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Authors: Julio Verne

Tags: #Clásico, #Aventuras

De la Tierra a la Luna (6 page)

BOOK: De la Tierra a la Luna
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—¡Cómo! —dijeron el general y el mayor, algo sorprendidos de la proposición.

—Es natural —repuso Barbicane con la seguridad de un hombre que sabe lo que se dice—, de otra suerte nuestro experimento no produciría el menor resultado.

—Pero entonces —replicó el mayor— ¿vais a dar al proyectil dimensiones enormes?

—No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos de óptica han adquirido una perfección suma. Con ciertos telescopios se han llegado a obtener aumentos de seis mil veces el tamaño natural, y a acercar la Luna a unas dieciséis leguas. A esta distancia, los objetos cuyo volumen es de 60 pies, son perfectamente visibles. Si no se ha llevado más lejos el poder de penetración de los telescopios, ha sido porque este poder no se ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es más que un espejo reflector, no envía una luz bastante intensa para que se pueda llevar el aumento más allá de ese límite.

—¿Qué pensáis, pues, hacer? —preguntó el general—. ¿Daréis a vuestro proyectil un diámetro de sesenta pies?

—¡No!

—¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna más luminosa?

—Precisamente.

—¡Me gusta la ocurrencia! —exclamó J. T. Maston.

—Es una cosa muy sencilla —respondió Barbicane—. Si se llega a disminuir la densidad de la atmósfera que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se habrá vuelto esta luz más intensa?

—Evidentemente.

—Pues bien, para obtener este resultado, me bastará colocar mi telescopio en alguna montaña elevada, y es lo que haremos.

—Convenido, convenido —respondió el mayor—. ¡Tenéis una manera de simplificar las cosas…! ¿Y qué aumento esperáis obtener así?

—Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos pondrá la Luna a una distancia que será no más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles no necesitarán tener más que un diámetro de nueve pies.

—¡Perfectamente! —exclamó J. T. Maston—. ¿Nuestro proyectil va a tener nueve pies de diámetro?

—Ni más ni menos.

—Permitidme deciros, sin embargo —repuso el mayor Elphiston—, que, aun así, será un peso tal…

—¡Oh, mayor! —respondió Barbicane—. Antes de discutir su peso, permitidme deciros que nuestros padres hacían, en este género, maravillas. Lejos de mí la idea de que la balística no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se obtenían resultados sorprendentes, y aun me atreveré a decir más sorprendentes que los nuestros.

—Eso contádselo a mi abuela —replicó Morgan.

—Justificad vuestras palabras —exclamó al momento J. T. Maston.

—Nada más fácil —replicó Barbicane—, puedo citar ejemplos en apoyo de mi aserción. En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se lanzaron balas de piedra que pesaban 1.900 libras, que serían de un regular tamaño.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el mayor—. Muchas libras son 1.900.

—En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.

—¡Imposible!

—Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba, partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos, iba a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.

—¡Imposible!

—¡Muy bien! —dijo J. T. Maston.

—¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance, en peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos, llegaremos con los progresos de la ciencia a decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los caballeros de Malta.

—Es evidente —respondió el mayor—. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano para el proyectil?

—Del hierro fundido, pura y simplemente —dijo el general Morgan.

—¡Hierro fundido! —exclamó J. T. Maston con profundo desdén—. El hierro es un metal muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.

—No exageremos, mi distinguido amigo —respondió Morgan—. El hierro fundido bastará.

—Entonces —repuso el mayor Elphiston—, puesto que el peso de la bala es proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de diámetro, pesará horriblemente.

—Horriblemente, si es maciza; pero no si es hueca dijo Barbicane.

—¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?

—¡En la que pondremos mensajes! —replicó J. T. Maston—. ¡Y muestras de nuestras producciones terrestres!

—¡Sí, una granada —respondió Barbicane—; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de 108 pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este peso es evidentemente excesivo. Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia, propongo que se le consienta un peso de 20.000 libras.

—¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? —preguntó el mayor.

—Si seguimos la proporción reglamentaria —respondió Morgan—, un diámetro de 108 pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.

—Sería demasiado —contestó Barbicane—. Notad bien que no se trata de una bala destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues, el problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más que 20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora mismo.

—Nada más fácil —replicó el distinguido secretario de la comisión. Y sin decir más, trazó fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla, cierta raíz cúbica y dijo:

—Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.

