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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (39 page)

BOOK: Dame la mano
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—Vaya hacia allí, Reek. Yo me reuniré con usted enseguida. Y compruebe si Tanner está en casa. En caso de que así sea, reténgalo.

—De acuerdo, inspectora.

Valerie se sentó frente al volante, pero se sentía frustrada en lugar de entusiasmada. ¡No lo hacía bien! Se liaba, actuaba desordenadamente, desatendía tareas rutinarias. Algo tan simple como preguntar a los vecinos, ¿por qué no se le había pasado por la cabeza hacerlo? Casi prefería que la testigo acabara siendo una lianta a la que no pudiera dársele crédito, para que su negligencia no quedara a la vista de todos. Lo prefería a que su declaración la condujera a la resolución del caso. Porque entonces le harían preguntas que difícilmente podría responder de forma convincente.

Se obligó a calmarse. No era el momento de perder los nervios, sino de acudir allí y hablar con la testigo. Y de interrogar a Tanner.

Maldita sea, Valerie, concéntrate. No vayas a volverte loca. Todo irá bien.

Echó un vistazo a la puerta de la casa. Gwen y Colin estaban hablando. Gwen tenía una palidez casi mortecina. Antes de cerrar la puerta, Valerie oyó cómo Colin preguntaba, atónito:

—¿Que Tanner también conoce la historia? ¿De verdad?

—¡No alces tanto la voz! —susurró Gwen.

Valerie cerró la puerta, encendió el motor, dio la vuelta con el coche emitiendo un sonoro chirrido de neumáticos y abandonó la granja.

La testigo se llamaba Marga Krusinski, tenía casi treinta años, un bebé en brazos y le estaba soltando un verdadero discurso en un inglés deficiente al sargento Reek, quien en vano intentaba detener esa verborrea para ir al grano y obtener la información que necesitaba. Marga Krusinski se había divorciado de su marido y se había mudado a Scarborough, pero al parecer él la había estado asediando. La acechaba por todas partes, la importunaba e incluso había llegado a amenazarla varias veces con llevarse al hijo que habían tenido en común. Entretanto, ella había conseguido una orden de alejamiento provisional que prohibía a su marido acercarse a ella a menos de cien metros de distancia, pero ella ponía en duda que fuera a cumplirla. Era evidente que estaba pidiendo ayuda al sargento Reek y parecía haberse olvidado del verdadero motivo por el que la policía había acudido a verla.

Valerie, que a causa de la niebla había tardado más de lo normal en llegar, se preguntó por un instante si realmente habría algún problema de credibilidad con la testigo. Tal vez Marga Krusinski se inventaba historias descabelladas para llamar más la atención de la policía acerca de los problemas que tenía con su marido.

Aborda el tema sin prejuicios, se ordenó a sí misma.

En una butaca del modesto salón de la señora Krusinski estaba sentada la señora Willerton, con un vaso de aguardiente en la mano y la nariz roja, signo inequívoco de que no era ni mucho menos el primer trago que se había tomado ese día para superar el susto.

—¿Van a detenerlo ahora? —preguntó casi sin aliento nada más ver a Valerie—. ¿Finalmente lo detendrán antes de que siga asesinando a más mujeres inocentes?

—En principio no podemos considerar que el señor Tanner sea un delincuente solo porque aquella noche saliera de casa —dijo Valerie—. Sin embargo es extraño que él nos lo ocultara cuando lo interrogamos. Tendrá que explicar con mucha claridad adónde fue y cuánto tiempo pasó en cada lugar.

La señora Willerton soltó un resoplido.

—¡Ese tipo miente más que habla!

—Todavía no he conseguido sacar nada en claro —dijo el sargento Reek, absolutamente enervado.

Marga Krusinski se detuvo.

—¿Pueden ayudarme?

—Primero necesitamos que nos ayude usted a nosotros —le dijo Valerie—. ¿Le ha dicho usted a la señora Willerton que el señor Tanner salió de su domicilio hacia las nueve de la noche del sábado?

—Sí.

—¿Y desde dónde vio cómo salía?

—Desde esta habitación, aquí —dijo Marga—, por ventana. Ver bien casa de señora Willerton.

Valerie se acercó a la ventana y espió a través de las cortinas.

Reconoció la casa de la señora Willerton; tanto la puerta de la entrada como los pocos escalones que subían hasta la calle quedaban a la vista. Constató también que había una farola muy cerca del jardín delantero, pero aun así decidió hacer la pregunta.

—Debía de estar muy oscuro. ¿Cómo…?

—Farola —dijo Marga—, mucha luz. Vi bien al señor Tanner, lo reconocido bien.

—¿Estaba mirando por la ventana por casualidad?

Marga adoptó una expresión desabrida.

—Ya contado todo —dijo con un movimiento de cabeza en dirección al sargento Reek.

—Ah, sí —confirmó Reek—. Inspectora, ya debe de haberse dado cuenta de que la señora Krusinski tiene problemas con su ex marido. Por lo visto el sábado se dejó caer por aquí a última hora de la tarde y sorprendió a la señora Krusinski cuando esta volvía de pasear con su hijo. La amenazó e intentó intimidarla. Por suerte apareció algún vecino y él se dio a la fuga.

