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Authors: L. J. Smith

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Despertar (24 page)

BOOK: Despertar
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—Te equivocas respecto a ella, ¿sabes? Crees que es dulce y dócil, como Katherine. No lo es. No es tu tipo en absoluto, mi santurrón hermano. Tiene un espíritu y un fuego en su interior con los que tú no sabrías qué hacer.

—Y tú sí sabrías, supongo.

Damon descruzó los brazos y lentamente volvió a sonreír.

—Ya lo creo.

Stefan quiso saltar sobre él, aplastar aquella hermosa sonrisa arrogante, desgarrarle el cuello a su hermano, pero dijo en una voz apenas bajo control:

—Tienes razón en una cosa. Es fuerte. Lo bastante fuerte para rechazarte. Y ahora que sabe lo que realmente eres, lo hará. Todo lo que siente por ti ahora es repugnancia.

Las cejas de Damon se enarcaron.

—¿Siente eso ahora? Ya nos ocuparemos de ello. Tal vez encontrará que la auténtica oscuridad es más de su gusto que el débil crepúsculo. Yo, al menos, soy capaz de admitir la verdad sobre mi naturaleza. Pero me preocupas, hermanito. Tienes un aspecto endeble y mal alimentado. Es provocativa, ¿verdad?

«Mátalo», exigió algo en la mente de Stefan. «Mátalo, pártele el cuello, desgarra su garganta en sangrientos jirones.» Pero sabía que Damon se había alimentado muy bien esa noche. La oscura aura de su hermano estaba hinchada, palpitante, brillando casi con la esencia vital que había tomado.

—Sí, bebí mucho —dijo Damon en tono agradable, como si supiera lo que pasaba por la mente de su hermano; suspiró y se pasó la lengua por los labios en señal de satisfacción—. Era pequeño, pero había una sorprendente cantidad de jugo en él. No era guapo como Elena y, desde luego, no olía tan bien. Pero siempre es estimulante sentir la sangre nueva zumbando en tu interior.

Damon respiró con fuerza, apartándose del árbol y mirando a su alrededor. Stefan recordaba también aquellos movimientos gráciles, cada gesto controlado y preciso. Los siglos sólo habían refinado el porte natural de Damon.

—Me dan ganas de hacer esto —dijo Damon, acercándose a un árbol joven situado a unos pocos metros de distancia.

Era el doble de alto que él, y cuando lo agarró sus dedos no pudieron abarcar el tronco. Pero Stefan vio la veloz respiración y la ondulación de los músculos bajo la delgada camisa negra de su hermano, y entonces el árbol se soltó del suelo, con las raíces balanceándose en el aire. Stefan olió la humedad acre de la tierra removida.

—No me gustaba aquí, de todos modos —indicó Damon, y lo trasladó con un tremendo esfuerzo tan lejos como permitieron las raíces aún enredadas; a continuación sonrió con gracia—. También tengo ganas de hacer esto otro.

Hubo un fulgor de movimiento, y luego Damon ya no estaba. Stefan miró a su alrededor, pero no vio ni rastro de él.

—Aquí arriba, hermano.

La voz procedía de lo alto, y cuando Stefan alzó la mirada, vio a Damon posado entre las ramas extendidas del roble. Se oyó un susurro de hojas rojizas, y su hermano volvió a desaparecer.

—Aquí detrás, hermano.

Stefan se volvió en redondo al sentir el golpecito en la espalda, pero no vio nada detrás de él.

—Justo aquí, hermano.

De nuevo se dio la vuelta.

—No, prueba aquí.

Furioso, Stefan se volvió violentamente en dirección opuesta, intentando atrapar a Damon. Pero sus dedos se cerraron únicamente en el aire.

«Aquí, Stefan.» En esa ocasión la voz estaba en su mente, y su Poder le estremeció hasta la médula. Era necesaria una energía enorme para proyectar pensamientos con aquella claridad. Lentamente, volvió a girar en redondo, y se encontró con Damon en su posición original, recostado en el enorme roble.

