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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (12 page)

BOOK: Dormir al sol
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No vaya a creer que me hablaba en broma.

Pensé que el doctor Reger Samaniego tuvo razón de prevenirme contra la tentación de empujar de nuevo a Diana a sus manías. Aunque la tentación no partía de mí, yo debía estar alerta para no ceder a los comentarios intencionados de la gente que me rodeaba. La recomendación del médico, que grabé en la memoria, en ese momento se me presentó como un verdadero apoyo.

—Decime francamente —le pregunté a Ceferina— ¿vos no creés que se te va la mano con mi señora? Te ensañás demasiado.

—No me ensaño con tu señora.

Lo que hay que oír. Acto continuo, Ceferina se encerró en una de esas lunas que le son tan propias.

Por su, parte Diana empezó un verdadero trabajo de paciencia para que la familia volviera a visitarnos. No lo va a creer: Adriana María le contestó que no tenía ninguna obligación de aguantarme, porque no estaba casada conmigo, y que si Diana quería verla, nadie le iba a cerrar la puerta en la casa de su padre.

Don Martín se dejó convencer, atraído seguramente por la promesa de un almuerzo preparado por Diana. ¿Cómo iba a sospechar el pobre, que ahora, en casa, cocinaba Ceferina? Vino al otro día. Según Diana, el viejo y yo nos miramos con tanta desconfianza y hosquedad que ella se preguntó si por impaciencia no había arruinado toda posibilidad de reconciliación. En este punto debo reconocer que mi señora, en el Frenopático, debió de aprender a disimular el estado de ánimo —lo que puede ser útil— porque, lejos de manifestar ansiedad, echó a reír y dijo en un tono irresistiblemente cariñoso:

—Parecen dos perros que no se deciden por jugar o pelear. Papá, tenés que perdonarlo, porque lo hizo por mi bien.

Don Martín no cedía, pero finalmente dijo:

—Lo perdono si promete que nunca más volverá a encerrarte.

—No va a ser necesario —afirmó Diana con la mayor convicción.

Abrazando efusivamente a don Martín, repetí:

—Lo prometo, lo prometo.

A pesar de su carácter desconfiado y frío, don Martín no pudo menos que notar mi sinceridad. Pasamos al comedor. La comida le deparó una desilusión considerable, pero cuando temíamos lo peor, reclamó mis pantuflas y respiramos aliviados. Concluimos la noche brindando con sidra. La vieja Ceferina, que aparecía de vez en cuando y nos miraba con desprecio, estropeó un poco, por lo menos para mí, esos momentos de expansión familiar.

38

Tan ocupados estábamos en las simples ocurrencias de la vida diaria —mejor dicho, en la felicidad de encontramos juntos— que le juro que se me pasó por alto el 17, que es el aniversario del casamiento. Una noche, después de comer, no sé cómo recordé la fecha y ahí mismo junté valor y confesé el olvido. El coraje, de vez en cuando, recibe su recompensa. ¿A que no sabe qué me contestó Diana?

—Yo también lo olvidé. Si uno se quiere, todos los días son iguales.

—Igualmente importantes —dije, vocalizando con lentitud y satisfacción.

La miré a Ceferina: estaba con la boca abierta. Al rato Diana se fue a la cama. Yo le pregunté a la vieja:

—¿Qué te parece?

—Que habla como una maestrita.

—No seas mala. Yo creo que antes me hubiera hecho una escena.

—Es probable —dijo, apretando los labios.

—No me vas a negar que del Frenopático ha vuelto cambiada.

La vieja sonrió de su manera más desagradable y se fue.

A mí siempre me quedará el consuelo de pensar que a través de las alternativas de estos últimos tiempos me sentí invariablemente unido a Diana.

39

El sábado me pregunté con algún resquemor si Diana de repente me pediría que la llevara a la plaza Irlanda. A la hora de la siesta, cuando menos lo esperaba, hizo el pedido, que oí con un sentimiento bastante cercano a la tristeza. Me avine, desde luego, a su voluntad y al atardecer llegamos a la plaza, que recorrimos durante unos cuarenta minutos, en silencio.

Indudablemente Reger sabía de qué hablaba cuando me indicó la necesidad de resistirme contra la tentación de empujar a Diana a su antigua manera de ser. Como sugiriendo algo tremendo y con cualquier motivo, Ceferina sabía decirme: «¿Vos creés que hicieron un buen trabajo en el Frenopático? No estoy segura de que la prefiera cambiada». En otros tiempos, cuando mi señora tenía mal genio y era algo paseandera, el ensañamiento de la vieja me molestaba; ahora me parecía por demás injusto. Ese mismo sábado la enfrenté sin miramientos y le dije lo que pensaba.

—Vamos a hacer una prueba —contestó.

Empuñó el teléfono y marcó un número. Yo la miraba sin entender, hasta que la indignación me llevó a protestar airadamente. No era para menos. La vieja llamaba a Adriana María y de mi parte la invitaba para que viniera a almorzar el domingo, con Martincito y con el chiquilín de los vecinos.

