Doña Perfecta (21 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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Concluida la confesión, don Inocencio preguntó a la desdichada:

—¿Estás segura de que el que entró y salió era el señor Pinzón?

La reo no contestó nada, y sus facciones indicaban gran perplejidad. La señora se puso verde de ira.

—¿Tú le viste la cara?

—Pero ¿quién podría ser sino él? — repuso la doncella — . Yo tengo la seguridad de que él era. Fue derecho a su cuarto... conocía muy bien el camino.

Es raro —dijo el canónigo—. Viviendo en la casa no necesitaba emplear tales tapujos... Podía haber pretextado una enfermedad y quedarse... ¿No es verdad, señora?

—Librada —exclamó esta con exaltación de ira—, te juro por Dios crucificado que irás a presidio.

Después cruzó las manos; clavóse los dedos de la una en la otra con tanta fuerza, que casi se hizo sangre.

—Señor don Inocencio —exclamó — . Muramos... no hay más remedio que morir.

Después rompió a llorar desconsoladamente.

—Valor, señora mía —dijo el clérigo con acento patético—. Mucho valor... Ahora es preciso tenerlo grande. Esto requiere serenidad y gran corazón.

—El mío es inmenso —dijo entre sollozos la de Polentinos.

—El mío es pequeñito... —dijo el canónigo—, pero allá veremos.

Capítulo XXIV - La confesión

E
ntretanto Rosario, con el corazón hecho pedazos, sin poder llorar, sin poder tener calma ni sosiego, traspasada por el frío acero de un dolor inmenso, con la mente pasando en veloz carrera del mundo a Dios y de Dios al mundo, aturdida y medio loca, estaba a altas horas de la noche en su cuarto, puesta de hinojos, cruzadas las manos, con los pies desnudos sobre el suelo, la ardiente sien apoyada en el borde del lecho, a oscuras, a solas, en silencio.

Cuidaba de no hacer el menor ruido, para no llamar la atención de su mamá, que dormía o aparentaba dormir en la habitación inmediata. Elevó al cielo su exaltado pensamiento en esta forma:

—Señor, Dios mío, ¿por qué antes no sabía mentir, y ahora sé? ¿Por qué antes no sabía disimular y ahora disimulo? ¿Soy una mujer infame?... Esto que siento y que a mí me pasa es la caída de las que no vuelven a levantarse... ¿He dejado de ser buena y honrada?... Yo no me conozco. ¿Soy yo misma o es otra la que está en este sitio?... ¡Qué de terribles cosas en tan pocos días! ¡Cuántas sensaciones diversas! ¡Mi corazón está consumido de tanto sentir!... Señor, Dios mío, ¿oyes mi voz, o estoy condenada a rezar eternamente sin ser oída?... Yo soy buena, nadie me convencerá de que no soy buena. Amar, amar muchísimo, ¿es acaso maldad?... Pero no... esto es una ilusión, un engaño. Soy más mala que las peores mujeres de la tierra. Dentro de mí una gran culebra me muerde y me envenena el corazón... ¿Qué es esto que siento? ¿Por qué no me matas, Dios mío? ¿Por qué no me hundes para siempre en el infierno?... Es espantoso, pero lo confieso, lo confieso a solas a Dios, que me oye, y lo confesaré ante el sacerdote. Aborrezco a mi madre. ¿En qué consiste esto? No puedo explicármelo. Él no me ha dicho una palabra en contra de mi madre. Yo no sé cómo ha venido esto... ¡Qué mala soy! Los demonios se han apoderado de mí. Señor, ven en mi auxilio, porque no puedo con mis propias fuerzas vencerme... Un impulso terrible me arroja de esta casa. Quiero huir, quiero correr fuera de aquí. Si él no me lleva, me iré tras él arrastrándome por los caminos... ¿Qué divina alegría es esta que dentro de mi pecho se confunde con tan amarga pena?... Señor, Dios y padre mío, ilumíname. Quiero amar tan sólo. Yo no nací para este rencor que me está devorando. Yo no nací para disimular, ni para mentir, ni para engañar. Mañana saldré a la calle, gritaré en medio deella, y a todo el que pase le diré:
amo, aborrezco...
Mi corazón se desahogará de esta manera... ¡Qué dicha sería poder conciliarlo todo, amar y respetar a todo el mundo! La Virgen Santísima me favorezca... Otra vez la idea terrible. No lo quiero pensar, y lo pienso. No lo quiero sentir, y lo siento. ¡Ah!, no puedo engañarme sobre este particular. No puedo ni destruirlo ni atenuarlo... pero puedo confesarlo y lo confieso, diciéndote: Señor, que aborrezco a mi madre.

