Cuestión de fe (7 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Cuestión de fe
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Sea cual fuere la causa, Brunetti se alegraba de la calma. Dedicó parte del tiempo libre a visitar páginas que ofrecían ayuda espiritual o ultraterrena a los afligidos. Él, tan adicto a los historiadores griegos y romanos, no encontraba extraño el deseo de consultar a oráculos o indagar en los mensajes de los dioses. Ya fuera el hígado de un pollo recién muerto o las formas dibujadas en el aire por una bandada de pájaros, las señales estaban ahí para quienes supieran interpretarlas. Lo único que se necesitaba era una persona que se creyera la interpretación, y asunto concluido. Cumas o Lourdes, Diana de Éfeso o la Virgen de Fátima: los labios de la estatua se movían y de ellos salía la verdad.

Las mujeres de la familia de Brunetti rezaban el rosario, y de niño al volver de la escuela el viernes por la tarde, las encontraba arrodilladas en el suelo de la sala, recitando sus conjuros. Aquella práctica, y la fe que la inspiraba, le parecían —y ahora, dos generaciones después, seguían pareciéndoselo—, una parte normal y comprensible de la vida humana. Por ello, trasladar la confianza en el poder benéfico de la Madonna al poder de una persona para establecer contacto con el espíritu de los difuntos parecía, por lo menos a los ojos de Brunetti, un paso muy pequeño por el camino de la fe.

Como él nunca había intervenido en un caso que implicara manipulación de la fe —si tal era la causa de la extraña conducta de la tía de Vianello—, Brunetti no estaba seguro de la existencia de leyes al respecto. Italia es un país confesional; por lo tanto, la ley tiende a adoptar una actitud tolerante hacia la Iglesia y la conducta de sus funcionarios. Las acusaciones de usura, connivencia con la Mafia, abusos a menores, fraude y extorsión solían desaparecer, como ahuyentados por el equivalente judicial del hisopo y el incensario.

Ahora bien, las actividades reflejadas en estas páginas hacían la competencia a la religión del Estado, por lo que la ley podía contemplarlas con menos tolerancia.

Y si las promesas que se hacían en las iglesias eran tan válidas como las de las páginas web, ¿dónde estaba la verdad? El teléfono interrumpió sus especulaciones.

Contento de la interrupción, Brunetti contestó con su apellido.

—Soy yo, Guido —dijo Vianello—. Acaba de llamarme Loredano. El director del banco le ha avisado de que tiene allí a mi tía. Ha retirado tres mil euros. Él le ha pedido que suba un momento a su despacho, a firmar unos papeles.

—¿Quién está de patrulla?

—Pucetti y una agente nueva que ya van camino de Via Garibaldi.

Brunetti bajó mentalmente por un lado de Via Garibaldi y subió por el otro.

—¿Banco di Padova?

—Sí. Al lado de la farmacia.

—¿Cuánto tiempo cree que podrá retenerla?

—Diez minutos. Me ha dicho que le preguntará por la familia. Esto la tendrá hablando un rato.

—¿Tú dónde estás?

—En Murano. Un individuo ha tratado de robar el bolso a una mujer, y la gente se le ha echado encima y lo ha arrojado a un canal. Hemos tenido que venir a sacarlo.

—Echaré un vistazo —dijo Brunetti, colgando el teléfono, pero no antes de oír decir a Vianello:

—Lleva una blusa verde.

Estaba tan absorto pensando en la llamada de Vianello que el calor que lo embistió al salir de la
questura
lo pilló desprevenido. Cayó sobre él como una ola y, durante un momento, Brunetti dudó de que aquella acometida de un aire saturado de humedad le permitiera respirar. Se detuvo, dio un paso atrás hacia la raquítica sombra del dintel y sacó las gafas de sol. Mitigaban la luz, pero no eran de ninguna ayuda contra el calor. Tenía la chaqueta de fino algodón azul, pegada al cuerpo como si fuera un suéter islandés.

Había sido tan brutal el asalto del calor y la luz que Brunetti tardó un momento en recordar por qué salía; y otro, en orientarse hacia la Via Garibaldi.

—Esto es demencial —musitó al cruzar el puente. Tenía que mantener baja la mirada para proteger los ojos del sol, dejando que los pies encontraran el camino. Torcía a izquierda y derecha maquinalmente, sin pensar adónde iba. Sus pies lo condujeron por otro puente, luego giraron a la derecha y Brunetti salió a Via Garibaldi. Y deseó no haber salido. Las losas del pavimento llevaban horas cociéndose y el calor que despedían parecía una especie de protesta por su indefensión. Atrapado entre el sol implacable y el calor que irradiaba el suelo, Brunetti no encontraba la manera de protegerse. Pasó rozándolo una mujer que dijo
permesso
con cierta rudeza, ya que él se había parado a la salida de la calle. Aquella voz tuvo el efecto de desbloquearlo, y él retrocedió hacia la calle que, por lo menos, ofrecía la mínima protección de la sombra.

