Después de conseguir en medio año que su esposo pasara del lecho a la tumba, la pidió en matrimonio el rey de Castilla, don Pedro, a quien sus súbditos apodaron el Cruel. Ella contestó, quizá con excesivo apresuramiento: «Una reina de Francia no vuelve a casarse.» Se le elogió mucho tanta grandeza. Pero ahora se pregunta si no está realizando un sacrificio excesivo en homenaje a su gloria pasada. El dominio de Melun le corresponde. Ha realizado importantes obras de embellecimiento, pero por mucho que en Navidad y en Pascua cambie los tapices y los cuadros de su dormitorio, lo cierto es que siempre duerme sola.
Finalmente, está la otra Juana, la hija del rey Juan, cuyo matrimonio desencadenó las tormentas. Carlos de Navarra la confió a su tía y a su hermana, hasta que la niña alcance la edad necesaria para consumar el vínculo. Es una pequeña calamidad, como puede serlo una mocosa de doce años que recuerda haber sido viuda a los seis y que se sabe ya reina sin ocupar todavía el lugar correspondiente. No puede hacer otra cosa que esperar el paso del tiempo, y lo espera con mala cara, oponiéndose a todo lo que se le ordena, exigiendo todo lo que le niegan, poniendo a prueba los nervios de sus damas de compañía y prometiéndoles mil torturas para el día en que sea púber. Es necesario que madame de Evreux, que no tolera bromas en asuntos de conducta, le propine a menudo una bofetada.
Nuestras tres damas reciben en Melun y en Meaux... Meaux es el dominio de madame de Evreux... una ilusión de corte. Tienen canciller, tesorero, mayordomo. Títulos muy elevados para funciones muy menudas. Uno se sorprende de encontrar a muchos individuos a quienes creía muertos. Viejos servidores heredados de los reinos precedentes, viejos confesores de reyes difuntos, secretarios guardianes de secretos revelados, hombres que parecieron poderosos un instante porque estaban muy cerca del poder, y que se regodean en sus recuerdos y se dan importancia porque intervinieron en hechos que ya no la tienen.
Cuando uno de ellos comienza diciendo: «El día que el rey me dijo...», es necesario adivinar de qué rey se trata, entre los seis que ocuparon el trono desde principios de siglo. Y lo que el rey dijo suele ser una confidencia grave y memorable, por ejemplo: «Hoy hace buen tiempo, GrosPierre... »
Así, cuando ocurre un hecho como este del rey de Navarra, es casi una ganga para la Corte de las Viudas, que de pronto despierta de sus sueños. Todos se conmueven, se agitan y murmuran... Agreguemos que para las tres reinas, mi señor de Navarra es el que ocupa el principal lugar en sus pensamientos, es el sobrino bienamado, el hermano querido, el esposo adorado. ¡Que nadie se atreva a decirles que en Navarra lo llaman el Malo! Él hace todo lo posible para parecerles amable, las colma de regalos y a menudo las visita... por lo menos eso hacía cuando no estaba encarcelado... Las alegra con sus relatos, las divierte con sus aventuras, las apasiona con sus empresas, siempre encantador, y finge respeto por su tía, es afectuoso con su hermana y se muestra enamorado con su pequeña esposa; todo lo hace por cálculo, para retenerlas como peones de su juego.
Después del asesinato del condestable, y cuando pareció que el rey Juan se había calmado un poco, ellas vinieron juntas a París, a petición de mi señor de Navarra.
La pequeña Juana de Valois se arrojó a los pies del rey y le recitó con donaire la lección que le habían enseñado: «Señor, padre mío, no es posible que mi esposo haya cometido traición contra vos. Si procedió mal, será por culpa de los traidores. Por amor a mí, os conjuro a que lo perdonéis.»
Madame de Evreux, investida de la tristeza y la autoridad que le confiere su edad, dijo: «Señor, primo mío, como soy la más anciana que lleva corona en este reino me atrevo a aconsejaros y a rogaros que seáis bueno con mi sobrino. Si se portó mal con vos, es seguro que lo hizo porque algunos que os sirven se portaron mal con él, y creyó que lo abandonabais a sus enemigos. Pero os aseguro que él mismo tiene para vos sólo pensamientos de verdadero y fiel afecto. Sería perjudicial para ambos continuar esta discordia...»
Madame Blanca no dijo nada. Miró al rey Juan. Sabe que él no puede olvidar que ella debía ser su mujer. Frente a ella este hombre altivo y tosco, generalmente tan tajante, se muestra dubitativo y tímido, rehúye la mirada, habla con dificultad. Y cuando está frente a esta mujer, decide lo contrario de lo que cree querer.
Inmediatamente después de esta entrevista designó al cardenal de Boulogne, al obispo de Laon, Roberto Le Coq y Roberto de Lorris, su chambelán, para negociar con su yerno y concertar la paz. Ordenó que se acelerase el trámite. De hecho, así se hizo, porque una semana antes de fines de febrero los negociadores de ambas partes firmaron el acuerdo en Mantes. Por lo que recuerdo, jamás un tratado se concertó tan fácilmente ni se concluyó con tanta prisa.
