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Authors: Javier de Ríos Briz

Cuentos para gente impaciente (5 page)

BOOK: Cuentos para gente impaciente
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—¿El qué fue culpa suya?

—Yo siempre le daba a Óscar todo lo que él me pedía...

—Sí, mami me da, mami me da. —Óscar estaba más atento de lo que parecía.

—...y el quería una oportunidad. Así que yo organicé aquella pelea. El dinero no es problema para mí, así que me planté en el gimnasio, y hablé con quien tenía que hablar. No con esos imbéciles de los entrenadores, sino con quienes cortan el bacalao en este mundillo, usted ya me entiende.

—Sí, entiendo. Siga, por favor.

La anciana dama suspiró profundamente antes de continuar.

—Me hicieron caso, es la única vez en la vida que me arrepiento de haberme salido con la mía. Le organizaron una pelea con uno de los mejores boxeadores del momento. Iba a ser la oportunidad de mi Óscar, la oportunidad de mi chiquitín.

—Y pasó lo que pasó, claro.

—Quince segundos duró la pelea.

—¡Quince segundos, mami! —terció Óscar alborozado como un chiquillo.

—Y aquel energúmeno le dio tal golpe en la sien que dejó a mi Óscar tal y como le puede ver usted.

—¡Quince segundos, mami!

3

—Tiene usted que dejarme hablar a solas con Óscar.

La anciana señora Díez Valtierra ofreció cierta resistencia a la petición, pero bastante menos de la que Bermúdez había esperado. Comprendió que no tenía otro remedio, y les dejó solos en el salón; según sus palabras, estaría esperando en la cocina.

—Ahora estamos solos, Óscar. —Bermúdez se sentó al lado de Óscar.

—Estamos solos, señor —contestó la incomprensible voz chillona.

—Tienes que contestarme unas preguntas muy fáciles. ¿Lo harás?

—Lo haré, señor.

—La primera pregunta es: ¿Suelen venir aquí, a tu casa, amiguitas, para que jueguen contigo? ¿Me entiendes?

—Sí, entiendo: mi madre me trae amiguitas.

Bermúdez se acarició la barbilla mientras meditaba. Ya tenía las cosas donde las quería tener, aunque seguía sin verlo nada claro.

—¿Y qué haces con esas amiguitas, Óscar?

—¡Ji, ji, ji! ¡Quince segundos! —Óscar se tapaba la boca con su enorme mano, con un gesto digno de un niño sorprendido husmeando en el bote de las galletas.

—Te entiendo, Óscar, te entiendo, a todos nos suele pasar alguna vez, ya se sabe, los nervios. Pero me tienes que decir que es exactamente lo que hacéis.

—¡Quince segundos! ¡Quince segundos! ¡QUINCE SEGUNDOS! —Óscar se puso a gritar como un energúmeno, repitiendo su incoherente respuesta, y Bermúdez se dedicó a calmarlo con la mejor sonrisa de su repertorio, cuando lo que en realidad le apetecía era cabrearse, pero se dominó, y decidió cambiar de estrategia, para comprobar una idea que le acababa de llegar a la mente.

—A ver, Óscar, escucha atentamente, ¿Crees qué podrías hacer conmigo lo que haces con las amiguitas que te trae tu madre?

—Sí, ¡ji, ji, quince segundos!

—Pues adelante.

Nada más recibir la primera hostia en su jeta mal afeitada, y antes de salir huyendo, Bermúdez intuyó que Óscar aún era virgen.

EL DESAPARECIDO

Aquella desaparición tuvo a todo el pueblo consternado durante varios años. Alejandro era un chico como otro cualquiera, un poco regordete para sus trece años, bastante mofletudo, y sobre todo feliz, muy feliz.

—Mamá, tengo hambre, ¿me puedes poner unas rodajas de pan con jamón?

