—La pobre nena tiene frío. Tendremos que calentarla —dijo Tyler.
Elena intentó apartarle, pero él era demasiado fuerte y la rodeó con los brazos, atrayéndola hacia sí.
—Tyler, quiero irme; quiero irme ahora mismo...
—Claro, nena, nos iremos —dijo él—. Pero primero tenemos que calentarte. ¡Caramba, estás helada!
—Tyler, para —instó ella.
Los brazos del muchacho a su alrededor habían sido simplemente molestos, limitando sus movimientos, pero en aquel momento, con una sensación de sobresalto, sintió sus manos en su cuerpo, tanteando en busca de carne desnuda.
Elena no había estado nunca en su vida en una situación como aquélla, muy lejos de cualquier ayuda. Dirigió un afilado tacón al empeine del chico, pero él lo esquivó.
—Tyler, quítame las manos de encima.
—Vamos, Elena, no seas así, sólo quiero calentarte todo el cuerpo...
—Tyler, suéltame —le espetó con voz ahogada.
Intentó desasirse de él. Tyler dio un traspié, y entonces todo su peso cayó sobre ella, aplastándola contra la maraña de hiedra y maleza del suelo. Elena estaba desesperada.
—Te mataré, Tyler. Lo digo en serio. Sal de encima.
De manera patosa y descoordinada, Tyler intentó echarse a un lado, riendo estúpidamente.
—¡Ah!, vamos, Elena, no seas tonta. Sólo te estaba calentando. Elena la princesa de hielo, calentándose... Estás más caliente ahora, ¿verdad?
Entonces Elena sintió su boca caliente y húmeda sobre el rostro. Seguía inmovilizada por él, y sus empalagosos besos descendían por su garganta. Oyó ropa que se desgarraba.
—¡Uy! —farfulló Tyler—. Lo siento.
Elena torció la cabeza y su boca encontró la mano de Tyler, que le acariciaba torpemente la mejilla. La mordió, hundiendo los dientes en la carnosa palma. Mordió con fuerza, sintiendo el sabor de la sangre mientras escuchaba el alarido de dolor del muchacho. La mano se apartó violentamente.
—¡Eh! ¡Dije que lo lamentaba!
Tyler contempló ofendido la mano herida. Entonces su cara se ensombreció, mientras, sin dejar de mirarla fijamente, la cerraba con virtiéndola en un puño.
«Ya está —pensó Elena con una tranquilidad de pesadilla—. O bien me va a dejar sin sentido o me matará.» Se preparó para el golpe.
Stefan se había resistido a entrar en el cementerio; todo en su interior había gritado en contra. La última vez que había estado allí había sido la noche del anciano.
El horror se removió en sus tripas otra vez al recordarlo. Habría jurado que no había desangrado al hombre que vivía bajo el puente, que no había tomado sangre suficiente como para lastimarlo. Pero todo aquella noche tras la oleada de Poder estaba embrollado, confuso. Si es que había existido una oleada de Poder después de todo. Quizá había sido su propia imaginación o incluso la había provocado él. Podían suceder cosas extrañas cuando la necesidad se descontrolaba.
Cerró los ojos. Cuando se enteró de que el anciano estaba hospitalizado, a las puertas de la muerte, la conmoción fue inenarrable. ¿Cómo había podido ser capaz de descontrolarse de aquel modo? Hasta matar, casi, cuando no había matado desde...
No iba a permitirse pensar en eso.
En aquel momento, de pie frente a la verja del cementerio en la oscuridad de la medianoche, lo que más deseaba era dar media vuelta y marchar. Regresar al baile donde había dejado a Caroline, aquella criatura cimbreante y bronceada por el sol que estaba totalmente a salvo porque no significaba absolutamente nada para él.
Pero no podía regresar, porque Elena estaba en el cementerio. La percibía, y percibía su creciente angustia. Elena estaba en el cementerio y en apuros, y él tenía que encontrarla.
Estaba a mitad de camino colina arriba cuando tuvo un mareo. Le hizo tambalearse mientras seguía avanzando penosamente en dirección a la iglesia porque era la única cosa en la que podía concentrar la mirada. Oleadas grises de niebla barrían su cerebro, y luchó por seguir moviéndose. Débil, se sentía tan débil... E impotente ante el poder absoluto de aquel vértigo.
Necesitaba... llegar hasta Elena. Pero estaba débil. No podía estar... débil... si tenía que ayudar a Elena. Necesitaba...
La cavidad que era la puerta de la iglesia apareció ante él.
Elena vio la luna sobre el hombro izquierdo de Tyler. Resultaba extrañamente apropiado que fuera a ser la última cosa que viera, se dijo. El grito había quedado atrapado en su garganta, sofocado por el miedo.
Y entonces algo levantó a Tyler y lo arrojó contra la lápida de su abuelo.
Eso fue lo que le pareció a Elena, que rodó a un lado, sin aliento, sujetando con una mano el vestido desgarrado mientras la otra buscaba a tientas un arma.
