Authors: Charlaine Harris
Halleigh lanzó las presentaciones al aire como si fueran confeti.
—Chicas, os presento a Sookie Stackhouse. Sookie, ésta es mi hermana Fay, mi prima Kelly, mi mejor amiga Sarah, mi otra mejor amiga Dana. Y aquí está el vestido. Es una treinta y ocho.
Me sorprendía que Halleigh hubiera tenido el aplomo necesario para despojar a Tiffany de su vestido de dama de honor antes de que se la llevaran al hospital. Me quedé en paños menores en cuestión de minutos. Me alegré de haberme puesto ropa interior bonita, pues no era momento de ser recatada. ¡Qué violenta me habría sentido de haber llevado una de esas bragas de abuela con agujeros! El vestido estaba forrado, por lo que no necesitaba combinación, otro golpe de suerte. Había un par de medias sobrantes, que me puse enseguida, casi al mismo tiempo que me pasaba el vestido por la cabeza. A veces llevo una cuarenta —de hecho, la mayoría de las veces—, por lo que me tocó aguantar la respiración mientras Fay me subía la cremallera.
Si no respiraba mucho, todo saldría bien.
—¡Súper! —exclamó feliz una de las otras mujeres (¿Dana?)—. Ahora los zapatos.
—¡Oh, Dios mío! —dije cuando los vi. Eran unos zapatos de tacón altísimo a juego con el azul noche del vestido. Introduje los pies en ellos, temiéndome ya la sensación de dolor. Kelly (quizá) abrochó las hebillas y me levanté. Todo el mundo contuvo la respiración cuando di un primer paso, luego otro. Me iban medio número pequeños. Un medio número muy importante.
—Podré aguantar la boda —dije, y todas aplaudieron.
—Vamos allá, entonces —dijo Blusón Rosa, y me senté en su silla. Aplicó más maquillaje sobre el que ya llevaba y me arregló el peinado mientras las verdaderas damas de honor y la madre de Halleigh ayudaban a Halleigh a vestirse. Blusón Rosa tenía una buena melena con la que trabajar. En los últimos tres años sólo había ido cortándome las puntas y la llevaba casi por la cintura. La chica con la que compartía mi casa, Amelia, me había hecho unas mechas, que habían salido bien de verdad. Estaba más rubia que nunca.
Me examiné en el espejo de cuerpo entero y me pareció imposible que aquella transformación se hubiera llevado a cabo en sólo veinte minutos. De camarera con camisa blanca con chorreras y pantalón negro a dama de honor con un vestido azul noche... y diez centímetros más alta, además.
Oye, estaba estupenda. El color del vestido era ideal para mí, la falda tenía un ligero corte trapecio, las mangas cortas no me iban muy apretadas y el largo era el adecuado para no parecer una fulana. Con las tetas que tengo, el factor fulana se dispara al instante si no me ando con cuidado.
Fui arrancada de la admiración hacia mi persona por la práctica Dana, que dijo:
—Mira, aquí tienes el procedimiento a seguir.
A partir de aquel momento me limité a escuchar y a asentir. Examiné el pequeño esquema. Asentí un poco más. Dana era una chica organizada. Si alguna vez decidiera invadir un pequeño país, querría tener a esa mujer de mi lado.
Cuando descendimos con cuidado la escalera (falda larga y tacones altos no son lo que se dice una buena combinación), ya estaba enterada de cómo iba a ir todo y lista para mi primera excursión por el pasillo hacia el altar como dama de honor.
Es algo que la mayoría de chicas ha hecho ya un par de veces antes de los veintiséis, pero Tara Thorton, la única amiga que tenía lo bastante íntima como para pedírmelo, había aprovechado para casarse cuando yo estaba fuera de la ciudad.
El otro grupo de la boda estaba reunido abajo cuando llegamos. Los invitados de Portia irían por delante de los de Halleigh. Los dos novios y los padrinos tenían que estar ya fuera si todo iba según lo previsto, pues faltaban sólo cinco minutos para el despegue.