Un día desapareció sin dejar rastro, y con él toda su sebosa humanidad. Todo el pueblo colaboró en la búsqueda, pues la familia de Alejandro era muy querida por aquellos lares, pero todo fue en vano. Ni una huella, ni una sola miguita de los bocadillos que Alejandro acostumbraba a llevar encima. Como si se lo hubiera tragado la tierra, sus setenta y cinco kilos de peso se desvanecieron.

Sus familiares conservaron la esperanza durante varios años, y continuaron removiendo cielo y tierra, hasta que las batidas se fueron haciendo cada vez más esporádicas, y finalmente cesaron. Aunque Mateo, el abuelo de Alejandro, siguió pensando en su nieto cada vez que salía a dar un largo paseo por los bosques cercanos, y se volvía esperanzado cada vez que oía crujir una ramita a sus espaldas. Hasta que sus maltratadas piernas se negaron a continuar con tan frenética actividad.

Veinte años después de la inesperada desaparición, ya casi nadie recordaba lo sucedido, y sólo Laura, la madre de Alejandro, y el anciano abuelo Mateo, sacaban a relucir sus viejos recuerdos sobre las hazañas del muchacho cuando se sentaba delante de un mantel de cuadros.

Hasta que una fría mañana de invierno, en la que Laura estaba atareada con sus guisos delante del fogón, agradeciendo aquel calor generoso, que lo mismo hacía hervir el agua que calentaba unas manos frías, una voz vagamente familiar la sobresaltó:

—Mamá, tengo hambre, ¿me puedes poner unas rodajas de pan con jamón?

Laura se quedó muda, contemplando anonadada a aquel mocetón de treinta y tres años, alto como una casa, y ancho como un tonel, que se apoyaba despreocupadamente en el marco de la puerta.

Sólo el abuelo Mateo, desde el oscuro rincón al que se veía relegado por culpa de su incapacidad para andar, acertó a decir algo:

—Jodio crío, desde luego hay gente que no cambia. ¿Se puede saber dónde has estado todo este tiempo?

–No sé, por ahí, cerca... —Alejandro miró a su madre, que continuaba silenciosa, y repitió obstinado—. Mamá, tengo hambre, ¿me puedes poner unas rodajas de pan con jamón?

LA PERFECCIÓN DE LOS SURCOS

Fue muy repentino. Gloria llevaba un mes escaso transitando por el estado civil de viudedad. Eran casi las nueve de la noche cuando sonó el timbre de la puerta y se interrumpió el desigual combate que Gloria tenía establecido con una diminuta tortilla francesa.

—Hoy tampoco voy a poder –murmuró.

Cogió el plato y desocupó su contenido en el cubo de la basura.

—Hoy tampoco voy a poder –repitió, constatando lo que ya era una realidad.

El timbre volvió a sonar, y esta vez el dedo anónimo lo mantuvo apretado ininterrumpidamente durante unos diez segundos.

—¡Ya va, ya va! –gritó Gloria.

Trabajosamente llegó hasta la puerta de la calle y la abrió. Casi se da de bruces con su hija Aurora.

—¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas?.

—Ya ves, traerte otra vez a ésta.

Gloria bajó la mirada. No se había fijado en que Aurora venía acompañada. A su lado una niña de unos diez años sujetaba con fuerza una mochila con forma de osito.

—¿Y su madre?, ¿dónde rayos está su madre?

—Sandra se ha vuelto a ir con Carlos, mamá.

—Esa mujer es tonta...

—Hace unas dos horas que me llamó la niña. Estaba sola en casa. Sandra no había dejado más que una nota en la nevera.

—Tonta, tonta de capirote, lo que yo decía –la voz de Gloria era dura, pero a la vez acariciaba la cabeza de la niña con suavidad. Intentaba recordar cuántas veces había recomendado a su hija Sandra alejarse de aquel hombre, al parecer infructuosamente.

Aurora la arrastró hacia el presente:

—Bueno, mamá, ya sabes que te tengo que dejar a Leire aquí. Yo mañana por la mañana tengo que estar en el hospital a las siete, y ya te puedes suponer...