—¿Tenía una orden de alejamiento provisional? —preguntó Valerie, y Reek negó con la cabeza.

—Desde el lunes.

—Comprendo. Y…

—Y la señora Krusinski, como es comprensible, pasó el resto de la noche inquieta. Tenía miedo de que su ex marido pudiera deambular alrededor de su casa. Por eso había estado mirando por la ventana, tanto por esta del salón, que da a la parte delantera, como por la de la cocina, que da a la parte de atrás. Pensaba llamar a la policía si lo veía.

—¿Y así es como reparó en que Tanner salía de casa?

—Sí —dijeron el sargento Reek, Marga y la señora Willerton al unísono.

Valerie se volvió hacia Marga.

—¿Y está usted completamente segura de que se trataba de Dave Tanner?

—Oiga —protestó la señora Willerton—, ¿cuántos hombres cree que pasan por mi casa?

Valerie no podía imaginar ni siquiera a uno.

—Era señor Tanner —insistió Marga—, reconocido perfectamente. ¡Segura!

—¿Y está segura también respecto a la hora a la que salió?

—Bastante segura, pero no al minuto. Estaba muy inquieta no paraba de mirar hora. Última vez a nueve menos cuarto. Y vi al señor Tanner quizá después de cuarto de hora o veinte minutos.

—¿Y qué hizo exactamente el señor Tanner?

—Subió a coche y marchó.

—¿Estaba solo?

—Sí. Solo, solo. Coche tardó un poco en arrancar. Siempre pasa. Coche muy hecho polvo.

—¿No lo vio volver a casa?

Marga negó con la cabeza.

—Estaba despierta hasta tarde. Poco antes de doce fui a dormir, pero no podía dormir. Con cada ruido asustaba.

—¿Hasta entonces, es decir hasta la medianoche, no había vuelto?

—No. Miraba mucho a calle, pero coche no estaba. Hasta día siguiente. Levanté a las nueve. Entonces sí, aparcado ahí fuera.

Valerie se frotó un poco las sienes con los dedos, empezaba a sentir un leve dolor. «Descuido, descuido, descuido», decía el dolor.

Sin embargo, tenía que hacer la pregunta, hurgar en su propia herida de nuevo, algo que el sargento Reek sin duda había percibido, si bien a las dos mujeres probablemente les había pasado por alto.

—¿A qué se debe que decidiera hablar con la señora Willerton acerca de lo que había visto? —preguntó.

—Fui yo quien sacó el tema —intervino la señora Willerton con cierto orgullo—. Ya no duermo en casa y con razón. En cualquier caso, esta mañana he venido a ver a la señora Krusinski y le he preguntado si podría dormir la noche siguiente con ella, así es como hemos empezado a charlar acerca del señor Tanner. Le he contado que no sabía exactamente si en el momento del asesinato de Fiona Barnes, es decir, a última hora de la noche del sábado, él estaba en casa. De repente me ha mirado y ha dicho: «Pero ¡yo sí sé que no estaba en casa!». ¡Y luego me ha contado esa historia! —La señora Willerton tomó un buen trago de aguardiente—. ¡Nunca más volveré a aceptar a un inquilino, nunca más, se lo aseguro! Ya lo he avisado de que voy a desahuciarlo el primero de noviembre, pero ¡si no lo detienen hoy mismo lo pondré de patitas en la calle enseguida, se lo juro! ¡Ni un día más, no voy a dejarlo entrar en mi casa ni un solo día más!

—Supongo que ahora no está en casa, ¿verdad? —dijo Valerie, dirigiéndose a Reek, y este negó con la cabeza.

—Lo he comprobado, no.

—Ya podría habérseles ocurrido a ustedes venir a preguntar por el vecindario —dijo la señora Willerton con aire de reproche—. ¡Que tenga que ser yo quien acabe resolviendo el caso!

Valerie tenía una réplica mordaz en la punta de la lengua, pero prefirió tragársela. No debía ser tan tonta para ponerse a discutir con aquella anciana tan agresiva y que tantas ansias de protagonismo tenía. Y menos aún acerca de algo que podía considerarse un error por su parte. Mejor no inflar el asunto. Pasó por alto el comentario y se dirigió fríamente al sargento Reek.

—Espere un rato más, sargento. Pero mejor fuera, en el coche. Si Tanner se deja caer por aquí, tráigalo a comisaría para interrogarlo.

—De acuerdo, inspectora.

A continuación, se dirigió a la señora Krusinski.

—Le agradezco su declaración, señora Krusinski. Es posible que tenga que redactarlo todo para que conste en acta, pero la llamaré antes. Señora Willerton…

Tras saludar a la casera con frialdad salió a toda prisa de la casa. Una vez fuera, se quedó un momento apoyada en la pared para respirar. Le ardía el rostro y por primera vez ese día la niebla le pareció agradable.

Ha sido un error garrafal, pensó. Se obligó a respirar hondo. Todo irá bien.