Pero en esos momentos el humor de aquellos ojos oscuros se había esfumado. Eran negros e insondables, y los labios de su hermano estaban dispuestos en línea recta.

«¿Qué más pruebas necesitas, Stefan? Mi fuerza es tan superior a la tuya como la tuya es superior a la de estos lastimosos humanos. También soy más veloz que tú, y tengo otros Poderes de los que apenas has oído hablar. Los Viejos Poderes, Stefan. Y no me asusta utilizarlos. Los usaré contra ti.»

—¿Para eso viniste aquí? ¿Para torturarme?

«He sido misericordioso contigo, hermano. He podido matarte en muchas ocasiones, pero siempre te he perdonado la vida. Pero esta vez es diferente.»

Damon volvió a apartarse del árbol y habló en voz alta:

—Te estoy advirtiendo, Stefan, no te opongas a mí. No importa para lo que vine aquí. Lo que quiero ahora es a Elena. Y si intentas impedir que la haga mía, te mataré.

—Inténtalo —replicó él.

El ardiente puntito de furia de su interior llameaba con más intensidad que nunca, emitiendo tanto fulgor como toda una galaxia de estrellas. De algún modo, supo que él amenazaba la oscuridad de Damon.

—¿Piensas que no puedo hacerlo? Nunca aprendes, ¿verdad, hermanito?

Stefan tuvo apenas el tiempo justo de advertir el cansino movimiento de cabeza de Damon antes de que se produjera otro movimiento borroso y sintiera cómo unas manos poderosas lo agarraban. Se debatió al instante, con violencia, intentando con todas sus fuerzas arrancarlas de él; pero eran como unas manos de acero.

La emprendió a golpes con furia, intentando alcanzar la zona vulnerable situada bajo la mandíbula de su hermano. No sirvió de nada; le sujetaron los brazos a la espalda, le inmovilizaron el cuerpo. Estaba tan impotente como un pájaro bajo las garras de un gato ágil y experto.

Se relajó por un instante, convirtiéndose en un peso muerto, y luego de repente hinchó todos sus músculos, intentando liberarse, intentando asestar un golpe. Las crueles manos se limitaron a apretar con más fuerza, convirtiendo sus esfuerzos en inútiles, patéticos.

«Siempre fuiste obstinado. A lo mejor esto te convencerá.» Stefan contempló fijamente el rostro de su hermano, pálido como las ventanas de cristal esmerilado de la casa de huéspedes, y aquellos ojos negros e infinitos. Entonces sintió que unos dedos agarraban sus cabellos y echaban su cabeza hacia atrás violentamente, dejando la garganta al descubierto.

Sus forcejeos se redoblaron, se tornaron frenéticos. «No te molestes», dijo la voz en su cabeza, y entonces sintió el agudo dolor desgarrador de unos dientes. Sintió la humillación y la impotencia de la víctima del cazador, de la presa. Y luego el dolor de la sangre al ser extraída contra su voluntad.

Se negó a ceder a ello, y el dolor empeoró, fue como si le arrancaran el alma del mismo modo que habían arrancado el arbolillo. Lo acuchilló igual que lanzas de fuego, concentrándose en las perforaciones de su carne donde se habían hundido los dientes de Damon. Un dolor desesperado llameó ascendiendo por su mandíbula y su mejilla y descendiendo por el pecho y el hombro. Sintió una oleada de vértigo y comprendió que perdía el conocimiento.

Entonces, bruscamente, las manos lo soltaron y cayó al suelo, sobre un lecho de hojas de roble húmedas y en descomposición. Dando boqueadas, consiguió izarse sobre las manos y las rodillas.

—Como ves, hermanito, soy más fuerte que tú. Lo bastante fuerte para tomar tu sangre y tu vida si lo deseo. Déjame a Elena, o lo haré.