Al fin se aletargó. En su inseguro sueño la imaginación le reproducía todo lo que había hecho aquella noche, desfigurándolo sin alterarlo en su esencia. Oía el reloj de la catedral dando las nueve; veía con júbilo a la criada anciana durmiendo con beatífico sueño, y salía del cuarto muy despacito para no hacer ruido; bajaba la escalera tan suavemente, que no movía un pie hasta no estar segura de poder evitar el más ligero ruido. Salía a la huerta, dando una vuelta por el cuarto de las criadas y la cocina; en la huerta deteníase un momento para mirar al cielo, que estaba tachonado de estrellas. El viento callaba. Ningún ruido interrumpía el hondo sosiego de la noche. Parecía existir en ella una atención fija y silenciosa, propia de ojos que miran sin pestañear y oídos que acechan en la expectativa de un gran suceso... La noche observaba.

Acercábase después a la puerta-vidriera del comedor, y miraba con cautela a cierta distancia, temiendo que la vieran los de dentro. A la luz de la lámpara del comedor veía a su madre de espaldas. El Penitenciario estaba a la derecha y su perfil se descomponía de un modo extraño; crecíale la nariz, asemejándose al pico de un ave inverosímil, y toda su figura se tornaba en una recortada sombra negra y espesa, con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y delgada. Enfrente estaba Caballuco, más semejante a un dragón que a un hombre. Rosario veía sus ojos verdes, como dos grandes linternas de convexos cristales. Aquel fulgor y la imponente figura del animal le infundían miedo. El tío Licurgo y los otros tres se le presentaban como figuritas grotescas. Ella había visto en alguna parte, sin duda en los muñecos de barro de las ferias, aquel reír estúpido, aquellos semblantes toscos y aquel mirar lelo. El dragón agitaba sus brazos; que en vez de accionar, daban vueltas como aspas de molino, y revolvía los globos verdes, tan semejantes a los fanales de una farmacia, de un lado para otro. Su mirar cegaba... La conversación parecía interesante. El Penitenciario agitaba las alas. Era una presumida avecilla que quería volar y no podía. Su pico se alargaba y se retorcía. Erizábansele las plumas con síntomas de furor, y después, recogiéndose y aplacándose, escondía la pelada cabeza bajo el ala. Luego, las figurillas de barro se agitaban queriendo ser personas, y Frasquito González se empeñaba en pasar por hombre.

Rosario sentía pavor inexplicable en presencia de aquel amistoso concurso. Alejábase de la vidriera y seguía adelante paso a paso, mirando a todos lados por si era observada. Sin ver a nadie, creía que un millón de ojos se fijaban en ella... Pero sus temores y su vergüenza disipábanse de improviso. En la ventana del cuarto donde habitaba el señor Pinzón aparecía un hombre azul; brillaban en su cuerpo los botones como sartas de lucecillas. Ella se acercaba. En el mismo instante sentía que unos brazos con galones la suspendían como una pluma, metiéndola con rápido movimiento dentro de la pieza. Todo cambiaba. De súbito, sonó un estampido, un golpe seco que estremeció la casa en sus cimientos. Ni uno ni otro supieron la causa de tal estrépito. Temblaban y callaban.

Era el momento en que el dragón había roto la mesa del comedor.

