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Authors: Alyson Noel

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Destino (12 page)

BOOK: Destino
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—Todo lo que crees necesitar está aquí. Decide tú qué significa eso.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo lo sabré? ¿Cómo…? —empiezo, mientras un millón de preguntas sin respuesta invade mi cerebro.

No llego muy lejos, pues Loto no tarda en mirarme y decir:

—Confía. Cree. Es la única forma de avanzar.

Me empuja hacia delante, me empuja con una fuerza sorprendente. Y no puedo evitarlo: vuelvo a mirar hacia atrás. Mis ojos escudriñan la zona buscando a Damen desesperadamente, como si la mera fuerza de mi anhelo fuese a transportarle hasta aquí por arte de magia.

Sin embargo, al no encontrarle por ninguna parte, cuadro los hombros, bajo la barbilla y doy ese primer paso con Jude junto a mí, cogida de su mano.

Los dos avanzamos con paso vacilante hacia algo que no acabamos de distinguir, aunque no tardamos en vernos atraídos por su irresistible fuerza, como una masa de energía que gira vertiginosamente, un vórtice que nos absorbe. Y estoy a punto de fundirme con él cuando lo noto.

Noto ese hormigueo cálido y familiar.

Seguido de cerca por el grito quejumbroso de mi nombre en sus labios.

Me vuelvo y alcanzo a ver el destello de dolor en sus ojos cuando me ve con Jude, cuando cree que le he sustituido.

Dejo caer la mano de Jude y contemplo impotente cómo se ve tragado por el torbellino, mientras me esfuerzo por aguantar, por permanecer a caballo entre dos mundos.

Mis dedos anhelantes intentan agarrar, tratan de alcanzar a Damen, y aunque se mueve deprisa su rapidez no es suficiente para evitar que nuestros dedos solo se rocen. Las puntas se acarician levemente y los ojos de ambos se encuentran un instante. Y luego no puedo impedirlo.

Me veo arrancada de su lado.

Perdida en el remolino.

Precipitada hacia un lugar desconocido, hacia un tiempo desconocido.

Consciente de que Damen está aquí, en alguna parte, pero incapaz de encontrarle.

Emprendiendo ya el viaje de regreso.

El largo viaje de regreso.

De regreso al principio de todo.

Capítulo trece

—¡A
delina!

La voz que me llama es susurrada, murmurada, y procura ser oída solo por mí.

—¡Adelina, dulce amor mío, decidme por favor que habéis venido por mí!

Me aparto del rincón, salgo de la oscuridad y entro en la mortecina luz que está más allá. Esforzándome por mantener un tono tranquilo y estoico, digo:

—He venido por vos, Alrik.

Le hago una profunda reverencia con las manos enterradas en los pliegues de mi falda para que no pueda verlas temblar, desesperada por disimular mi excitación, por mostrarme respetable, femenina, sosegada.

Pero en cuanto levanto la cabeza, en cuanto veo la forma en que sus ojos de color castaño intenso se posan en los míos, con la mirada parcialmente oculta por la caída de oscuras sombras que pasan más allá de sus abundantes pestañas, más allá de su nariz recta, a lo largo del ángulo curvado de su pómulo bien esculpido, cuando veo la forma en que su silueta alta y esbelta llena la entrada, mi rostro me traiciona.

Mi mirada lanza destellos, mis mejillas se encienden y mis labios empiezan a curvarse, incapaces de contener la oleada de extremo placer y alegría que me provoca su mera visión.

Y a juzgar por su expresión, es evidente que él siente lo mismo. Lo sé por su manera de detenerse en el umbral y su manera de levantar la antorcha, permitiendo que la luz se derrame sobre mí.

Permitiendo que sus ojos me devoren.

Lo sé por su manera de jadear, su manera de apretar la mandíbula, su manera de mirarme, nublada de deseo. Nos producimos el mismo efecto el uno al otro.

Y cuando salva la distancia entre nosotros en pocos pasos y me estrecha contra sí, cuando cubre mi rostro con sus besos, cuando sus labios apresan los míos, fundiéndose, uniéndose y explorando, todas mis dudas se desvanecen. Me centro solo en esto.

Aquí.

Ahora.

Mi mundo entero se encoge hasta que no existe nada más.

Nada que no sea la presión de sus labios, el calor de su piel y el hormigueo cálido que siempre consigue apoderarse de mí cada vez que él está cerca.

Me niego a pensar en un futuro que jamás podrá ser nuestro.

Me niego a pensar en cosas tan crueles como la clase y la posición social, las obligaciones y el extraño juego de posibilidades que conllevan el orden de nacimiento.

Me niego a pensar en que, a pesar de nuestro amor profundo, jamás podremos ser uno del otro como queremos. Una verdad que fue decidida mucho antes de que tuviésemos la posibilidad de conocernos. Nuestros futuros fueron determinados por otros, no por nosotros.

A pesar de que él me ama y yo le amo a él, jamás nos casaremos.

No podremos casarnos.

Él está prometido con otra desde que era niño.

Una joven cuya familia posee mucha más riqueza que la mía.

Una joven que resulta ser mi prima, Esme.