Stefan alzó los ojos. Damon estaba de pie con la cabeza echada hacia atrás y las piernas ligeramente separadas, como un conquistador colocando el pie sobre el cuello del conquistado. Aquellos ojos negros como la noche ardían triunfales, y sus labios mostraban la sangre de su hermano.

El odio embargó a Stefan, un odio que nunca había conocido. Fue como si todo su odio anterior hacia Damon hubiese sido una gota de agua comparado con aquel océano estrepitoso y espumeante. Muchas veces en los pasados e interminables siglos había lamentado lo que había hecho a su hermano y había deseado con toda su alma cambiarlo. En aquellos momentos sólo deseaba volver a hacerlo.

—Elena no es tuya —chilló, poniéndose en pie mientras intentaba no mostrar el esfuerzo que le suponía—, y jamás lo será.

Concentrándose en cada paso, poniendo un pie delante del otro, empezó a alejarse. Le dolía todo el cuerpo y la vergüenza que sentía era aún mayor que el sufrimiento físico. Había pedazos de hojas mojadas y trozos de tierra adheridos a sus ropas, pero no se los sacudió. Luchó por seguir moviéndose, por resistir a la debilidad que lamía sus piernas.

«Nunca aprendes, hermano.»

Stefan no volvió la cabeza ni intentó responder. Apretó los dientes y mantuvo las piernas en movimiento. Otro paso. Y otro paso. Y otro paso.

Si sólo pudiera sentarse un momento, descansar...

Otro paso, y otro paso más. El coche ya no podía estar lejos. Crujieron hojas bajo sus pies, y entonces oyó crujir hojas detrás de él.

Intentó correr de prisa, pero sus reflejos casi habían desaparecido. Y el violento movimiento fue demasiado para él. La oscuridad le invadió, ocupó su cuerpo y su mente, y sintió que caía. Cayó sin fin en la oscuridad de la noche absoluta. Y luego, por suerte, ya no supo nada más.

Capítulo 16

Elena marchaba a toda prisa hacia el instituto Robert E. Lee, sintiendo como si llevara años sin aparecer por allí. La noche anterior parecía igual que algo de su lejana infancia, apenas recordado. Pero sabía que ese día tendría que enfrentarse a sus consecuencias.

La noche anterior había tenido que enfrentarse a tía Judith. Ella se había sentido terriblemente trastornada cuando unos vecinos le hablaron sobre el asesinato, y más trastornada aún por el hecho de que nadie parecía saber dónde estaba su sobrina. Cuando Elena llegó por fin a casa, cerca de las dos de la madrugada, su tía estaba muerta de preocupación.

Elena no había sido capaz de dar una explicación. Sólo podía decir que había estado con Stefan, que sabía que lo habían acusado y que sabía que era inocente. Todo el resto, todo lo demás que había sucedido, tuvo que guardárselo para sí. Incluso aunque tía Judith la hubiera creído, jamás lo habría comprendido.

Y esa mañana Elena se había dormido, y ahora llegaba tarde. En las calles no había nadie más que ella, que avanzaba presurosa en dirección al instituto. En lo alto, el cielo era gris, y empezaba a soplar viento. Deseaba desesperadamente ver a Stefan. Toda la noche, aunque había dormido de forma muy pesada, había tenido pesadillas sobre él.

Un sueño había sido especialmente real. En él veía el rostro pálido de Stefan y sus ojos furiosos y acusadores. Sostenía en alto un libro ante ella y decía: «¿Cómo pudiste, Elena? ¿Cómo pudiste?». Luego dejaba caer el libro a los pies de ella y se alejaba. Ella le llamaba, suplicante, pero él seguía andando hasta desaparecer en la oscuridad, y cuando ella bajaba la mirada hacia el libro, veía que estaba encuadernado en terciopelo azul. Era su diario.

Un estremecimiento de ira la recorrió mientras volvía a pensar en cómo le habían robado el diario. Pero ¿qué significaba el sueño? ¿Qué había en su diario para que Stefan mostrara aquella expresión?