Portia Bellefleur y sus damas de honor eran en promedio siete años mayores que el destacamento de Halleigh. Portia era la hermana mayor de Andy Bellefleur, inspector de policía de Bon Temps y prometido de Halleigh. El vestido de Portia era un poco desmesurado —cubierto con tantas perlas, encaje y lentejuelas que me imaginé que debía de aguantarse solo—, pero era el gran día de Portia y podía ponerse lo que le viniera realmente en gana. Las damas de honor de Portia iban de dorado.
Los ramos de las novias eran iguales: blanco, azul oscuro y amarillo. En coordinación con el azul oscuro de las damas de honor de Halleigh, el resultado era precioso.
La encargada de la planificación de la boda, una mujer nerviosa y delgada con una enorme mata de pelo oscuro rizado, contaba cabezas de forma casi inaudible. Cuando se sintió satisfecha viendo que todos los imprescindibles estaban presentes, abrió las puertas dobles que daban al gigantesco patio con paredes de ladrillo. Vimos la multitud sentada en sillas plegables de color blanco de espaldas a nosotras y dividida en dos secciones, con una alfombra roja separando los dos lados. Estaban de cara a la plataforma donde esperaba el sacerdote junto a un altar cubierto con una tela y con velas encendidas. A la derecha del sacerdote, esperaba el novio de Portia, Glen Vick, de cara a la casa. Y, por lo tanto, a nosotras. Aunque se le veía muy, pero que muy nervioso, sonreía. Sus padrinos estaban ya en su puesto, flanqueándolo.
Las damas de honor doradas de Portia salieron al patio, y una a una iniciaron su marcha por el pasillo a través del cuidado jardín. El aroma de las flores de la ceremonia endulzaba la noche. Y las rosas Belle Rive estaban en flor, aun siendo octubre.
Finalmente, acompañada por un crescendo de música, Portia atravesó el patio hasta alcanzar el final de la alfombra. La coordinadora de la boda le seguía levantando, no sin cierto esfuerzo, la cola del vestido para que no se arrastrase por el suelo.
A la orden de un ademán del sacerdote, todo el mundo se puso en pie y miró hacia atrás para contemplar la marcha triunfal de Portia. Llevaba años esperando aquello.
Después de la llegada de Portia al altar, le llegó el turno a nuestro grupo. Antes de salir al patio, Halleigh nos dio un beso en la mejilla a cada una de nosotras cuando pasamos por delante de ella. Me lo dio incluso a mí, todo un detalle por su parte. La coordinadora de la boda nos hizo salir una a una y fuimos colocándonos delante de nuestro correspondiente testigo. El mío era un primo Bellefleur procedente de Monroe que se quedó sorprendido al verme a mí ocupando el lugar de Tiffany. Utilicé el paso lento que Dana me había indicado, sujetando entre mis manos entrelazadas el ramo inclinado en el ángulo deseado. Había estado observando como un halcón a las demás damas de honor. Quería hacerlo bien.
Todas las caras estaban vueltas hacia mí y me puse tan nerviosa que me olvidé de levantar mis escudos mentales: los pensamientos de la multitud vinieron corriendo hacia mí en una oleada de comunicación no deseada. «Está preciosa... ¿Qué le habrá ocurrido a Tiffany?... Caray, vaya percha... Daos prisa, necesito una copa... ¿Qué demonios hago yo aquí? Siempre consigue arrastrarme a todas las movidas de la parroquia... Me encantan las tartas de boda».
Una fotógrafa se cruzó en mi camino y me hizo una fotografía. La conocía, era una hermosa mujer lobo llamada María Estrella Cooper. Era la ayudante de Al Cumberland, un conocido fotógrafo de Shreveport. Sonreí a María Estrella y me hizo otra foto. Continué avanzando por la alfombra, manteniendo la sonrisa, y alejé de mí todo el alboroto que tenía en la cabeza.