Capítulo XXV - Sucesos imprevistos. Pasajero desconcierto

L
a escena cambia. Ved una estancia hermosa, clara, humilde, alegre, cómoda y de un aseo sorprendente. Fina estera de junco cubre el piso, y las blancas paredes se adornan con hermosas estampas de santos y algunas esculturas de dudoso valor artístico. La antigua caoba de los muebles brilla lustrada por los frotamientos del sábado, y el altar donde una pomposa Virgen de azul y plata vestida recibe doméstico culto, se cubre de mil graciosas chucherías, mitad sacras mitad profanas. Hay además cuadritos de mostacilla, pilas de aguabendita, una relojera con
Agnus Dei,
una rizada palma de Domingo de Ramos, y no pocos floreros de inodoras flores de trapo. Enorme estante de roble contiene una rica y escogida biblioteca, y allí está Horacio el epicúreo y sibarita junto con el tierno Virgilio, en cuyos versos se ve palpitar y derretirse el corazón de la inflamada Dido; Ovidio el narigudo, tan sublime como obsceno y adulador, junto con Marcial el tunante lenguaraz y conceptista; Tibulo el apasionado, con Cicerón el grande; el severo Tito Livio, con el terrible Tácito, verdugo de los Césares; Lucrecio el panteísta; Juvenal, que con la pluma desollaba; Plauto, el que imaginó las mejores comedias de la antigüedad dando vueltas a la rueda de un molino; Séneca el filósofo, de quien se dijo que el mejor acto de su vida fue su muerte; Quintiliano el retórico; Salustio el pícaro, que tan bien habla de la virtud; ambos Plinios, Suetonio y Varrón, en una palabra, todas las letras latinas, desde que balbucieron su primera palabra con Livio Andrónico, hasta que exhalaron su postrer suspiro con Ruttilio.

Pero haciendo esta inútil, aunque rápida enumeración, no hemos observado que dos mujeres han entrado en el cuarto. Es muy temprano, pero en Orbajosa se madruga mucho. Los pajaritos cantan que se las pelan en sus jaulas; tocan a misa las campanas de las iglesias, y hacen sonar sus alegres esquilas las cabras que van a dejarse ordeñar a las puertas de las casas.

Las dos señoras que vemos en la habitación descrita vienen de oír su misa. Visten de negro, y cada cual trae en la mano derecha su librito de devoción y el rosario envuelto en los dedos.

—Tu tío no puede tardar ya —dijo una de ellas—, le dejamos empezando la misa; pero él despacha pronto, y a estas horas estará en la sacristía quitándose la casulla. Yo me hubiera quedado a oírle la misa, pero hoy es día de mucha fatiga para mí.

—Yo no he oído hoy más que la del señor magistral —dijo la otra—, la del señor magistral, que las dice en un suspiro, y aun creo que no me ha sido de provecho, porque estaba muy preocupada, sin poder apartar el entendimiento de estas cosas terribles que nos pasan.

—¡Cómo ha de ser!... Es preciso tener paciencia... Veremos lo que nos aconseja tu tío.

—¡Ay! —exclamó la segunda, exhalando un hondo suspiro — . Yo tengo la sangre abrasada.

—Dios nos amparará.

—¡Pensar que una persona como usted, una señora como usted se ve amenazada por un...! Y él sigue en sus trece... Anoche, señora doña Perfecta, conforme usted me lo mandó, volví a la posada de la viuda del Cuzco, y he pedido nuevos informes. El don Pepito y el brigadier Batalla están siempre juntos conferenciando... ¡ay Jesús Dios y Señor mío!... conferenciando sobre sus infernales planes y despachando botellas de vino. Son dos perdidos, dos borrachos... Sin duda discurren alguna maldad muy grande... Como me intereso tanto por usted, anoche, estando yo en la posada, vi salir al don Pepito, y le seguí...

—¿Y a dónde fue?

—Al Casino, sí señora, al Casino —repuso la otra turbándose ligeramente—. Después volvió a su casa. ¡Ay!, cuánto me reprendió mi tío por haber estado hasta muy tarde ocupada en este espionaje... pero no lo puedo remediar... ¡Jesús Divino, ampárame! No lo puedo remediar, y mirando a una persona como usted en trances tan peligrosos, me vuelvo loca... Nada, nada, señora, estoy viendo que a lo mejor esos tunantes asaltan la casa y nos llevan a Rosarito...