—Adelina —murmura, y mi nombre es como una plegaria en sus labios—. ¡Oh, Adelina, decidme que me habéis echado de menos tanto como yo a vos!

—Sí, mi señor.

Me aparto enseguida. La dicha de hace unos momentos se ve apagada bruscamente por la realidad en la que nos encontramos, que me recuerda quién soy: una pariente pobre de la prima lejana con quien él se casará; quién es él: el futuro rey de nuestra diminuta ciudad estado; y dónde nos hallamos ambos: en una cuadra vacía y oscura de sus caballerizas. El aire huele a caballos y heno, y a nuestros pies se extiende una pila de paja recién extendida.

—¿Mi señor? —Enarca las cejas y recorre mi cuerpo con sus ojos oscuros hasta encontrarse con mis ojos azules. Me pregunto si ve en ellos lo mismo que yo veo en los suyos: decepción, duda y un deseo ferviente aunque inútil de cambiar las cosas—. ¿Qué es esto? ¿Es así como me veis ahora, como «señor»?

—¿Acaso no lo sois, al menos en principio?

Es descarado, lo sé, pero también es la verdad. Eso es algo que le gusta de mí, que no juegue a los juegos habituales, sobre todo en lo que respecta al cortejo. No soy tonta ni coqueta, y en ocasiones tiendo a mostrarme más como un marimacho que como una chica. Pero soy franca y directa, y hago cuanto puedo para decir las cosas como son.

Hago cuanto puedo para vivir sin arrepentirme de nada.

Me cubre la cara con las manos, recorre con el dedo el camino que va de mi sien a mi barbilla y me la levanta, forzándome a mirarle a los ojos.

—¿Cuál es el motivo de tanta formalidad? Os comportáis como si acabásemos de conocernos. Y, aunque así fuese, si no recuerdo mal, el día que nos conocimos no os mostrasteis nada formal; me empujasteis de cabeza al barro. Desde luego, vuestros modales dejaron mucho que desear, aunque os las arreglasteis para causarme una impresión imborrable. Estoy seguro de que os amé desde ese momento. Cubierto de fango de pies a cabeza, supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.

Una sonrisa se cuela en mi cara; recuerdo el momento con tanta claridad como él. Yo tenía diez años; él, trece. Estaba alojada en casa de unos parientes mucho más acomodados y le hice una visita acompañando a mi consentida prima Esme, que tanto disfrutaba presumiendo ante mí de su riqueza, comparando siempre sus vestidos elegantes con mis insulsos trajes; aguantarla era una verdadera lata. Y así, molesta por su constante e inacabable satisfacción, presunción y pavoneo sobre lo guapo y acaudalado que era su futuro marido, y lo maravilloso que sería cuando ella fuese reina y yo me viese obligada a hacerle reverencias y a besarle los pies, bueno, no pude aguantar más, así que me fui directamente hasta él, lo cogí desprevenido y lo empujé al estanque. Luego me volví hacia ella y dije:

—¿Sigues creyendo que es guapo?

A continuación, me quedé mirando mientras Esme lloraba, chillaba y corría a chivarse.

—Era un estanque —digo, mirándole a los ojos.

—Un estanque muy turbio. —Asiente con la cabeza—. El barro nunca se fue del todo de mis ropas. Aún conservo la camisa que lleva la mancha.

—Y, si mal no recuerdo, pagué un alto precio por aquello. Me enviaron a casa de inmediato, y Esme nunca volvió a invitarme a visitarla. Lo cual, ahora que lo pienso, no fue en realidad ningún castigo, ¿verdad?

—Y, sin embargo, encontrasteis el camino de vuelta. O al menos de vuelta a mí.

Sus brazos rodean mi cintura, y sus dedos se deslizan por mi columna vertebral. La sensación es tan relajante y tranquilizadora que me cuesta mantener la concentración, no sucumbir a su poderoso hechizo.

—Sí —digo con una voz que es apenas un murmullo—. ¿Os alegráis de eso?

Sé que se alegra, pero siempre resulta agradable oír las palabras pronunciadas en voz alta.

—¿Que si me alegro? —Echa la cabeza hacia atrás y se ríe, dejando a la vista la espléndida columna de su cuello; necesito toda mi fuerza de voluntad para no besarla—. ¿Os muestro la magnitud de mi agradecimiento?

Vuelve a besarme, al principio juguetón, con una serie de leves besos y mordisqueos, pero luego el beso se hace más profundo, mucho más profundo. Sin embargo, aunque trato de responder con el fervor habitual, falta algo. Y él también lo percibe.

—¿Qué ha sucedido desde la última vez que nos vimos? Os encuentro distinta. ¿Ha ocurrido algo que haya cambiado vuestros sentimientos hacia mí?

Me obligo a desviar la mirada. Me obligo a respirar, a hablar. Pero el discurso que he ensayado mientras venía hacia aquí se me escapa de pronto.

—Adelina, os ruego que me respondáis: ¿ya no me amáis?

—¡No! ¡Claro que no! ¡No es nada de eso! ¿Cómo podéis decir siquiera semejante cosa?

