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Authors: Gabriel García Márquez

Del amor y otros demonios (11 page)

BOOK: Del amor y otros demonios
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Él hizo un gesto enérgico con la mano hacia la puerta.

—Quítese de ahí —, ordenó.

Cuando la guardiana se apartó, la niña quiso saciar sus hambres atrasadas con la media almojabana, pero escupió el bocado. —Sabe a mierda de golondrina —, dijo. Sin embargo, su humor cambió.

Facilitó la curación de las peladuras que le escocían la espalda, y le prestó atención a Delaura por primera vez cuando descubrió que tenía la mano vendada. Con una inocencia que no podía ser fingida le preguntó qué le había pasado.

—Me mordió una perrita rabiosa con una cola de más de un metro —, dijo Delaura.

Sierva María quiso ver la herida. Delaura se quitó la venda, y ella tocó apenas con el índice el halo solferino de la inflamación, como si fuera una brasa, y rió por primera vez.

—Soy más mala que la peste —, dijo.

Delaura no le contestó con los Evangelios sino con Garcilaso:


Bien puedes hacer esto con quien pueda sufrirlo

Se fue enardecido por la revelación de que algo inmenso e irreparable había empezado a ocurrir en su vida. La guardiana le recordó al salir, de parte de la abadesa, que estaba prohibido llevar comida de la calle por el riesgo de que alguien les mandara alimentos envenenados, como ocurrió durante el asedio. Delaura le mintió que había llevado la canastilla con licencia del obispo, y sentó una protesta formal por la mala comida de las reclusas en un convento célebre por su buena cocina.

Durante la cena le leyó al obispo con un ánimo nuevo. Lo acompañó en las oraciones de la noche, como siempre, y mantuvo los ojos cerrados para pensar mejor en Sierva María mientras rezaba. Se retiró a la biblioteca más temprano que de costumbre, pensando en ella, y cuanto más pensaba más le crecían las ansias de pensar. Repitió en voz alta los sonetos de amor de Garcilaso, asustado por la sospecha de que en cada verso había una premonición cifrada que tenía algo que ver con su vida. No logró dormir. Al alba se dobló sobre el escritorio con la frente apoyada en el libro que no leyó. Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. —Dios te salve María de Todos los Ángeles —, dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente: —
Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muer
o —. Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias.

Cuatro

El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia, tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares en la oscuridad.

—Dios es grande —, suspiró. —Hasta los animales sienten — .

La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el eclipse a través del cristal.

—Hay que mirar con un solo ojo —, dijo, tratando de dominar el silbido de su respiración. —Si no, se corre el riesgo de perder ambos — .

Delaura permaneció con el cristal en la mano sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los hechizos de la falsa noche.

—¿En qué piensas? —, le preguntó.

Delaura no contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a pesar del cristal Oscuro. Pero no dejó de mirar.

—Sigues pensando en la niña —, dijo el obispo.

Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo tenía aquellos aciertos con más frecuencia de la que hubiera sido natural. —Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este eclipse —, dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del cielo.

—¿y quién sabe si tienen razón? —, dijo. —Las barajas del Señor no son fáciles de leer —.

—Este fenómeno fue calculado hace milenios por los astrónomos asirios —, dijo Delaura.

—Es una respuesta de jesuita —, dijo el obispo.

Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su condición terrenal, y empezaron a cantar los gallos del amanecer. Cuando Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.

—Sigo viendo el eclipse —, dijo, divertido. —Adonde quiera que mire, ahí está —.

El obispo dio el espectáculo por terminado. —Se te quitará dentro de unas horas —, dijo. Se estiró sentado en la hamaca, bostezó y dio gracias al Señor por el nuevo día.

Delaura no había perdido el hilo.

—Con mis respetos, padre mío —, dijo, —no creo que esa criatura esté poseída —.

Esta vez el obispo se alarmó de veras.

—¿Por qué lo dices? —

—Creo que sólo está aterrorizada —, dijo Delaura.

—Tenemos pruebas a manta de Dios —, dijo el obispo. —¿O es que no lees las actas? —

Sí. Delaura las había estudiado a fondo, y eran más útiles para conocer la mentalidad de la abadesa que el estado de Sierva María. Habían exorcizado los lugares donde la niña estuvo en la mañana de su ingreso, y cuanto había tocado. A quienes estuvieron en contacto con ella los habían sometido a abstinencias y depuraciones. La novicia que le robó el anillo el primer día fue condenada a trabajos forzados en el huerto. Decían que la niña se había complacido descuartizando un chivo que degolló con sus manos, y se comió las criadillas y los ojos aliñados como fuego vivo.