Al cabo de un momento me di cuenta de que entre la multitud había puntos negros, lo que indicaba la presencia de vampiros. Glen había pedido que la boda se celebrara de noche para poder invitar a algunos de sus clientes vampiros más importantes. Portia tenía que quererle de verdad para haber accedido a sus deseos, pues no le gustaban en absoluto los chupadores de sangre. De hecho, le daban náuseas.
A mí, en general, me gustaban los vampiros porque no podía acceder a su cerebro. Estar en su compañía me resultaba extrañamente apacible. De acuerdo, resultaba tenso en otros sentidos, pero al menos con ellos podía relajar el cerebro.
Por fin llegué al lugar que me habían designado. Había observado que los asistentes de Portia y de Glen se habían dispuesto en una V invertida, dejando un espacio delante para la pareja nupcial. Nuestro grupo estaba haciendo lo mismo. «Lo he pillado», pensé, y suspiré aliviada. Mi trabajo estaba hecho, pues no ocupaba el puesto de primera dama de honor. Lo único que me quedaba por hacer era permanecer quietecita y dar la sensación de que prestaba atención, y estaba segura de poder hacerlo.
La música se enfiló en un segundo crescendo y el sacerdote dio de nuevo la señal. Toda la gente se puso en pie y se volvió para mirar a la segunda novia. Halleigh empezó a desfilar lentamente hacia nosotras. Estaba radiante. Halleigh había elegido un vestido mucho más sencillo que el de Portia y se la veía muy joven y muy dulce. Era al menos cinco años menor que Andy, tal vez más. El padre de Halleigh, tan bronceado y en forma como su esposa, dio un paso al frente para coger a su hija del brazo cuando ésta llegó delante de él; como Portia había desfilado sola por el pasillo (su padre había muerto mucho tiempo atrás), se decidió que Halleigh lo hiciera también.
Cuando me harté de la sonrisa de Halleigh, eché un vistazo a la gente que se había vuelto para ver avanzar a la novia.
Había muchas caras conocidas: maestros de la escuela elemental donde Halleigh daba clases, miembros del departamento de policía donde trabajaba Andy, los amigos de la anciana señora Caroline Bellefleur que seguían vivos y tambaleándose, los abogados compañeros de Portia y otra gente del mundo judicial, y los clientes de Glen Vick y otros contables. Estaban ocupadas prácticamente todas las sillas.
Se veían algunas caras negras, y algunas caras morenas, pero la mayoría de los invitados a la boda eran personas de raza blanca y de clase media. Las caras más pálidas eran las de los vampiros, naturalmente. A uno de ellos lo conocía bien. Bill Compton, mi vecino y antiguo amante, estaba sentado hacia la mitad, vestido de esmoquin y muy guapo. A Bill le sentaba bien cualquier cosa que se pusiera encima. A su lado estaba sentada su novia humana, Selah Pumphrey, agente de la propiedad inmobiliaria de Clarice. Llevaba un vestido granate que resaltaba su pelo oscuro. Había cinco vampiros a los que no conocía. Me imaginé que serían los clientes de Glen. Aunque Glen no lo sabía, había otros invitados que eran más (y menos) que humanos. Mi jefe, Sam, era un cambiante excepcional capaz de transformarse en cualquier animal. El fotógrafo era un hombre lobo, igual que su ayudante. Para los invitados «normales» a la boda era un afroamericano con buen cuerpo, más bien bajito, que iba vestido con un buen traje y llevaba una cámara enorme. Pero Al se convertía en lobo las noches de luna llena, igual que María Estrella. Entre el gentío había algunos licántropos más, aunque sólo conocía a uno de ellos: Amanda, una mujer pelirroja que rondaba los cuarenta y que era propietaria de un bar en Shreveport llamado el Pelo del Perro. A lo mejor la empresa de Glen llevaba la contabilidad de ese bar.