No lo sabía. Todo lo que sabía era que necesitaba verle, oír su voz, sentir sus brazos a su alrededor. Estar lejos de él era como estar separada de su propia carne.

Subió corriendo los escalones del instituto y penetró en los pasillos casi vacíos. Marchó en dirección al aula de idiomas extranjeros, porque sabía que la primera clase de Stefan era latín. Si podía verle sólo un momento, se sentiría bien.

Pero él no estaba en el aula. A través de la ventanita de la puerta, vio su asiento vacío. Matt estaba allí, y la expresión de su rostro hizo que se sintiera más asustada que nunca. El muchacho no dejaba de echar ojeadas al pupitre de Stefan con una mirada de angustiada preocupación.

Elena se apartó de la puerta maquinalmente. Como una autómata, subió la escalera y fue a su aula de matemáticas. Al abrir la puerta, vio que todos los rostros se volvían hacia ella y se deslizó apresuradamente en el pupitre vacío que había junto a Meredith.

La señorita Halpern detuvo la lección un instante y la miró; luego continuó. Cuando la profesora se hubo vuelto de nuevo hacia la pizarra, Elena miró a Meredith.

Su amiga se inclinó hacia ella para tomarle la mano.

—¿Estás bien? —susurró.

—No lo sé —respondió Elena estúpidamente.

Sentía como si el mismo aire a su alrededor la asfixiara, como si fuera un peso aplastante. Los dedos de Meredith tenían un tacto seco y caliente.

—Meredith, ¿sabes qué le ha sucedido a Stefan?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

Los ojos de Meredith se abrieron de par en par, y Elena sintió que el peso se volvía aún más aplastante. Era como estar sumergida a mucha profundidad en el agua sin un traje presurizado.

—No le han arrestado..., ¿verdad? —dijo, obligando a las palabras a salir.

—Elena, es peor que eso. Ha desaparecido. La policía fue a la casa de huéspedes a primera hora de esta mañana y él no estaba allí. También vinieron al instituto, pero hoy no se ha presentado. Dijeron que habían encontrado su coche abandonado junto a la carretera de Oíd Creek. Elena, creen que se ha ido, que se ha largado de la ciudad porque es culpable.

—Eso no es cierto —dijo Elena, hablando entre dientes.

Vio cómo algunos alumnos volvían la cabeza y la miraban, pero ya nada le importaba.

—¡Es inocente!

—Sé que tú piensas eso, Elena, pero ¿por qué iba a irse si no?

—No lo haría. No lo hizo.

Algo ardía en el interior de Elena, un fuego rabioso que hacía retroceder el aplastante miedo. Respiraba entrecortadamente.

—Jamás se habría ido por su propia voluntad.

—¿Te refieres a que alguien le obligó? Pero ¿quién? Tyler no se atrevería...

—Le obligaron, o peor —interrumpió Elena.

Toda la clase las miraba en aquellos momentos, y la señorita Halpern estaba abriendo la boca. Elena se puso en pie de improviso, mirándolos a todos sin verlos.

—Que Dios le ayude si le ha hecho daño a Stefan —dijo—. Que Dios le ayude.

Luego dio media vuelta y se encaminó a la puerta.

—¡Elena, regresa! ¡Elena!

Oyó gritos a su espalda, de Meredith, de la señorita Halpern, pero siguió andando, cada vez más rápido, viendo únicamente lo que tenía justo delante, con la mente fija en una sola cosa.

Pensaban que iba tras Tyler Smallwood. Estupendo. Que malgastaran el tiempo corriendo en la dirección equivocada. Ella sabía qué debía hacer.

Abandonó la escuela, sumergiéndose en el frío aire otoñal. Avanzaba de prisa, las piernas devorando la distancia entre la escuela y la carretera de Oíd Creek. Desde allí giró en dirección al puente Wickery y el cementerio.

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