—Entonces, ¿qué? ¿Qué terrible acontecimiento os lleva a rechazarme?

Reúno las palabras, me esfuerzo por trasladarlas de mi mente a mis labios, pero no puedo hacerlo. No puedo decir lo que tengo que decir. Así que, como una cobarde, una palabra que nunca se ha utilizado para describirme, miro hacia el suelo.

—¿Es Rhys? ¿Mi hermano vuelve a molestaros?

Su mandíbula se aprieta y sus ojos empiezan a brillar.

Pero, antes de que la cosa pueda ir a más, me apresuro a negar con la cabeza.

Su hermano Rhys es rubio y de tez clara. Sus evidentes encantos externos enmascaran un interior mucho más oscuro: está dominado por una larga serie de envidias que es incapaz de superar.

Es el segundo en la línea de sucesión al trono, o sea, el segundo en la posibilidad de reinar en el pequeño reino ibérico de su padre, y también en las atenciones de este, y sabe que la muchacha a la que ama, mi consentida prima Esme, está destinada a su hermano, el cual, en opinión de Rhys, nació con todo y no merece nada.

Y si bien he tratado de mirar a Rhys con compasión, aunque solo sea porque tenemos algo en común —a ambos nos niegan la posibilidad de alcanzar la auténtica felicidad, nos alejan del ser amado debido a la política, a las finanzas y a unas tradiciones que apenas entendemos—, mis simpatías no han tardado en verse frustradas por su innegable mezquindad y su abyecta crueldad hacia mí.

Como si fuese obra mía. Como si fuese culpa mía que Alrik esté prometido con la mujer a la que Rhys ama.

Como si yo no quisiera cambiar eso si pudiera.

Como si yo no quisiera invertir, alterar el orden de nacimiento, para que yo pudiese vivir feliz con Alrik y él pudiese vivir feliz con Esme, y todos pudiésemos vivir felices y comer perdices, a ser posible muy lejos los unos de los otros.

Pero desgraciadamente eso no va a pasar.

Para empezar, Esme no siente interés alguno por Rhys. Ama a Alrik. Está deseando casarse.

Además, a veces, cuando me esfuerzo por mostrarme lógica y razonable, me recuerdo a mí misma que, si bien estoy segura de que Alrik me ama, me ama tal como yo le amo a él, no acabo de creerle cuando afirma no sentir interés alguno por la corona.

Es su derecho de nacimiento. Como hijo primogénito, como heredero de su padre, ha estado destinado al trono desde que llegó al mundo. Volver la espalda a todo eso… bueno, parece un sacrilegio.

—Adelina, por favor, no pongáis esa cara tan triste. —Alrik recorre mi rostro con sus labios, desesperado por alegrar mi humor ensombrecido—. Resulta que tengo la más maravillosa sorpresa para vos.

Bajo la mirada, asegurándome a mí misma que puedo hacerlo. Que estoy verdaderamente preparada para seguir con mi idea. Luego lo miro a los ojos y digo:

—Y yo tengo otra para vos.

Inspiro hondo y hago acopio de fuerzas. La virtud no es algo que se regale con facilidad, sin estar casada o contar al menos con la promesa del matrimonio. Y si se supiera, bueno, no tengo duda alguna de que mi reputación quedaría destruida. Sin embargo, no me importa. No me importan las normas y convencionalismos que tienen que ver con la cabeza e ignoran rotundamente el corazón.

No puedo preocuparme por un futuro que ni siquiera puedo ver, y mucho menos imaginar.

Lo único que sé con certeza es que Alrik se casará con Esme y que, con el tiempo, alguien se casará conmigo. Ha habido ofertas. Ofertas serias. Pero al menos por ahora me niego a considerarlas, por más que mis padres puedan rogar y suplicar. Aunque estoy segura de que algún día yaceré con mi marido en nuestro lecho de matrimonio, aunque estoy segura de que será un hombre bueno y amable con grandes cualidades, en el fondo sé que nunca le amaré tal como amo a Alrik.

La clase de amor que compartimos solo llega una vez en la vida, y para algunos ni siquiera eso.

Y solo por esta razón estoy dispuesta a arriesgarlo todo.

Aunque no haga nada más con esta vida en la que me encuentro, quiero experimentar el amor en su forma absoluta, más profunda y más auténtica. De lo contrario, no veo qué sentido tiene seguir.

—Vos primero —dice él, cogiéndome de la mano con los ojos brillantes de ilusión.

Levanto la barbilla, levanto los brazos para rodearle. Mis manos le abrazan el cuello, y clavo la mirada en sus ojos oscuros cuando digo:

—He decidido que estoy preparada y dispuesta… a ser vuestra.

Frunce el ceño. Al principio no acaba de entender el significado que hay detrás de mis palabras. Sin embargo, no tarda en caer en la cuenta, y su reacción no es la que yo esperaba. Aunque he ensayado muchas veces esta situación en mi mente, ni una sola vez imaginé que él reaccionaría con una carcajada incontrolada. Una carcajada profunda y jovial. Tan profunda y jovial que temo que alguien la oiga y nos encuentre solos aquí dentro.

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