Y había un hombre pantera, Calvin Norris. Me alegró ver que Calvin había venido acompañado, aunque la sensación desapareció cuando la identifiqué como Tanya Grissom. Mierda. ¿Qué hacía de nuevo en la ciudad? ¿Y por qué estaba Calvin en la lista de invitados? Me caía bien, pero no lograba entender su relación con los novios.
Mientras yo me dedicaba a examinar la multitud en busca de rostros familiares, Halleigh se había colocado ya en su puesto junto a Andy y los testigos y las damas de honor tenían que volverse para escuchar la ceremonia.
Ya que no tenía una gran implicación emocional en el acto, me descubrí divagando mientras el padre Kempton Littrell, el sacerdote episcopal que solía acudir a la iglesia de Bon Temps dos veces por semana, seguía con la ceremonia. Las luces que habían encendido para iluminar el jardín se reflejaban en las gafas del padre Littrell y restaban color a su rostro. Parecía casi un vampiro.
Todo avanzó según el plan habitual. Chico, era una suerte que estuviera acostumbrada a estar de pie en el bar, pues la misa suponía mucho rato sin sentarse, y además con tacones. Casi nunca los llevo, y mucho menos de diez centímetros. Se me haría raro midiendo un metro setenta y cinco. Intenté no cambiar de posición armándome de paciencia.
Glen estaba poniéndole el anillo a Portia y ella estaba casi guapa cuando miró sus manos unidas. Nunca había sido de mis personas favoritas —ni yo de ella—, pero le deseaba lo mejor. Glen era huesudo, tenía el pelo castaño con entradas y llevaba gafas de cristales gruesos. Si llamaras a una agencia de casting y pidieras un personaje «tipo contable», te enviarían a Glen. Pero por su cerebro sabía que quería a Portia, y que ella le quería a él.
Cambié levemente de posición, colocando el peso de mi cuerpo sobre mi pierna derecha.
Entonces el padre Littrell inició de nuevo el proceso con Halleigh y Andy. Mantuve la sonrisa en la cara (ningún problema en este sentido; es lo que hacía todo el tiempo que pasaba en el bar) y fui testigo de cómo Halleigh se convertía en la señora de Andrew Bellefleur. Estaba de suerte. Las bodas por el rito episcopal pueden ser largas, pero las dos parejas habían optado por el formato de ceremonia más breve.
La música sonó por fin con notas triunfantes y los recién casados partieron hacia la casa. El cortejo nupcial los siguió en orden inverso. Avancé por el pasillo sintiéndome sinceramente feliz y un poquitín orgullosa. Había ayudado a Halleigh cuando lo había necesitado... y muy pronto podría quitarme aquellos zapatos.
Me llamó la atención Bill, que sentado en su asiento se llevó en silencio la mano al corazón. Fue un gesto romántico y totalmente inesperado y me ablandé por un instante. A punto estuve de sonreírle, aunque Selah estaba a su lado. Justo a tiempo recordé que Bill era un canalla y un cabrón y seguí avanzando lastimeramente. Sam estaba de pie un par de metros más allá de la última hilera de sillas, vestido con una camisa de etiqueta como la que yo llevaba antes y pantalones negros de traje. Relajado y cómodo, así era Sam. En su imagen encajaba incluso su alborotado halo de cabello rubio cobrizo.
Le lancé una sonrisa sincera, y él me la devolvió. Me hizo una señal de aprobación levantando el dedo pulgar y, pese a lo complicado que es leer el cerebro de los cambiantes, adiviné que aprobaba tanto mi aspecto como mi comportamiento. Sus brillantes ojos azules no me abandonaron ni un momento. Hace cinco años que es mi jefe y nos hemos llevado estupendamente bien la mayoría de ese tiempo. Se enfadó mucho cuando empecé a salir con un vampiro, pero lo superó.