No la necesitó. Algo se movió en la oscuridad, y vio a la persona que le había sacado a Tyler de encima. Stefan Salvatore. Pero era un Stefan que no había visto nunca, aquel rostro de facciones elegantes estaba lívido y enfurecido, y había una luz asesina en aquellos ojos verdes. Sin siquiera moverse, Stefan emanaba tal cólera y amenaza que Elena descubrió que sentía más miedo de él del que había sentido de Tyler.
—La primera vez que te vi, supe que jamás aprenderías buenos modales —dijo Stefan.
La voz del joven era baja, fría y suave, y en cierto modo hizo que Elena se sintiera mareada. No podía dejar de mirarle mientras él avanzaba hacia Tyler, que meneaba la cabeza, aturdido, y empezaba a incorporarse. Stefan se movía como un bailarín, cada movimiento natural y controlado con precisión.
—Pero no tenía ni idea de que tu carácter estuviera tan poco desarrollado.
Golpeó a Tyler. El muchacho, que era más grande que él, había estado alargando una mano carnosa, y Stefan le golpeó casi con despreocupación en un lado del rostro, antes de que la mano estableciera contacto.
Tyler salió volando contra otra lápida. Se puso en pie gateando y se quedó allí quieto, jadeando, con los ojos en blanco. Elena vio descender un hilillo de sangre de su nariz. Entonces Tyler cargó.
—Un caballero no impone su compañía a nadie —dijo Stefan, y lo derribó a un lado.
Tyler volvió a caer despatarrado al suelo, boca abajo sobre la maleza y los brezos. En esa ocasión fue más lento en incorporarse y manaba sangre de sus dos orificios nasales y de la boca. Resoplaba como un caballo asustado cuando se arrojó sobre Stefan.
Este agarró la parte frontal de la chaqueta de Tyler, haciendo que los dos giraran en redondo y absorbiendo el impacto de la violenta embestida. Zarandeó a Tyler dos veces, con fuerza, mientras aquellos puños rechonchos giraban como molinillos a su alrededor, sin poder asestarle un puñetazo. Luego dejó caer al muchacho.
—No se insulta a una señora —siguió.
El rostro de Tyler estaba contraído, tenía los ojos en blanco, pero intentó agarrar la pierna de Stefan. Este le puso en pie de un tirón y volvió a zarandearlo; Tyler se quedó flácido como un muñeco de trapo, con los ojos en blanco. Stefan siguió hablando, sosteniendo el pesado cuerpo en posición vertical y recalcando cada palabra con un zarandeo capaz de dislocar todos los huesos.
—Y, por encima de todo, no se le hace daño...
—¡Stefan! —gritó Elena.
La cabeza de Tyler se movía violentamente adelante y atrás con cada sacudida, y ella estaba asustada de lo que veía; asustada de lo que Stefan pudiera hacer. Y asustada por encima de todo de la voz de Stefan, aquella voz fría que era como un estoque en danza, hermoso y mortífero y totalmente implacable.
—Stefan, para.
El joven giró violentamente la cabeza hacia ella, sobresaltado, como si hubiese olvidado su presencia. Por un momento la miró sin reconocerla, los ojos negros a la luz de la luna, y ella pensó en algún depredador, en alguna ave enorme o un carnívoro de piel lustrosa incapaz de sentir emociones humanas. Luego la comprensión apareció en su rostro y parte de la oscuridad desapareció de la mirada.
Bajó los ojos hacia la cabeza colgante de Tyler y a continuación lo depositó con cuidado contra la lápida de mármol rojo. Las rodillas del muchacho se doblaron y resbaló a lo largo de su superficie, pero, con gran alivio por parte de Elena, sus ojos se abrieron; al menos el izquierdo lo hizo. El derecho se estaba hinchando hasta convertirse en una mera rendija.
—Estará bien —dijo Stefan vagamente.
Al desaparecer su miedo, Elena se sintió vacía. «La conmoción —pensó—. Padezco una conmoción. Probablemente empezaré a chillar como una histérica en cualquier momento.»
—¿Hay alguien que pueda llevarte a casa? —inquirió Stefan, todavía con aquella voz espeluznantemente amortiguada.
Elena pensó en Dick y Vickie, haciendo Dios sabía qué junto a la estatua de Thomas Fell.
—No —respondió.
Su cerebro empezaba a funcionar otra vez, a reparar en las cosas a su alrededor. El vestido violeta estaba desgarrado a lo largo de la parte delantera; estaba destrozado. Mecánicamente, lo cerró sobre su sujetador.
—Te llevaré yo —dijo Stefan.
Incluso a través del aturdimiento, Elena se estremeció de miedo por un instante. Le miró, una figura extrañamente elegante en medio de las tumbas, el rostro pálido a la luz de la luna. Jamás le había parecido tan... tan bello, pero aquella belleza era casi foránea. No sólo extranjera, sino inhumana, porque ningún humano podía proyectar aquella aura de poder, o de distancia.
—Gracias, eres muy amable —respondió despacio; no se podía hacer otra cosa.