—¿Será suficiente? —preguntó el mayor con un ademán dubitativo.

—No, evidentemente, no —respondió el presidente Barbicane.

—¿Qué se hace, pues? —repuso Elphiston bastante perplejo.

—Emplear otro metal.

—¿Cobre?——dijo Morgan.

—No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.

—¿Cuál? —dijo el mayor.

—El aluminio —respondió Barbicane.

—¿Aluminio? —exclamaron los tres colegas del presidente.

—Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry Sainte-Claire Deville, llegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso metal time la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en la naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para suministrarnos la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.

—¡Bien por el aluminio! —exclamó el secretario de la comisión, siempre muy estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.

—Pero, mi estimado presidente —dijo el mayor—, ¿no es acaso el aluminio excesivamente caro?

—Lo era —respondió Barbicane—; en los primeros tiempos de su descubrimiento, una libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48 francos).

—Aun así —replicó el mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer—, es un precio enorme.

—Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a nuestros medios.

—¿Cuánto pesará, pues? —preguntó Morgan.

—He aquí el resultado de mis cálculos —respondió Barbicane—. Una bala de 108 pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro colado, 67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.

—¡Perfectamente! —exclamó Maston—. No nos separamos del programa.

—Sí, perfectamente —replicó el mayor—. Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra el proyectil costará…?

—Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no temáis, amigos, no faltará dinero para nuestra empresa, respondo de ello.

—Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas —replicó J. T. Maston.

—Pues bien, ¿qué os parece el aluminio? —preguntó el presidente.

—Adoptado —respondieron los tres miembros de la comisión.

—En cuanto a la forma de la bala —repuso Barbicane—, importa poco, pues una vez traspasada la atmósfera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto, que la bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo que le dé la gana.

Así terminó la primera sesión de la comisión. La cuestión del proyectil estaba definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, lo que les daría una alta idea de los habitantes de la Tierra.

Capítulo VIII. La historia del cañón

Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de 20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía responderse satisfactoriamente a esta pregunta.

Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.

—Mis queridos colegas —dijo Barbicane—, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os parezcan convenientes. No las temo.

Un murmullo aprobador acogió esta declaración.

—No olvidemos —continuó Barbicane— el punto a que ayer nos condujo nuestra discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20.000 libras de peso.

—He aquí el problema, en efecto —respondió el mayor Elphiston.

—Prosigo —repuso Barbicane—. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad de 12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias. He aquí lo que la física nos enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 257.542 millas o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a cerca de media línea, en el primer segundo, lo que es casi la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.

—He aquí la dificultad —respondió el mayor.

—En efecto —repuso el presidente—, pero la allanaremos, porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora, pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que podemos procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se tiene que maniobrar con él.

—Es evidente —respondió el general.

—Hasta ahora —dijo Barbicane—, los cañones más largos, nuestros enormes columbiads, no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán, pues, a la gente las dimensiones que tendremos que adoptar.

—Sin duda —exclamó J. T. Maston—. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de media milla.

—¡Media milla! —exclamaron el mayor y el general.

—Sí, media milla, y me quedo corto.

—Vamos, Maston —respondió Morgan—. Exageráis.

—No —replicó el fogoso secretario—, no sé en verdad por qué me tacháis de exagerado.

—¡Porque vais demasiado lejos!

—Sabed, señor —respondió J. T. Maston, con solemne gravedad—, sabed que un artillero es como una bala, que no puede ir demasiado lejos.

La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.

—Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.

—Perfectamente —dijo el mayor.

—¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.

—No basta —exclamó J. T. Maston impetuosamente.

—Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20.000 libras, el cañón no tendría más que una longitud de 225 pies y un peso de 200.000 libras.

—Lo que es ridículo —añadió J. T. Maston—; tanto valdría echar mano de una pistola.

—Yo también opino lo mismo —respondió Barbicane—, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.

El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente la proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.

—Ahora sepamos —dijo Elphiston— qué grueso debemos dar a sus paredes.

—Seis pies —respondió Barbicane.

—Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole —preguntó el mayor.

—¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!

—Pero impracticable —respondió Barbicane—. Creo que se debe fundir el cañón en el punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del terreno circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento de la bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora se invertirá en la impulsión.

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