Al cabo de un momento, Brunetti consiguió reunir el valor suficiente para sumergirse en el calor de Via Garibaldi. El banco estaba a mano derecha; un poco más abajo, delante de la pequeña terraza de un bar cuyas mesas se guarecían bajo unos parasoles. En una de ellas estaban Pucetti y una muchacha que se reía de lo que estaba diciendo el joven agente. Ella tenía el cabello claro, corto, como el de un chico, impresión que desmentía la ajustada camiseta blanca. Los dos llevaban gafas de sol, y Pucetti, una camiseta negra, tan ceñida como la de ella, pero sin el mismo efecto.

Brunetti retrocedió a la calle y esperó lo que calculaba que sería un minuto, pero sabía que era menos, y volvió a avanzar. Pucetti y la muchacha se levantaban. Brunetti observó que ella llevaba una falda muy corta que revelaba unas piernas bronceadas y muy atractivas. Los dos calzaban sandalias. Delante del banco, entre él y los dos jóvenes agentes estaba una mujer mayor, en ese momento de reflexión tan veneciano, en el que se calcula el itinerario más corto para ir de un lugar a otro. La mujer miró al cielo, como si creyera que allí estaría escrita la temperatura exacta. Vestía pantalón holgado de algodón y blusa verde pálido de manga larga. Calzaba cómodos zapatos salón de medio tacón color marrón y tenía el cuerpo robusto de las mujeres que han tenido varios hijos y una vida muy activa. Llevaba un bolso marrón en bandolera sujetando bien el asa con las dos manos. Fue hacia la izquierda, en dirección al embarcadero y la Riva degli Schiavoni. Caminaba un poco encorvada apoyándose más en el pie izquierdo.

En el momento en que la mujer empezó a andar, la atractiva pareja que estaba un poco más allá tomó la misma dirección, caminando delante de ella. Pucetti rodeó con el brazo los hombros de su compañera, pero hacía tanto calor que enseguida optaron por cogerse de la mano. Se pararon frente al escaparate de una tienda de artículos de deporte y la anciana pasó sin reparar en ellos. Lentamente, ellos la siguieron y Brunetti siguió a los tres.

Al extremo de Via Garibaldi la mujer entró en el embarcadero y se sentó de cara al agua. Los jóvenes se pararon en la
edicola
y el hombre compró un
Men's Health.
Por la izquierda llegaba un Dos, y la anciana se levantó. Sin prisa, los jóvenes sacaron sus abonos, entraron en la parada y embarcaron. En el momento en que se soltaba la amarra y el barco empezaba a separarse del muelle haciendo marcha atrás, cuando el empleado ya corría la barrera, Brunetti saltó a bordo.

La anciana se había sentado en primera fila, al lado del pasillo, buscando el aire que pudiera colarse por la puerta. Pucetti, con la revista abierta en la repisa situada detrás de la cabina del piloto, señalaba una chaqueta de lino gris y preguntaba a su compañera qué le parecía. Él estaba de espaldas a los pasajeros pero ella, situada frente a él, podría ver a la mujer cuando se levantara.

Brunetti se puso al lado de Pucetti, mirando al frente. La joven levantó la cabeza e irguió ligeramente el cuerpo, pero Pucetti, sin dejar de mirar la chaqueta, dijo:

—Ya me figuraba que Vianello le llamaría, señor.

—En efecto.

—¿Continuamos como hasta ahora: nosotros la seguimos a ella y usted nos sigue a nosotros?

—Será lo mejor.

El barco se acercó a la parada de San Zaccharia y Pucetti pasó varias páginas de la revista. Extendió el brazo atrayendo hacia sí a su compañera para mostrarle algo. Varias páginas después, pasaron por debajo del puente de Accademia, luego San Samuele, y entonces Brunetti oyó decir a la joven:

—Se ha levantado.

Pucetti cerró la revista y se inclinó ladeando el cuerpo, para darle un beso en la sien. Ella bajó la cabeza acercándole la cara y dijo algo, luego se apartaron y desembarcaron en San Tomà, varios pasajeros por detrás de la anciana del bolso marrón y otros tantos por delante del hombre de la chaqueta de algodón azul.

Al llegar al extremo de la calle, la anciana torció a la derecha, luego a la izquierda y salió al
campo,
que cruzó en diagonal, hacia la derecha, y entró en una calle muy estrecha por la que retrocedió hacia Frari. Por acuerdo tácito, sus seguidores se dividieron y Brunetti tomó por la calle situada más a la derecha, para asegurarse de que no la perdían en el laberinto de esquinadas callejuelas.

Cuando iba a entrar en la calle Passion, Brunetti vio ante sí a la anciana, que se detenía frente a una casa del lado derecho y levantaba la mano hacia el timbre. Él siguió andando por la calle adyacente, se paró y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la esquina vio desaparecer por una puerta lo que podía ser un pie. Entró en la calle y, al pasar por delante de la puerta, mentalmente tomó nota del número.

Cuando Brunetti salía a Campo dei Frari, la pareja se disponía a entrar en la calle.

—Número dos mil novecientos ochenta y nueve —dijo Brunetti con naturalidad.