Dejaron a Tyler incorporándose penosamente junto a la tumba de su antepasado. Elena sintió otro escalofrío cuando llegaron al sendero y Stefan giró en dirección al puente Wickery.
—He dejado mi coche en la casa de huéspedes —dijo—. Éste es el camino más rápido que tenemos para regresar.
—¿Has venido por aquí?
—No; no he cruzado el puente. Pero no pasará nada.
Elena le creyó. Pálido y silencioso, el muchacho anduvo junto a ella sin tocarla, excepto cuando se quitó la americana para colocársela sobre los hombros desnudos. Se sentía curiosamente segura de que Stefan mataría a cualquiera que intentara meterse con ella.
El puente Wickery aparecía blanco bajo la luz de la luna, y por debajo las aguas heladas se arremolinaban sobre antiguas rocas. Todo el mundo estaba quieto, hermoso y frío mientras pasaban bajo los robles en dirección a la estrecha carretera rural.
Dejaron atrás pastos vallados y campos oscuros hasta alcanzar un largo camino curvo. La casa de huéspedes era un edificio enorme de ladrillo rojo óxido fabricado con la arcilla del lugar y estaba flanqueada por cedros y arces antiquísimos. Todas las ventanas excepto una estaban a oscuras.
Stefan abrió con la llave una de las puertas dobles y entraron en un pequeño vestíbulo, con un tramo de escaleras directamente frente a ellos. El pasamanos, igual que las puertas, era de auténtico roble claro, tan pulido que parecía refulgir.
Subieron la escalera hasta el rellano de un segundo piso que estaba pobremente iluminado. Ante la sorpresa de Elena, Stefan la condujo al interior de uno de los dormitorios y abrió lo que parecía la puerta de un armario. A través de ella distinguió una escalera muy estrecha y empinada.
Qué lugar más extraño, se dijo, con aquella escalera secreta enterrada en el corazón de la casa, adonde no podía llegar ningún sonido del exterior. Alcanzó lo alto de las escaleras y penetró en una gran habitación que constituía todo el tercer piso de la casa.
Estaba casi tan pobremente iluminada como la escalera, pero Elena pudo ver el manchado suelo de madera y las vigas al descubierto en el techo inclinado. Había ventanales en todos los lados, y muchos baúles desperdigados entre unas cuantas piezas de mobiliario de madera maciza.
Advirtió que él la observaba.
—¿Hay algún cuarto de baño donde...?
Stefan le indicó con la cabeza una puerta. Ella se quitó la americana, se la tendió sin mirarle y entró.
Elena entró en el baño aturdida y vagamente agradecida. Salió enojada.
No estaba muy segura de cómo había tenido lugar la transformación; pero en algún momento mientras se lavaba los arañazos del rostro y los brazos, irritada por la falta de un espejo y el hecho de haberse dejado el monedero en el descapotable de Tyler, empezó a sentir otra vez. Y lo que sintió fue ira.
Maldito Stefan Salvatore. Tan frío y controlado incluso mientras le salvaba la vida. Maldita su educación y su galantería y los malditos muros de su alrededor que parecían más gruesos y altos que nunca.
Se quitó los pasadores que quedaban en su pelo y los usó para mantener cerrada la parte delantera del vestido. Luego se arregló rápidamente los cabellos, ahora sueltos, con un peine de hueso tallado que encontró junto al lavamanos. Salió del cuarto de baño con la barbilla bien alta y los ojos entrecerrados.
Él no se había vuelto a poner la americana y permanecía de pie junto a la ventana con su suéter blanco y la cabeza inclinada, tenso, aguardando. Sin alzar la cabeza, indicó una pieza de terciopelo oscuro colocada sobre el respaldo de una silla.
—Tal vez quieras ponerte esto sobre el vestido.
Era una capa de cuerpo entero, espléndida y suave, con una capucha. Elena se colocó la pesada tela sobre los hombros. Pero no se sintió aplacada por el obsequio; advirtió que Stefan no se había acercado para nada, ni tampoco la había mirado mientras hablaba.
Deliberadamente, invadió su territorio, envolviéndose más en la capa y sintiendo, incluso en aquel momento, el modo en que los pliegues caían a su alrededor, arrastrándose por el suelo tras ella. Fue hacia él y efectuó un examen del pesado tocador de caoba situado junto a la ventana.
Sobre él descansaban una daga siniestra con empuñadura de marfil y una hermosa copa de ágata engarzada en plata. También había una esfera dorada con una especie de dial incrustado y varias monedas sueltas de oro.
Tomó una de las monedas, en parte porque eran interesantes y en parte porque sabía que a él le molestaría verla tocar sus cosas.
—¿Qué es esto?
Transcurrió un momento antes de que Stefan respondiera.
—Un florín de oro. Una moneda florentina.
—¿Y esto qué es?
—Un reloj alemán en forma de colgante. Es de finales del siglo XV —dijo en tono angustiado, y añadió—: Elena...
Ella alargó la mano hacia un pequeño cofre de hierro con una tapa con bisagras.
—¿Qué es esto? ¿Se abre?