Doña Perfecta, pues era ella, fijando la vista en el suelo, meditó largo rato. Estaba pálida y ceñuda.

—Pues no veo el modo de impedirlo —indicó al fin.

—Yo sí le veo —dijo vivamente la otra, que era la sobrina del Penitenciario y madre de Jacinto—. Veo un medio muy sencillo, el que he manifestado a usted y no le gusta. ¡Ah!, señora mía, usted es demasiado buena. En ocasiones como esta, conviene ser un poco menos perfecta... dejar a un ladito los escrúpulos. Pues qué, ¿se va a ofender Dios por eso?

—María Remedios —dijo la señora con altanería —, no digas desatinos.

—¡Desatinos!... Usted, con sus sabidurías, no podrá ponerle las peras a cuarto al sobrinejo. ¿Qué cosa más sencilla que la que yo propongo? Puesto que ahora no hay justicia que nos ampare, hagamos nosotros la gran justiciada. ¿No hay en casa de usted hombres que sirvan para cualquier cosa? Pues llamarles y decirles: «Mira Caballuco, Pasolargo, o quien sea, esta noche te tapujas bien, de modo que no seas conocido; llevas contigo a un amiguito de confianza y te pones detrás de la esquina de la calle de la Santa Faz. Aguardáis un rato, y cuando don José Rey pase por la calle de la Tripería para ir al Casino, porque de seguro irá al Casino, ¿entendéis bien?, cuando pase, ¡le salís al encuentro de repente y le dais un susto!...».

—María Remedios, no seas tonta —indicó con magistral dignidad la señora.

—Nada más que un susto, señora; atienda usted bien a lo que digo: un susto. Pues qué, ¿había yo de aconsejar un crimen?... ¡Jesús Padre y Redentor mío! Sólo la idea me llena de horror y parece que veo señales de sangre y fuego delante de mis ojos. Nada de eso, señora mía... Un susto, y nada más que un susto, por lo cual comprenda ese bergante que estamos bien defendidas. Él va solo al Casino, señora, enteramente solo, y allí se junta con sus amigotes, los del sable y morrioncete. Figúrese usted que recibe el susto, y que además le quedan algunos huesos quebrantados, sin nada de heridas graves, se entiende... pues en tal caso, o se acobarda y huye de Orbajosa, o se tiene que meter en la cama por quince días. Eso sí, hay que recomendarles que el susto sea bueno. Nada de matar... cuidadito con eso; pero sentar bien la mano.

—María Remedios —dijo doña Perfecta con altanería — , tú eres incapaz de una idea elevada, de una resolución grande y salvadora. Eso que me aconsejas es una indignidad cobarde.

—Bueno, pues me callo... ¡Ay de mí, qué tonta soy! —refunfuñó con humildad la sobrina del Penitenciario — . Me guardaré mis tonterías para consolarla a usted después que haya perdido a su hija.

—¡Mi hija!... ¡perder a mi hija!... —exclamó la señora con súbito arrebato de ira — . Sólo oírlo me vuelve loca. No, no me la quitarán. Si Rosario no aborrece a ese perdido, como yo deseo, le aborrecerá. De algo sirve la autoridad de una madre... Le arrancaremos su pasión, mejor dicho, su capricho, como se arranca una hierba tierna que aún no ha tenido tiempo de echar raíces... No, esto no puede ser, Remedios. ¡Pase lo que pase, no será! No le valen a ese loco ni los medios más infames. Antes que verla esposa de mi sobrino, acepto cuanto de malo pueda pasarle, incluso la muerte.

—Antes muerta, antes enterrada y hecha alimento de gusanos —afirmó Remedios cruzando las manos, como quien dice una plegaria—, que verla en poder de... ¡Ay!, señora, no se ofenda usted si le digo una cosa, y es que sería gran debilidad ceder porque Rosarito haya tenido algunas entrevistas secretas con ese atrevido. El caso de anteanoche según lo contó mi tío, me parece una treta infame de Don José para conseguir su objeto por medio del escándalo. Muchos hacen esto... ¡Ay Jesús Divino, no sé cómo hay quien le mire la cara a un hombre no siendo sacerdote!

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