Hacía gala de un don de lenguas que le permitía entenderse con los africanos de cualquier nación, mejor que ellos mismos entre sí, o con las bestias de cualquier pelaje. Al día siguiente de su llegada, las once guacamayas cautivas que adornaban el jardín desde hacía veinte años amanecieron muertas sin causa. Había fascinado a la servidumbre con canciones demoníacas que cantaba con voces distintas de la suya. Cuando supo que la abadesa la buscaba, se hizo invisible sólo

para ella.

—Sin embargo —, dijo Delaura, —creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres —.

—¡Cuidado! —, lo alertó el obispo.

—El Enemigo se vale mejor de nuestra inteligencia que de nuestros yerros —.

—Pues el mejor regalo para él sería que exorcizáramos una criatura sana —, dijo Delaura.

El obispo se encrespó.

—¿Debo entender que estás en rebeldía? —

—Debe entender que mantengo mis dudas, padre mío —, dijo Delaura.

—Pero obedezco con toda humildad — .

Así que volvió al convento sin convencer al obispo. Llevaba en el ojo izquierdo un parche de tuerto que le había puesto su médico mientras se le borraba el sol impreso en la retina. Sintió las miradas que lo siguieron a lo largo del jardín y de los corredores sucesivos hasta el pabellón de la cárcel, pero nadie le dirigió la palabra. En todo el ámbito había como una convalecencia del eclipse.

Cuando la guardiana le abrió la celda de Sierva María, Delaura sintió que el corazón se le reventaba en el pecho y apenas si podía tenerse en pie.

Sólo por sondear su humor de esa mañana le preguntó a la niña si había visto el eclipse. En efecto, lo había visto desde la terraza. No entendió que él llevara un parche en el ojo si ella había mirado el sol sin protección y estaba bien. Le contó que las monjas lo habían visto de rodillas y que el convento se había paralizado hasta que empezaron a cantar los gallos. Pero a ella no le había parecido nada del otro mundo.

—Lo que vi es lo que se ve todas las noches —, dijo.

Algo había cambiado en ella que Delaura no podía precisar, y cuyo síntoma más visible era un átimo de tristeza. No se equivocó. Apenas habían empezado las curaciones, la niña fijó en él sus ojos ansiosos y le dijo con voz trémula:

—Me voy a morir — .

Delaura se estremeció.

—¿Quién te lo dijo? —

—Martina —, dijo la niña.

—¿La has visto? —

La niña le contó que había ido dos veces a su celda para enseñarla a bordar, y habían visto juntas el eclipse. Le dijo que era buena y suave y que la abadesa le había dado permiso de hacer las clases de bordado en la terraza para ver los atardeceres en el mar.

—Ajá —, dijo él, sin parpadear.

—¿y te dijo cuándo te vas a morir? —

La niña afirmó con los labios apretados para no llorar.

—Después del eclipse —, dijo.

—Después del eclipse pueden ser los próximos cien años —, dijo Delaura.

Pero tuvo que concentrarse en las curaciones para que ella no notara que tenía un nudo en la garganta. Sierva María no dijo más. Él volvió a mirarla, intrigado por su silencio, y vio que tenía los ojos húmedos.

—Tengo miedo —, dijo ella.

Se derrumbó en la cama y se soltó en un llanto desgarrado. Él se sentó más cerca y la reconfortó con paliativos de confesor. Sólo entonces supo Sierva María que Cayetano era su exorcista y no su médico.

—¿Y entonces por qué me cura? —, le preguntó.

A él le tembló la voz:

—Porque te quiero mucho —.

Ella no fue sensible a su audacia.

Ya de salida, Delaura se asomó a la celda de

Martina. Por primera vez de cerca vio que tenía la piel picada de viruela, el cráneo pelado, la nariz demasiado grande y los dientes de rata, pero su poder de seducción era un fluido material que se sentía de inmediato. Delaura prefirió hablar desde el umbral.

—Esa pobre niña tiene ya demasiados motivos para estar asustada —, dijo.

—Le ruego que no se los aumente —.