7

La niebla acabaría por disiparse ese día. Se notaba. Pero seguía allí, un verdadero muro de algodón que se lo tragaba todo, que conseguía que cualquier sonido pareciera lejano y atenuado. De vez en cuando la atravesaba un débil rayo de luz, por poco tiempo y como si se tratara de un error, aunque en realidad aparecía para anunciar que en algún lugar el cielo era azul y que la niebla no se quedaría en la bahía y en la ciudad para siempre.

Leslie y Dave ya habían salido de la cafetería y recorrían el paseo marítimo, la Marine Drive, un camino ancho y fortificado que rodeaba el castillo que estaba en la parte norte de la bahía.

A mano izquierda se alzaban las afiladas peñas de la montaña, mientras que a mano derecha el camino quedaba delimitado por un muro de piedra de color claro. Los toscos bloques de hormigón formaban el rompeolas.

Detrás quedaba el mar, aunque apenas si se distinguía. La niebla seguía siendo demasiado densa.

En principio solo habían querido dar un pequeño paseo, pero el aire frío en los pulmones les pareció delicioso, incluso la humedad en las mejillas los sedujo. Siguieron caminando sin pensar por un momento ni en un destino concreto ni en el camino de vuelta.

Dave había preguntado a Leslie cómo había sido su madre, y ella se extrañó al ver que respondía con soltura y sin dudar.

—Siempre estaba alegre. Llevaba ropa de colores, muy larga, y el pelo hasta la cintura, con cintas de colores trenzadas. En realidad era rubia como yo, pero se teñía el pelo de rojo con henna. La henna le teñía también las palmas de las manos. Solo recuerdo las manos de mi madre de ese extraño color anaranjado.

»Creo que siempre estaba alegre porque iba colocada a todas horas. Viajaba de un festival hippy a otro. Recuerdo las hogueras, muchos hombres y muchas mujeres a los que no conocía, todos vestidos igual que mi madre. Y siempre sonaba una guitarra, siempre circulaban los porros. Creo que también tomaban LSD y quién sabe qué más. Mi madre bailaba conmigo. Alrededor del fuego, pero también en casa, en el salón. Le encantaba la música de Simon y Garfunkel. Escuchaba «Bridge over Troubled Water» hasta la saciedad.

En ese punto ella detuvo su discurso y lo miró, casi extrañada de que hubiera llegado a confiarle incluso aquello.

—Todavía sigo sin poder oír esa canción, Dave. No puedo oírla sin pensar en ella y que me vengan ganas de llorar de tristeza. Tengo que apagar la radio al instante o salir de la habitación en la que esté sonando. No puedo aguantarla.

El rostro de Dave brillaba debido a la humedad de la niebla.

—Era tu madre. Te amaba y tú la amabas a ella.

Leslie desvió la mirada de él y la dirigió al infinito gris.

—Recuerdo que solía decirme que yo era el regalo más bonito que había recibido en su vida. El mejor regalo de todos.

—Tu padre…

Ella se encogió de hombros.

—No lo sabía. Quiero decir que mi abuela no lo sabía. A veces mi madre decía que me había «pillado» en un festival, como si hablara de una mariposa estupenda que hubiera llegado volando y se hubiera quedado con ella. Más adelante comprendí que lo único que eso significaba era que había estado follando sin ton ni son cuando no tenía ni dieciocho años y que se quedó embarazada sin saber exactamente de quién. No sé quién es mi padre, Dave. Jamás lo sabré. Durante la infancia y la adolescencia me inventaba los padres más variados que podía imaginar. Hombres geniales que por motivos laborales se pasaban la vida viajando por todo el mundo, y me decía que por eso no llegaba a verlos nunca. Una vez aseguré que mi padre trabajaba en la Casa Blanca, en Washington, pero ninguno de mis compañeros de clase me creyó y a partir de entonces pasé a obviar el tema. No hacían más que preguntarme si mi padre era el presidente de Estados Unidos y luego se partían de risa a mi costa. Dejé de hablar acerca de mi padre. Tampoco es que hubiera nada por explicar.

Él sonrió, pero su mirada se mantuvo seria.

—No debe de ser fácil. Quiero decir, que hay muchos niños que han crecido sin padre por un motivo u otro, pero al menos sabían quién era. Tenía un nombre y un rostro. Un empleo, una carrera, una familia de la que procedía. Pero no saber en absoluto quién es tu padre, no tener ni el más mínimo punto de referencia… Supongo que no debe de ser posible investigarlo, ¿verdad?

—No, ¿cómo iba a hacerlo? Mi madre se enrollaba con todo el mundo, sobre todo con hombres a los que no conocía de nada, y casi siempre iba tan colocada que cinco minutos después de haberlo hecho ni siquiera los habría reconocido. Además, yo era demasiado pequeña para recordar los lugares en los que estuvimos, no hablemos ya de qué personas rondaban por esos sitios. Fue a finales de los sesenta y principios de los setenta.

—Tomaba drogas, dices —preguntó Dave con cautela—. Eso significa… Bueno, no me imagino que pudiera ser solo divertido, que siempre fuera previsora, cariñosa. La gente que toma drogas…

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