—Lo comprendo, hija, lo comprendo –la cortó Gloria—, se puede quedar aquí todo el tiempo que haga falta.

Aurora se despidió de su madre y de su sobrina estampándolas dos sonoros besos en la cara a cada una.

—Llamaré mañana por la noche –dijo antes de desaparecer presurosa tras la puerta, dejando a Gloria con la boca abierta.

Unos segundos después volvió a sonar el timbre. Gloria dio un respingo.

—Maldito timbre –murmuró—, echo de menos el viejo aldabón, no tenía que haberlo quitado.

Era Aurora otra vez.

—Se me olvidaba, gracias por todo, mamá, ya que no te las da su madre te las doy yo –y le dio otro beso a Gloria en la mejilla—, por cierto, la niña no ha cenado.

Se volvió a ir, más deprisa si cabe que la primera vez. Durante unos segundos nieta y abuela oyeron el rítmico taconeo de los zapatos de Aurora, y un poco después el motor de su coche.

Gloria miró a su nieta que no soltaba su mochila en forma de oso.

—Trae eso para acá. ¿Tienes hambre?

—Sí –confesó la niña.

—A saber qué habrás comido en todo el día. Venga, vamos hacia la cocina. ¿Qué quieres que te haga? A ver, dime.

La niña no se lo pensó dos veces.

—Una tortilla –dijo.

—¡Cachis la mar...! –Gloria se acordó de la tortilla que acababa de tirar al cubo de la basura—, podíais haber venido cinco minutos antes.

—¿Qué? –la niña se quedó parada, temiendo haber hecho algo malo.

—Nada, hijita, no pasa nada. Vamos, que ahora mismo te hago la tortilla.

—¿Estaba buena, Leire?, ¿qué quieres ahora: una manzana o un yogur?

—Un yogur –contestó la niña con la boca llena de tortilla y pan—, de fresa.

Gloria se levantó y rebuscó en la nevera hasta encontrar lo que buscaba, para acto seguido dárselo a la niña.

—Espera, que ahora te doy una cucharilla.

La cena había transcurrido en silencio. Mirando a la niña comer a Gloria se le había pasado por la cabeza que tal vez era la primera cena decente que Leire hacía en mucho tiempo, y no se había atrevido a molestarla.

Leire aprovechaba el yogur como si esperara encontrar un tesoro debajo de los últimos restos.

—¿Quieres otro, hija?

—No, gracias.

Gloria se acordó de algo al ver la mochila que la niña había depositado en una de las sillas.

—¿Has traído pijama?

—Sí, está en el osito, y un vestido para mañana.

—¿Y mudas?, ¿has traído mudas?

—¿Qué?

—Braguitas hija, que si te has traído braguitas.

—No, eso no.

—¡Ay, Señor!, tu tía Aurora, ¿donde tendrá la cabeza?

Leire sonrió.

—Mira, hijita –continuó Gloria, dispuesta a no hablar de ningún tema trascendental esa noche—. Te vas a subir a la habitación donde dormiste la última vez que me vinisteis a ver, ¿te acuerdas?

La niña asintió con la cabeza.

—Pues vas a subir y te vas poniendo el pijamita, que yo enseguida subo. No te preocupes por la ropa, que mañana llamo a tu tía y nos trae todo lo que te haga falta. Yo, mientras, voy a recoger todo esto.

Leire volvió a asentir, cogió la mochila de la silla y salió de la cocina arrastrando la pequeña cabeza peluda del oso por el suelo.

Gloria se puso a recoger la mesa, y mientras, con escaso éxito, intentaba poner en orden sus pensamientos.

Cuando Gloria subió a dar las buenas noches a la niña, ésta ya dormía plácidamente. Le dio un beso en la frente y metió sus pequeños brazos debajo de las sábanas.

—No te vayas a enfriar –murmuró—, que aunque estamos en verano a veces refresca.