Esta vez, el rey Juan demostró la rareza de su carácter y su inconsecuente conducta. Un mes antes sólo deseaba capturar y matar a mi señor de Navarra; ahora, aceptaba todo lo que éste deseaba. Si le decían que su yerno reclamaba el Clos de Cotentin, con Valognes, Coutances y Carentan, respondía: «¡Dádselo, dádselo!» ¿El vizcondado de Pont-Audemer y el de Obbec? «Dádselos, pues queréis que me reconcilie con él.» Así, Carlos el Malo recibió también el gran condado de Beaumont, con las castellanías de Breteuil y Conches, todo lo que fuera antaño el dominio del conde Roberto de Artois.
Una hermosa revancha,
post mortem
, para Margarita de Borgoña: su nieto recuperaba los bienes del hombre que la había destruido. ¡Conde de Beaumont! El joven de Navarra estaba exultante. Gracias a este tratado, él mismo no cedía casi nada; devolvía Pontoise, y después confirmaba solemnemente que renunciaba a Champaña, algo que estaba definido desde hacía más de veinticinco años.
Del asesinato de Carlos de España ya no se hablaría. Tampoco del castigo, ni siquiera de los comparsas; tampoco de una posible reparación. Todos los cómplices de La Trucha que Huye, los mismos que a partir de ese momento no vacilaron en identificarse, recibieron cartas de perdón.
Ah, este tratado de Mantes no sirvió para ensalzar la imagen del rey Juan. «Le matan a su condestable; cede la mitad de Normandía. Si le matan a su hermano o a su hijo, entregará Francia.» Eso decía la gente.
Por su parte, el pequeño rey de Navarra no se había conducido con torpeza. Teniendo Beaumont, además de Mantes y Evreux, podía aislar París de Bretaña; con el Cotentin, tendía una línea directa hacia Inglaterra.
Por eso, cuando acudió a París para recibir el perdón, su actitud era la de quien lo concede.
Sí, ¿qué dices, Brunet? ¡Oh! ¡Esta lluvia! Mi cortina está empapada...
¿Ya llegamos a Bellac? Muy bien. Aquí por lo menos tendremos un albergue confortable, y no tienen excusa para negarse a ofrecernos una gran recepción. La incursión inglesa no llegó a Bellac por orden del príncipe de Gales, pues se trata del dominio de la condesa de Pembroke, que es una Châtillon-Lusignan. Los guerreros tienen estas gentilezas...
Concluyo, sobrino, la historia del tratado de Mantes. Como decía, el rey de Navarra se presentó en París como si hubiese ganado una batalla, y para recibirlo el rey Juan convocó al Parlamento y apareció con las dos reinas viudas sentadas una a cada lado. Un abogado del rey vino a arrodillarse frente al trono... ¡Oh!, la ceremonia era imponente... «Mi buen y temido Señor, mis señoras, las reinas Juana y Blanca, han oído decir que el señor de Navarra ha caído en desgracia con vos, y os suplican su perdón...»
Oído esto, el nuevo condestable, Gualterio de Brienne, duque de Atenas... sí, un primo de Raúl, la otra rama de los Brienne. Esta vez habían elegido a un joven... Fue a tomar de la mano al de Navarra... «El rey os perdona, por la amistad de las reinas, con buen corazón y buena voluntad.»
Dicho lo cual, el cardenal de Boulogne se ocupó de agregar en voz bien alta: «Que ningún miembro del linaje del rey se atreva en adelante a recomenzar, pues aunque fuese hijo del rey se hará justicia.»
Hermosa justicia, de la cual cada uno reía a hurtadillas. Y en presencia de la corte entera, el suegro y el yerno se abrazaron. Mañana os contaré lo que sucedió a continuación.
A decir verdad, sobrino, prefiero estas iglesias de antaño, como la del Dorat, frente a la que acabamos de pasar, a las iglesias que construyeron hace ciento cincuenta o doscientos cincuenta años, que son proezas, pero donde reina una oscuridad tan densa, con profusión de ornamentos a menudo tan terribles, que uno siente el corazón dominado por la angustia. Más o menos como si uno se hubiese perdido por la noche en el bosque. Bien sé que la gente no ve con buenos ojos a quienes manifiestan tener gustos como los míos; pero así opino y a ello me atengo. Quizá sea porque crecí en nuestro viejo castillo de Périgueux, construido sobre un monumento de la antigua Roma, muy cerca de nuestro Saint-Front, muy cerca de nuestro Saint-Etienne, y amo redescubrir las formas que me lo recuerdan, esas hermosas columnas sencillas y regulares, y las altas bóvedas redondeadas bajo las cuales la luz se difunde fácilmente.
Los antiguos monjes construían esos santuarios, cuya piedra parece suavemente dorada, porque el sol penetra a raudales, y donde los cantos, bajo las altas bóvedas que representan el techo celeste, se elevan magníficos como voces de ángeles en el paraíso.