—¿Cómo voy a invitar a una mujer que me ha insultado y calumniado sin ningún motivo?

No hizo caso. Como si el que protestara fuera un chico o un loco en tono severo agregó una recomendación:

—Ni por descuido le hables a tu mujercita del almuerzo de mañana.

Sin dejarme arredrar, contesté:

—Y por tu lado llamá a la familia y deciles que el convite quedó en nada.

Fui terminante porque me sentía seguro de mis razones.

Preguntó:

—¿Se puede saber por qué?

—¿Cómo por qué? Vos ya ni te acordás de la fecha en que vivís.

—Tenés razón —dijo—. Mañana es 23 y pasado Navidad.

—Vale decir que por un capricho tuyo vamos a cargar con la familia dos días seguidos.

—Habrá que aguantar el chubasco —dijo—. Ya no podemos da marcha atrás.

También Ceferina fue terminante. Para mis adentros convine que no podíamos dar marcha atrás, pero el programa de pasar el domingo y la noche del lunes con la familia me pareció igualmente imposible.

A la noche, mientras buscaba el sueño, hice un descubrimiento que me sobresaltó. Me dije que mi desconfianza por los médicos era injusta, que las recomendaciones de Reger resultaron atinadas y que yo no volvería a dudar de su buena intención. No había concluido e pensamiento cuando me retorcí como quien siente una puntada. Más dormida que despierta, Diana preguntó:

—¿Te pasa algo?

—Nada —contesté.

No podía explicarle que en ese momento había descubierto que la cara pálida que me espiaba la otra noche desde la ventanita del taller era la de Reger Samaniego.

40

Al otro día, a la mañana, Diana me preguntó cómo había dormido. Le dije que había pasado la noche en vela.

—Vas a dormir esta noche —aseguró.

La miré, pensé que era más linda y ahora más buena que nadie y decidí no hacer caso a la gente de afuera. «Ceferina siempre inventa motivos de inquietud" me dije. "Si viviéramos solos, Diana y yo seríamos felices». Al rato nos levantamos y fuimos a matear. Con una vocecita dulzona, que me puso en guardia, Ceferina le habló a mi señora:

—Como es domingo invité a tu padre y a tu hermana. Van a traer al chico. ¿Por qué no te hacés ver y prepararás para el almuerzo tus famosos pastelitos de choclo?

Notablemente deprimida, Diana protestó:

—Hoy no tengo ganas de cocinar.

Me acuerdo que pensé: una prueba irrefutable de cómo Ceferina la perturba. La vieja insistió:

—Hay que celebrar la reconciliación.

—No hay que darle demasiada importancia.

Siguieron el debate, en tono amistoso, hasta que la vieja se ladeó y dijo intencionadamente:

—Acordate que para vos todos los días son de aniversario.

Créame, Diana parecía una pobre colegiala a quien la maestra llamaba al frente para tomarle una lección que no sabía. En medio de su confusión, tuvo una ocurrencia que nos hizo reír.

—¿Venís, Lucho? —me dijo—. Vamos a comprar la masa y una latita de choclo.

No me va a negar que la ocurrencia tenía gracia, particularmente en boca de una cocinera que pone tanto escrúpulo y amor propio en los platos que prepara. ¿Qué pasaba? El ama de casa que siempre exigió del verdulero los choclos más frescos ¿ahora se avenía a comprarlos en lata? Todavía algo más increíble: una cocinera, tan orgullosa de la liviandad y del sello inconfundible que según es fama lograba en pasteles, empanadas y demás repostería ¿iba a comprar la masa en la fábrica de pastas?

41

Muy segura de sí, la vieja ordenó a mi señora:

—Armate de papel y lápiz.

Diana acató la orden y, con una docilidad que usted se hacía cruces, tomó al dictado la lista de lo que traeríamos. Yo me dije que a su debido tiempo, cuando el recuerdo de la internación no la afectara, le preguntaría a Diana cómo se las ingeniaron en el Frenopático para doblegarle el carácter.

Antes de salir, le recomendé a la vieja:

—Ojo con la perra. No sea que la roben.

—Mientras esté conmigo, no la van a robar —contestó—. ¿0 qué te creés? Cada cual defiende lo que quiere —agregó mirándome en los ojos, como si yo fuera a entenderla. Yo no entendía nada.

Comentamos con mi señora que la perra había conquistado el cariño de todo el mundo. Cuando llegamos al almacén de la esquina de Acha, apareció Picardo. El pobre infeliz, que estaba paquetísimo, pasó de largo sin saludar.

—¿Qué le dio a ése? —pregunté.

—¿A quién?

—A Picardo. No me saludó.

Fuimos después al mercadito. Al verla a Diana tildando escrupulosamente la lista que le dictaron, no pude menos que preguntarme si la vieja le había echado el mal de ojo. Recordé entonces las recomendaciones del médico y nuevamente reconocí que fue previsor.

