer despabilada que intuía su timidez, y preguntó:

—¿Qué hacen ahí? ¿Ver crecer la hierba?

Luc, divertido, también sonrió:

—Tal vez sí.

Ella continuó:

—Eh, pues no crece muy deprisa.

Él replicó sin dejar de sonreír:

—Pues la verdad es que no.

Ella se fue. Pero al volver con el cubo lleno de leche se detuvo de nuevo delante de ellos y les preguntó:

—¿No quieren un sorbito? Les hará recordar su tierra.

Con su instinto de persona de la misma raza, quizá también ella alejada de su casa, había comprendido y visto con acierto.

Se quedaron los dos muy emocionados. Entonces ella, no sin esfuerzo, vertió un poco de leche por el gollete de la botella de cristal en que traían su vino; y Luc bebió el primero, a sorbitos, parándose a cada momento para mirar de no excederse de su parte. Luego le pasó la botella a Jean.

Ella permanecía en jarras de pie delante de ellos, con el cubo en el suelo a sus pies, contenta del gusto que les daba.

Luego se fue exclamando:

—¡Bueno, adiós; hasta el domingo!

Y ellos siguieron con la vista, mientras pudieron, su alta silueta que se iba, disminuía y parecía perderse entre el verdor de las plantas del terreno.

Cuando dejaron el cuartel, a la semana siguiente, Jean le dijo a Luc:

—¿No deberíamos comprarle alguna cosa buena?

Se vieron en un gran aprieto ante el problema de qué golosina elegir para la muchacha de la vaca.

Luc proponía un pedazo de salchicha, pero Jean, que era goloso, prefería unos caramelos. Se acabó imponiendo su opinión y compraron, en una tienda de comestibles, por dos sueldos, unos caramelos blancos y rojos.

Comieron más deprisa que de costumbre, inquietos por la espera.

Jean la vio primero:

—Ahí va —dijo.

Luc apostilló:

—Sí. Ahí va.

Ella reía de lejos al verles y exclamó:

—¿Anda todo bien?

Ellos respondieron a la vez:

—¿Y usted qué tal?

Entonces ella se puso a charlar, habló de cosas sencillas que les interesaban, del tiempo, de la cosecha y de sus amos.

Ellos no se atrevían a regalarle los caramelos que se fundían poquito a poco en el bolsillo de Jean.

Finalmente, Luc se atrevió y murmuró:

—Le hemos traído una cosa.

Ella preguntó:

—¿Qué es?

Entonces Jean, rojo como un tomate, cogió el delgado cucurucho de papel y se lo alargó.

Ella se puso a chupar los dulces que se pasaba de una mejilla a la otra y que formaban unas protuberancias debajo de la carne. Los dos soldados, sentados delante de ella, la miraban, emocionados y embelesados.

Luego ella se fue a ordeñar su vaca y les dio de nuevo leche a su vuelta.

Pensaron en la moza toda la semana, y hablaron de ella varias veces. Al domingo siguiente, ella fue a sentarse a su lado para charlar más rato, y los tres juntos, uno al lado del otro, la mirada perdida en la distancia y las rodillas abrazadas por sus manos cruzadas, contaron pequeños sucesos y detalles de sus respectivos pueblos natales, mientras la vaca, a lo lejos, viendo parada a la moza en el camino, volvía hacia ella su pesada cabeza de húmedos ollares y mugía largamente para llamarla.

La muchacha no tardó en aceptar tomar un bocado con ellos y un vasito de vino. A menudo les traía ciruelas en el bolsillo, pues era la temporada. Su presencia espabilaba a los dos jóvenes soldados bretones que hablaban como cotorras.

Ahora bien, un martes, Luc Le Ganidec pidió un permiso, cosa que nunca hacía, y no regresó hasta las diez de la noche.

Jean, inquieto, se preguntaba por qué razón había podido salir así su compañero.

Al viernes siguiente, Luc, tras haber pedido prestados diez sueldos a su vecino de cama, pidió de nuevo y obtuvo una autorización para ausentarse durante unas horas.

Y cuando se puso en camino con Jean para el paseo del domingo, tenía un aire extraño, estaba muy agitado y cambiado. Kerderen no comprendía qué le pasaba, aunque tenía alguna vaga sospecha, sin acabar de adivinar de qué podía tratarse.