Salió del cuarto, y entró en su habitación, contigua a la que había ocupado la niña. Contempló la vieja cama de uno cincuenta, y pensó que era demasiado para una persona sola, que tal vez debería mudarse a otra habitación.

Decidió volver al piso de abajo antes de acostarse para comprobar si todas las puertas y ventanas estaban cerradas. En el mes que llevaba sola en la vieja casa había convertido en un ritual el recorrido nocturno para asegurarse de que todo estaba en orden. Si no, no podía dormir.

Creyó oír un tenue ruido en el almacén y, armándose de valor, entró a echar un vistazo. Encendió la luz y derramó la mirada por el pequeño recinto.

“Habrá sido una rata”, pensó.

Posó la vista en el viejo arado. El óxido se había apoderado de todos sus rincones, tras años de descanso forzado por la moderna maquinaria que había llegado para sustituirlo.

—Tal vez mañana demos un paseíto –murmuró.

Y se fue a acostar.

Despertó a la niña con un beso en la frente, similar al que le había dado nueve horas antes.

—Venga, dormilona, a levantarse –dijo mientras subía las persianas, dejando que el sol inundara todos los rincones de la habitación—, hace un día precioso, y todo el mundo anda danzando por ahí menos tú.

Leire se restregó los ojos, perezosa, y bostezó dos veces antes de decir nada.

—¿Qué vamos a hacer hoy, abuela?

—Lo que tu quieras, hijita, lo que tu quieras, pero lo primero bajar a desayunar. ¿Sabes que aún queda Cola-cao de la última vez que estuviste aquí?

—¿Me enseñaras tus vaquitas, abuela?

—Bueno, la verdad es que ya no tengo vaquitas. Se las regalé todas a Andoni.

—¿Se las regalaste? –Leire abrió los ojos, incrédula—. ¿a tu vecino?

Gloria se sentó en la cama, al lado de la niña.

—Sí, hija, sí, a mi vecino. Estaba harta de cuidar de las vacas. No sabes tú bien que trabajo dan. Tu abuelo enfermo y las dichosas vacas, todo el quehacer sobre mis hombros. Además no las necesitábamos.

—¿Por qué?

—Pues porque no, hijita, porque no. Ya teníamos bastante con los ahorros, y con lo que da el arrendamiento de las tierras. Así que hace unos meses se las regalé a Andoni. Llegué a un acuerdo con él, me dará a cambio toda la leche que necesite, ¿qué te parece?

La niña hizo caso omiso a la pregunta.

¿Y el abuelo qué dijo?

—El abuelo no se enteró, Leire, él ya no se podía levantar de la cama, pero si se entera no me hubiera dejado, por supuesto. A tu abuelo le gustaba mucho mandar, ¿sabes?

Leire se encogió de hombros.

—Venga, ya está bien de cháchara –dijo Gloria, poniéndose en pie—, a desayunar, no sé donde tiene Andoni las vacas, pero si quieres te puedo llevar a ver los terneritos, ¿te parece bien?

—¡Vale!

Y Leire se levantó, dejando la cama de un brinco, ya totalmente despejada.

—Mira, ¿ves a ese de ahí?, pues ese es hijo de “La rubia”, ¿te acuerdas de “La rubia”?

—Sí, era mi vaca favorita.

La niña contemplaba extasiada a la media docena de animales a través de la cerca.

—¿Y ese?, ¿y ese negro tan bonito?

—Ese es de una de las vacas de Andoni.

—Es negro y tiene eso blanco alrededor del ojo, ¿sabes lo que parece, abuela?

—Pues no sé, dime tu lo que parece.

—Parece un pirata, pero al revés.

Gloria se quedó perpleja, no muy segura de haberlo entendido. Intentó disimular para no quedar mal delante de la nieta.

—Sí, hija, sí, un pirata. Mismamente parece un pirata. Es lo mismo que iba a decir yo.

—¿De verdad ya no necesitabais las vacas, abuela?

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