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Authors: Gabriel García Márquez

Del amor y otros demonios (2 page)

BOOK: Del amor y otros demonios
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El marqués no lo sabía. Debió de sentirse de veras muy inquieto para preguntárselo a su esposa, y ella debía de estar muy aliviada de su bilis para haberle contestado sin un sarcasmo. Se había sentado en la hamaca, intrigado, cuando se repitieron los petardos.

—Santo Cielo —, exclamó. —¡A cómo estamos! —

La casa colindaba con el manicomio de mujeres de la Divina Pastora. Alborotadas por la música y los cohetes, las reclusas se habían asomado a la terraza que daba sobre el huerto de los naranjos, y celebraban cada explosión con ovaciones. El marqués les preguntó a gritos que dónde era la fiesta, y ellas lo sacaron de dudas. Era 7 de diciembre, día de San Ambrosio, Obispo, y la música y la pólvora tronaban en el patio de los esclavos en honor de Sierva María. El marqués se dio una palmada en la frente.

—Claro —, dijo. —¿Cuántos cumple? —

—Doce —, dijo Bernarda.

—¿Apenas doce? —, dijo él, tendido otra vez en la hamaca. —¡Qué vida tan lenta! —

La casa había sido el orgullo de la ciudad hasta principios del siglo. Ahora estaba arruinada y lóbrega, y parecía en estado de mudanza por los grandes espacios vacíos y las muchas cosas fuera de lugar. En los salones se conservaban todavía los pisos de mármoles ajedrezados y algunas lámparas de lágrimas con colgajos de telaraña. Los aposentos que se mantenían vivos eran frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto y los muchos años de encierro, y más aun por las brisas de diciembre que se filtraban silbando por las rendijas. Todo estaba saturado por el relente opresivo de la desidia y las tinieblas. Lo único que quedaba de las ínfulas señoriales del primer marqués eran los cinco mastines de presa que guardaban las noches.

El fragoroso patio de los esclavos, donde se celebraban los cumpleaños de Sierva María, había sido otra ciudad dentro de la ciudad en los tiempos del primer marqués. Siguió siendo así con el heredero mientras duró el tráfico torcido de esclavos y de harina que Bernarda manejaba con la mano

izquierda desde el trapiche de Mahates. Ahora todo esplendor pertenecía al pasado. Bernarda estaba extinguida por su vicio insaciable, y el patio reducido a dos barracas de madera con techos de palma amarga, donde acabaron de consumirse los últimos saldos de la grandeza.

Dominga de Adviento, una negra de ley que gobernó la casa con puño de fierro hasta la víspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos. Alta y ósea, de una inteligencia casi clarividente, era ella quien había criado a Sierva María. Se había hecho católica sin renunciar a su fe yoruba, y practicaba ambas a la vez, sin orden ni concierto. Su alma estaba en sana paz, decía, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Era también el único ser humano que tenía autoridad para mediar entre el marqués y su esposa, y ambos la complacían. Sólo ella sacaba a escobazos a los esclavos cuando los encontraba en descalabros de sodomía o fornicando con mujeres cambiadas en los aposentos vacíos. Pero desde que ella murió se escapaban de las barracas huyendo de los calores del mediodía, y andaban tirados por los suelos en cualquier rincón, raspando el cucayo de los calderos de arroz para comérselo, o jugando al macuco ya la tarabilla en la fresca de los corredores. En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva María lo era: sólo ella y sólo allí. De modo que era allí donde se celebraba la fiesta, en su verdadera casa y con su verdadera familia.

No podía concebirse un bailongo más taciturno en medio de tanta música, con los esclavos propios y algunos de otras casas de distinción que aportaban lo que podían. La niña se mostraba como era.

Bailaba con más gracia y más brío que los africanos de nación, cantaba con voces distintas de la suya en las diversas lenguas de África, o con voces de pájaros y animales, que los desconcertaban a ellos mismos. Por orden de Dominga de Adviento las esclavas más jóvenes le pintaban la cara con negro de humo, le colgaron collares de santería sobre el escapulario del bautismo y le cuidaban la cabellera que nunca le cortaron y que le habría estorbado para caminar de no ser por las trenzas de muchas vueltas que le hacían a diario.

Empezaba a florecer en una encrucijada de fuerzas contrarias. Tenía muy poco de la madre. Del padre, en cambio, tenía el cuerpo escuálido, la timidez irredimible, la piel lívida, los ojos de un azul taciturno, y el cobre puro de la cabellera radiante. Su modo de ser era tan sigiloso que parecía una criatura invisible. Asustada con tan extraña condición, la madre le colgaba un cencerro en el puño para no perder su rumbo en la penumbra de la casa.

Dos días después de la fiesta, y casi por descuido, la criada le contó a Bernarda que a Sierva María la había mordido un perro. Bernarda lo pensó mientras tomaba antes de acostarse su sexto baño caliente con jabones fragantes, y cuando regresó al dormitorio ya lo había olvidado. No volvió a recordarlo hasta la noche siguiente porque los mastines estuvieron ladrando sin causa hasta el amanecer, y temió que estuvieran arrabiados.

Entonces fue con la palmatoria a las barracas del patio, y encontró a Sierva María dormida en la hamaca de palmiche indio que heredó de Dominga de Adviento. Como la criada no le había dicho dónde fue el mordisco, le levantó la sayuela y la examinó palmo a palmo, siguiendo con la luz la trenza de penitencia que tenía enroscada en el cuerpo como una cola de león. Al final encontró el mordisco: un desgarrón en el tobillo izquierdo, ya con su costra de sangre seca, y unas excoriaciones apenas visibles en el calcañal.