No cruzaron palabra hasta llegar a su lugar de costumbre, cuya hierba habían aplastado a fuerza de sentarse en el mismo sitio; y comieron con calma. No tenían hambre ni uno ni otro.

No tardó en aparecer la muchacha. La miraban acercarse como hacían todos los domingos. Cuando estuvo muy cerca, Luc se levantó y dio dos pasos. Ella dejó su cubo en el suelo y le dio un beso. Le besó fogosamente, echándole los brazos al cuello, sin preocuparse de Jean, sin pensar que estaba allí, sin reparar en él.

Y él, el pobre Jean, permanecía desconcertado, a tal punto que no comprendía el porqué, trastornada el alma y destrozado el corazón, sin conciencia aún de ello.

Luego la muchacha se sentó al lado de Luc y se pusieron a charlar.

Jean no les miraba, pues ahora intuía por qué había salido su compañero dos veces durante la semana y sentía en su interior una humillante tristeza, una especie de herida, ese desgarro que producen las traiciones.

Luc y la muchacha se levantaron para ir juntos a buscar la vaca.

Jean los siguió con la mirada. Los vio alejarse uno al lado del otro. El pantalón rojo de su compañero creaba una mancha resplandeciente en el camino. Fue Luc quien cogió el mazo y golpeó en la estaca que retenía al animal.

La muchacha se agachó para ordeñarla, mientras con una mano distraída acariciaba el lomo afilado del animal. Luego dejaron el cubo sobre la hierba y se perdieron dentro del bosque.

Jean no veía más que la cortina de hojas por la que habían penetrado; y se sentía tan turbado que, de haber tratado de levantarse, seguramente se habría desplomado.

Permanecía inmóvil, anonadado de asombro y de dolor, de un dolor ingenuo y profundo. Tenía ganas de llorar, de largarse, de esconderse, de no ver nunca más a nadie.

De pronto los vio salir del bosquecillo. Volvían tranquilamente cogidos de la mano, como hacen los novios en los pueblos. Era Luc quien llevaba el cubo.

Se besaron de nuevo antes de separarse, y la muchacha se fue tras haberle soltado a Jean un buenas tardes amigable y dirigirle una sonrisa de inteligencia. Aquel día no pensó en invitarle a un poco de leche.

Los dos jóvenes soldados se quedaron el uno al lado del otro, inmóviles como siempre, silenciosos y serenos, sin que la placidez de su rostro dejara traslucir nada de cuanto turbaba su corazón. El sol caía sobre ellos. La vaca mugía, a veces, mirándoles a distancia.

A la hora de costumbre, se levantaron para volver.

Luc pelaba una varita, Jean llevaba la botella vacía. La dejó en la bodega de Bezons. Luego tomaron por el puente, y, como cada domingo, se pararon en medio para contemplar unos instantes el discurrir del agua.

Jean se inclinaba, se inclinaba más y más sobre la barandilla de hierro, como si hubiera visto en la corriente algo que le atraía. Luc le dijo: «¿Es que quieres beber un trago?». Cuando pronunció la última palabra, la cabeza de Jean hizo bascular el resto, las piernas levantadas describieron un círculo en el aire y el joven soldado azul y grana cayó como un pedrusco, entró y desapareció en el agua.

Con un nudo de angustia en la garganta, Luc trataba en vano de gritar. Vio más lejos moverse algo; luego la cabeza de su compañero emergió a la superficie del río, para volver a desaparecer enseguida.

Más lejos aún, percibió, de nuevo, una mano, una sola mano que asomaba del río, y volvía a zambullirse en él. Eso fue todo.

Los marineros que acudieron no encontraron el cuerpo aquel día.

Luc regresó solo al cuartel, a todo correr, trastocada la cabeza, y contó el accidente con los ojos y la voz bañados en lágrimas y sonándose a cada momento:

—Se inclinó…, se inclinó… tanto…, tanto que la cabeza se le venció… y…, y… se cayó…, se cayó…

Estrangulado por la emoción no consiguió decir más que:

—De haberlo él sabido…

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