Desembocamos en el pasaje y en la otra punta, en el jardín, divisé a la vieja frente a la puerta. Cuando nos arrimamos, levantó los brazos en alto y anunció:

—Vino a verte Aldini para decir que a Elvira la encerraron en el Frenopático.

Atiné a exclamar:

—No puede ser.

Con los ojos entrecerrados, Ceferina miró a Diana y comentó:

—Ya veremos cómo se la devuelven.

Yo seguía tan perturbado que no pronunciaba palabra. Dije por fin:

—Me voy a lo de Aldini.

Diana se me abrazó y murmuró en mi oído:

—No te vayas. No quiero estar sola con esta bruja.

—Voy y vuelvo —expliqué.

—Llevame.

—No puedo. Verdaderamente triste, o asustada, me pidió:

—No tardés.

42

Aldini estaba en el patio, sentado en la punta de un largo banquito de pinotea, con el mate en la mano, la pava al lado y Malandrín a los pies. Cuando me vio levantó como pudo un brazo, lentamente lo movió en derredor y dijo:

—Perdoná el desorden. Este patio es la pantomima acuática. Sin la señora en casa, el hombre vive como un verdadero chancho. Con decirte que Malandrín, lo que nunca, ensucia adentro.

Pregunté:

—¿Qué pasó?

—¿Qué querés que pase? —contestó—. El desorden y la mugre se acumulan. Sentate.

Me senté en la otra punta del banquito. El Rengo, que por lo general despliega una inteligencia muy superior a la mía, esa mañana se mostraba notablemente disminuido. Será lo que dice don Martín, que la tristeza apoca el cerebro. Levanté la voz para que entendiera.

—Te pregunto qué pasó con Elvira.

—¿Qué querés? —contestó—. Hubo que encerrarla. Trabajosamente me alargó el mate. Medité mientras chupaba y después me atreví a preguntar:

—¿No se habrán cebado con nuestras señoras?

—¿Cebado…? —repitió mirando fijamente la espuma.

Aclaré con una vocecita, entre irónica y satisfecha, que yo mismo reputé desagradable.

—A lo mejor, che, nos tienen de clientes.

Tal vez con injusticia olvidaba la grata sorpresa que me deparó, en su momento, la cuenta del Frenopático y recaía en mi vieja tirria contra el doctor.

—No, no —protestó Aldini, para agregar con tristeza—: últimamente la pobre Elvira estaba muy cambiada.

Ahora me tocaba a mí el turno de esforzarme por entender.

—¿Muy cambiada? —repetí.

—No sé qué tenía. No era la misma —dijo.

Mientras tanto yo chupaba un amargo y recapacitaba.

—¿Por qué no me llamaste? —pregunté.

—No te vi. Salís poco desde que volvió Diana y siempre con ella. Si por fin has encontrado lo que se llama la felicidad, no soy yo el que va a arruinártela con tristezas.

—Ya te la devolverán a Elvira —le dije.

—Va para largo.

—Yo también conocí una espera interminable, pero un día me la devolvieron.

—¿Cambiada? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Cambiada para bien?

En tono firme repuse:

—Cambiada.

—Ojalá que yo tenga la misma suerte.

—Vas a tenerla.

Se veía que el pobre Aldini estaba demasiado triste para que lo animaran con palabras, por atinadas que fueran. Mateamos en silencio, y, como no sabía qué decirle, prolongué desmesuradamente la visita. Por último me levanté:

—Cuando me necesités —le dije—, llámame. Te lo pido en serio. Me miró con ansiedad, como si mi partida lo sorprendiera. Aunque me afligía el remordimiento, porque era innegable que en las últimas semanas lo había olvidado por completo, me fui a casa.

Cómo cambiaron los tiempos. Antes, en el pasaje, usted hacía de cuenta que vivía en el campo; no se oían ni los pájaros. Ese domingo, porque era víspera de Navidad, cuando no esquivaba un buscapié, quedaba sordo por un cohete. Yo no sé qué les ha dado a los chicos del barrio, pero le aseguro que más que festividad esto parece la guerra mundial. La primera víctima es la perra, que de miedo no quiere salir de abajo de la cama.

Mi señora no estaba en la cocina. Antes que preguntara por ella, Ceferina me dijo:

—No embocaba una, así que la mandé a vestirse.

Volví a pensar en Aldini. Le dije:

—No me vas a creer. Si en la última semana me acordé una vez del Rengo, es mucho.

—El amor y la amistad no congenian —sentenció la vieja—. Cuando uno está en auge, la otra decae.

Después dice que Diana habla como una maestrita. Para no empezar una nueva pelea, enderecé a la puerta.

—¿Te vas? —preguntó.

—A vestirme —contesté.

Hay gente que siempre tiene a mano su reserva de irritación. ¿A que no sabe cuál fue el comentario de Ceferina?

—El señor se enoja porque le invito a la cuñada, pero cuando viene le presume.

Me aguanté por segunda vez. A mis espaldas, la vieja murmuró bien alto:

—Los hombres son como perros.

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