Martina se desconcertó. Nunca se le habría ocurrido pronosticar a nadie el día de su muerte, y mucho menos a una niña tan encantadora e indefensa. Sólo la había interrogado sobre su estado, y por tres o cuatro respuestas se dio cuenta de que mentía por vicio. La seriedad con que Martina lo dijo le bastó a Delaura para comprender que Sierva María le había mentido también a él. Le pidió perdón por su ligereza, y le rogó que no le hiciera ningún reclamo a la niña.

—Yo sabré bien lo que hago —, concluyó.

Martina lo envolvió en su hechizo. —Sé quién es su reverencia —, dijo, —y sé que siempre ha sabido muy bien lo que hace —.

Pero Delaura llevaba un ala herida, por la comprobación de que Sierva María no había necesitado la ayuda de nadie para incubar en la soledad de su celda el pánico de la muerte.

En el curso de esa semana, la madre Josefa Miranda le hizo llegar al obispo un memorial de quejas y reclamos, escrito de su puño y letra. Pedía que se relevara a las clarisas de la tutela de Sierva María, considerada por ella como un castigo tardío por culpas ya purgadas de sobra. Enumeraba una nueva lista de sucesos fenomenales incorporados a las actas, y sólo explicables por un contubernio descarado de la niña con el demonio. El final era una za personal contra ella, y del abuso de llevar comida al convento contra las prohibiciones de la regla.

El obispo le mostró el memorial a Delaura tan pronto como regresó a casa, y él lo leyó de pie, sin que se le moviera un músculo de la cara. Termino enfurecido.

—Si alguien está poseído por todos los demonios es Josefa Miranda —, dijo. —Demonios de rencor, de intolerancia, de imbecilidad. ¡Es detestable! —

El obispo se admiró de su virulencia. Delaura lo notó, y trató de explicarse en un tono tranquilo.

—Quiero decir —, dijo, —que le atribuye tantos poderes a las fuerzas del mal, que más bien parece devota del demonio —.

—Mi investidura no me permite estar de acuerdo contigo —, dijo el obispo.

—Pero me gustaría estarlo —.

Lo reprendió por cualquier exceso que hubiera podido cometer, y le pidió paciencia para sobrellevar el genio aciago de la abadesa. —Los Evangelios están llenos de mujeres como ella, aun con peores defectos —, dijo. —y sin embargo Jesús las enalteció —. No pudo continuar, porque el primer trueno de la estación retumbó en la casa y se escapó rodando por el mar, y un aguacero bíblico los apartó del resto del mundo. El obispo se tendió en el mecedor y naufragó en la nostalgia.

—¡Qué lejos estamos! —, suspiró.

—¿De qué? —

—De nosotros mismos —, dijo el obispo —¿Te parece justo que uno necesite hasta un año para saber que es huérfano? — y a falta de respuesta, se desahogó de su añoranza: —Me llena de terror la sola idea de que en España hayan dormido ya esta noche —.

—No podemos intervenir en la rotación de la tierra —, dijo Delaura.

—Pero podríamos ignorarla para que no nos duela —, dijo el obispo.

—Más que la fe, lo que a Galileo le faltaba era corazón — .

Delaura conocía aquellas crisis que atormentaban al obispo en sus noches de lluvias tristes desde que la vejez se lo tomó por asalto. Lo único que podía hacer era distraerlo de sus bilis negras hasta que lo venciera el sueño.

A fines de abril se anunció por bando la llegada inminente del nuevo virrey, don Rodrigo de Buen Lozano, de paso para su sede de Santa Fe. Venía con su séquito de oidores y funcionarios, sus criados y sus médicos personales, y un cuarteto de cuerda que le había regalado la reina para sobrellevar los tedios de las Indias. La virreina tenía algún parentesco con la abadesa y había pedido que la alojaran en el convento.

Sierva María fue olvidada en medio de la abrasión de la cal viva, los vapores del alquitrán, el tormento de los martillazos y las blasfemias a gritos de las gentes de toda ley que invadieron la casa hasta la clausura. Un andamio se derrumbó con un estrépito colosal, y un albañil murió y siete obreros más quedaron heridos. La abadesa atribuyó el desastre a los hados maléficos de Sierva María, y aprovechó la nueva ocasión para insistir en que la mandaran a otro convento mientras pasaba el jubileo. Esta vez el argumento principal fue que la vecindad de una energúmena no era recomendable para la virreina. El obispo no le contestó.

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