No eran pocos ni triviales los casos de mal de rabia en la historia de la ciudad. El de más estruendo fue el de un gorgotero que andaba por las veredas con un mico amaestrado cuyas maneras se distinguían poco de las humanas. El animal contrajo la rabia durante el sitio naval de los ingleses, mordió al amo en la cara y escapó a los cerros vecinos. Al desdichado saltimbanco lo mataron a garrote limpio en medio de unas alucinaciones pavorosas que las madres seguían cantando muchos años después en coplas callejeras para asustar a los niños. Antes de dos semanas una horda de macacos luciferinos descendió de los montes a pleno día. Hicieron estragos en porquerizas y gallineros, e irrumpieron en la catedral aullando y ahogándose en espumarajos de sangre, mientras se celebraba el tedeum por la derrota de la escuadra inglesa. Sin embargo, los dramas, más terribles no pasaban a la historia, pues ocurrían entre la población negra, donde escamoteaban a los mordidos para tratarlos con magias africanas en los palenques de cimarrones.

A pesar de tantos escarmientos, ni blancos ni negros ni indios pensaban en la rabia, ni en ninguna de las enfermedades de incubación lenta, mientras no se revelaban los primeros síntomas irreparables. Bernarda Cabrera procedió con el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban más rápido y más lejos que las de los cristianos, y que hasta un simple mordisco de perro podía causar un daño a la honra de la familia. Tan segura estaba de sus razones, que ni siquiera le mencionó el asunto al marido, ni volvió a recordarlo hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercado y vio el cadáver de un perro colgado de un almendro para que se supiera que había muerto del mal de rabia.

Le bastó una mirada para reconocer el lucero en la frente y la pelambre cenicienta del que mordió a Sierva María. Sin embargo, Bernarda no se preocupó cuando se lo contaron. No había de qué: la herida estaba seca y no quedaba ni rastro de las escoriaciones.

Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes de amatista y sus noches de brisas locas. La Navidad fue más alegre que en otros años por las buenas noticias de España. Pero la ciudad no era la de antes. El mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar su mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que había dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seis meses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a la espera de que regresaran.

No volvió a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuando una india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta del marqués a la hora sagrada de la siesta. Era muy vieja, y andaba descalza a pleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos y abortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretos de indios para levantar desahuciados.

El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en entender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al asunto, que el marqués perdió la paciencia.

—Sea lo que sea, dígamelo sin más latines —, le dijo.

—Estamos amenazados por una peste de mal de rabia —, dijo Sagunta,

—y yo soy la única que tengo las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los arrabiados —.

—No veo el porqué de una peste —, dijo el marqués.

—No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros —.

Sagunta le informó que en marzo habría un eclipse total de sol, y le dio noticias completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.

Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segunda semana. Había un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.

El alguacil mayor había hecho envenenar aun centenar de perros sin dueño en lo que iba del mes. En una semana más no quedaría uno vivo en la calle.

—De todos modos, no sé qué tenga yo que ver con eso —, dijo el marqués.

—y menos a una hora tan extraviada — .

—Su niña fue la primera mordida —, dijo Sagunta.

El marqués le dijo con una gran convicción:

—Si así fuera, yo habría sido el primero en saberlo —.

Creía que la niña se sentía bien, y no le parecía posible que algo tan grave le hubiera ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.

No obstante, esa tarde buscó a Sierva María en los patios del servicio. Estaba ayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le preguntó si era verdad que la había mordido un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirmó esa noche. El marqués, confundido, preguntó:

—¿Por qué Sierva lo niega? —.

—Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro —, dijo Bernarda.

—Entonces hay que proceder —, dijo el marqués,

—porque el perro tenía el mal de rabia —.

—Al contrario —, dijo Bernarda.

—más bien, el perro debió morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy descarada está como una flor —.

Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de la peste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Para él era claro. Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad. Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.

—No importa cuál —, precisó, —siempre que no sea una enfermedad de perro —.

El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial, cuál era el sentido de su vida.

—La niña no se va a morir —, dijo, resuelto. —Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga — .

El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lázaro, para ver al arrabiado de que le habló Sagunta. No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser vista como un síntoma más de las desgracias que se estaban incubando, pues hacía muchos años que no salía de su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos que no había ocasiones más grandes que las infaustas.

La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigió a campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro. En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron el paso para pedirle una limosna. En el pabellón de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.

Era un mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismo perro ceniciento del lucero blanco que mordió a Sierva María. Y lo había babeado, en efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una úlcera crónica que tenía en la pantorrilla. Esa precisión no fue bastante para tranquilizar al marqués, que abandonó el hospital horrorizado por la visión del moribundo y sin una luz de esperanza para Sierva María.

Cuando volvía a la ciudad por la cornisa del cerro encontró a un hombre de gran apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballo muerto. El marqués hizo detener el coche, y sólo cuando el hombre se puso de pie reconoció al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico más notable y controvertido de la ciudad. Era idéntico al rey de bastos. Llevaba un sombrero de alas grandes para el sol, botas de montar, y la capa negra de los libertos letrados. Saludó al marqués con una ceremonia poco usual.


Benedictus qui venit in nomine veritatis
—, dijo.

Su caballo no había resistido de bajada la misma cuesta que había subido al trote, y se le reventó el corazón. Neptuno, el cochero del marqués, trató de desensillarlo. El dueño lo disuadió.

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