La muchacha lo miró como si él fuera uno de aquellos magos de Internet cuyas páginas había visitado él. Pucetti sonrió y dijo:

—Esto se lo contaré a mis nietos, comisario.

Brunetti no sabía si la observación llevaba la intención de acrecentar o de minar su satisfacción por el deber cumplido, y dijo modestamente:

—Ha sido casualidad.

Pucetti asintió, pero la muchacha seguía mirando al comisario sin pestañear.

—¿Y ahora qué hacemos, señor?

—Ustedes dos tomen un refresco en el
campo.
Yo iré a San Toma y me pondré delante de la agencia inmobiliaria, buscando apartamento.

—Una tarea poco refrescante, comisario —le compadeció la muchacha.

Brunetti asintió, agradeciendo su comprensión.

Afortunadamente, hoy llevaba el
telefonino,
lo que les permitiría mantenerse en contacto. Él volvió al
campo
y se apostó frente al escaparate de la agencia inmobiliaria. A aquella hora de la tarde, el sol ya estaba a su espalda y, lentamente, le iba tostando la ropa. Eran tan potentes sus rayos que él se volvía exponiendo primero un hombro y después el otro, como san Lorenzo en la parrilla.

Pero el ángulo de la luz convertía el escaparate de la agencia en un espejo gigante, en el que Brunetti no tardó en ver el reflejo de una anciana con un bolso marrón en bandolera. Ahora la mujer ya no agarraba el asa con las dos manos sino que parecía no prestar atención al bolso que le colgaba del hombro mientras caminaba hacia el comisario, que contemplaba la foto de una mansarda de Santa Croce: nada más que medio millón de euros por sesenta metros cuadrados.

—Demencial —murmuró.

La mujer torció a la derecha y luego a la izquierda por la calle que llevaba al embarcadero. Brunetti marcó el número de Pucetti y dijo:

—Ahora vuelve a la parada del barco. Usted y su amiga podrían pararse en la puerta del dos mil novecientos ochenta y nueve a darse un largo abrazo.

—Ahora mismo, comisario —dijo Pucetti, y colgó. Brunetti se apartó del escaparate y entró en la calle que conducía a la casa de Goldoni, donde, por lo menos, podría estar a la sombra. A los pocos minutos, aparecieron Pucetti y la mujer, que ya no se daban las manos.

—S. Gorini, señor —dijo Pucetti—. Sólo hay un nombre en ese número.

—¿Volvemos a la
questura
? —sugirió Brunetti.

—Nosotros aún estamos de servicio, comisario —respondió Pucetti.

—Me parece, agentes, que por hoy, y con este calor, ya podemos dar por terminadas las prácticas en seguimiento. —El alivio de ambos se tradujo en un ligero suspiro. Brunetti sonrió a la muchacha por primera vez y dijo—: Ahora veamos si pueden seguir a un comisario de policía hasta la
questura
sin ser detectados.

8

Quizá incentivado por la deferencia que la joven agente —cuyo nombre completo era Bettina Trevisoi— había mostrado por su sagacidad, Brunetti decidió ver qué podía descubrir por sí mismo sobre S. Gorini. Lo primero que averiguó —aunque para ello no tuvo más que consultar la guía telefónica— fue que la S era de Stefano. Pero, ni aun con el nombre completo, Google le proporcionó más que una amplia variedad de productos y contactos con señoras. Como ya tenía una señora en casa, Brunetti no necesitaba más, y desechó las ciberofertas que quizá habrían tentado a otros.

Puesto que Google le había fallado, Brunetti tuvo que ponerse a pensar en qué otros sitios podría encontrar información de una persona. Debía de haber un medio de averiguar si el apartamento era de alquiler o de propiedad; sin duda, el dato figuraría en alguna oficina de la Commune. Si su ocupante era el dueño, probablemente tendría una hipoteca y, una vez averiguado el banco, se podría tener una idea del estado de sus finanzas. Debía de haber un medio de descubrir si la ciudad le había concedido alguna licencia y si tenía pasaporte. En los archivos de las compañías aéreas habría constancia de si viajaba por Italia o a otros países y con qué frecuencia. Si poseía alguno de los abonos especiales que ofrecía el ferrocarril, habría una lista de los billetes que compraba. Las facturas del teléfono, tanto del fijo de su casa como del
telefonino,
revelarían quiénes eran sus amigos y asociados. También indicarían si desde aquella dirección se gestionaba una empresa comercial. Finalmente, estaban las tarjetas de crédito, que suelen ser verdaderas minas de información.

Brunetti permanecía sentado frente al ordenador mientras por su cabeza desfilaban estas posibilidades. Se admiraba de la facilidad con que los servicios básicos de la vida moderna pueden retratar a una persona e invadir su vida privada.

Pero, y esto era lo más importante, se admiraba de su propia incapacidad para averiguar ni siquiera la primera de estas cosas. Él sabía que toda esta información tenía que estar escondida en su ordenador, pero carecía de la habilidad para encontrarla. Miró a Pucetti: a su lado estaba la aspirante Trevisoi.

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