Por la gracia divina, los ingleses, que saquearon el Dorat, no llegaron a destruir esta expresión suprema de las obras maestras, de modo que no ha sido necesaria su reconstrucción. Si no hubiese sido así, apuesto que nuestros arquitectos norteños se habrían complacido creando una pesada nave de su gusto, apoyada sobre patas de piedra como un animal fantástico; un lugar en el que cuando uno entra cree precisamente que la casa de Dios es la antecámara del infierno. Y habrían reemplazado el ángel de cobre dorado, en la punta de la flecha, que dio su nombre a la parroquia... por supuesto, lou dorat... por un diablo cornudo y terrorífico...
El infierno... Mi bienhechor, Juan XXII, mi primer Papa, no creía en él, o más bien afirmaba que estaba vacío. Era ir un poco lejos. Si la gente dejase de temer el infierno, ¿cómo podríamos conseguir que diese limosna e hiciera penitencia, en compensación por sus pecados? Sin el infierno, la Iglesia podría cerrar la tienda. Era una manía de viejo.
Tuvimos que lograr que se retractase en su lecho de muerte. Yo estaba presente...
Ah, realmente está refrescando. Es evidente que dentro de dos días comenzará diciembre. Un frío húmedo, el peor de todos.
¡Brunet! Aymar Brunet, amigo mío, mira si el carro de los víveres no trae un brasero que podamos poner en mi litera. Las pieles ya no bastan, y si continuamos de este modo, tendréis un cardenal tembloroso en Saint-Benoîtdu-Sault. Me dicen que también allí los ingleses asolaron la comarca... Y si no hay brasas suficientes en el carro del cocinero, pues necesito más que para entibiar un guiso, que vayan a buscarlas a la primera aldea que atravesemos... No, no necesito que venga el maestro Vigier. Que siga su camino. Apenas viene el médico a mi litera, toda la escolta imagina que estoy agonizando. Me siento muy bien. Necesito brasas y eso es todo...
Archambaud, queréis saber cuáles fueron las consecuencias del tratado de Mantes, del cual os hablé ayer... Sobrino, sabéis escuchar, y es un placer instruiros en lo que yo sé. Incluso sospecho que cuando llegamos al final de cada etapa anotáis algunas cosas, ¿no es verdad? Sí, os he juzgado bien. Sólo los señores del norte se vanaglorian de ser más ignorantes que los asnos, como si leer y escribir fuese tarea de tinterillo o de pobre. Necesitan un servidor para enterarse del más mínimo mensaje que reciben. En cambio, los que nacimos en el Mediodía del reino, los que desde siempre conocemos la herencia romana, no despreciamos la instrucción. Lo cual nos da alguna ventaja en muchas cosas.
De modo que anotáis. Es cosa buena. Por mi parte, no podría dejar testimonio de lo que vi y de lo que hice. Todas mis cartas y mis escritos van o irán a parar a los archivos del papado, para no salir jamás de allí, como es norma. Pero allí estaréis, Archambaud, para decir, por lo menos acerca de las cosas de Francia, lo que sabéis, y para hacer justicia a mi memoria si algunos, como sin duda lo hará Capocci... Dios quiera solamente conservarme sobre la tierra un día más que a él... —y ciertamente haré todo lo posible para que así sea.
De modo que, muy poco tiempo después del tratado de Mantes, un documento en que se había mostrado tan inexplicablemente generoso con su yerno, el rey Juan acusó a sus negociadores Roberto Le Coq, Roberto de Lorris, e incluso al tío de su mujer, el cardenal de Boulogne, de haberse dejado comprar por Carlos de Navarra.
Entre nosotros, creo que no estaba muy lejos de la verdad. Roberto Le Coq es un joven obispo devorado por la ambición, un hombre que destaca y se deleita en la intriga, y que muy pronto vio cuánto podía interesarle una aproximación al navarro, un partido al cual por otra parte, después de su disputa con el rey, se adhirió francamente. El chambelán Roberto de Lorris guarda fidelidad a su amo; pero procede de una familia de banqueros, cuyos miembros no resisten jamás la tentación de arrebatar algunos puñados de oro a la pasada. Conocí a este Lorris cuando vino a Aviñón, hace más o menos diez años, para negociar el préstamo de trescientos mil florines que el rey Felipe V solicitó al Papa que entonces ocupaba el trono. Por mi parte, me contenté honestamente con mil florines por haberlo puesto en contacto con los banqueros de Clemente VI, los Raimondi de Aviñón y los Mattei de Florencia; pero él se sirvió más generosamente. Y Boulogne, por mucho que sea pariente del rey...
Comprendo que es justo que los cardenales recibamos adecuada recompensa por nuestras intervenciones en beneficio de los príncipes. Si no fuera así, no podríamos cubrir nuestros gastos. Jamás oculté, e incluso me honré de haber recibido veintidós mil florines de mi hermana de Durazzo por el trabajo que me tomé, hace veinte años, ¡ya pasaron veinte años!, atendiendo sus asuntos ducales, que estaban muy embrollados. Y el año pasado, por la dispensa necesaria para celebrar el matrimonio de Luis de Sicilia con Constanza de Aviñón, me recompensaron con la suma de cinco mil florines. Pero jamás acepté nada sino de aquellos que encomendaban a mi talento o a mi influencia la defensa de su causa. Y creo que Boulogne no resistió la tentación.