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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (14 page)

BOOK: El águila de plata
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Novius adelantó la pierna izquierda e hincó un dedo en las marcas brillantes que tenía a ambos lados de la musculosa pantorrilla. La longitud y amplitud indicaban que seguramente eran de lanza.

—No tengo ni idea de quién me hizo esto —alardeó—. Ni siquiera noté cómo se me clavaba la hoja.

Su comentario fue acogido con una risotada. Todos tenían cicatrices del tiempo que habían pasado en el ejército.

—Fue hace mucho tiempo —dijo Romulus a la defensiva, sabiendo que la respuesta sonaba vacua.

La respuesta de Caius fue inmediata:

—No eres más que un muchacho. No has hecho campaña en una docena de guerras ni te has pasado media vida en las legiones.

—Como nosotros —gruñó Optatus—. Y recordamos cada corte de espada como si hubiera sido ayer.

Romulus se sonrojó, incapaz de mencionar sus dos años como
secutor
. La agonía que le supuso el puñal de Lentulus hundiéndosele en el muslo derecho le resultaba tan vivida, ahora como cuando había ocurrido. Pero no podía mencionarlo. Casi todos los gladiadores eran esclavos, criminales o prisioneros de guerra; eran la escoria de la sociedad.

—Dicen que, por un determinado precio, hay hombres que cortan una marca y te cosen —dijo Caius maliciosamente—. Te libran de la prueba.

Novius frunció el ceño.

Optatus se hinchó de indignación:

—¿Has ido a uno de ésos, verdad?

—¡Claro que no! —fanfarroneó Romulus—. Los esclavos no pueden entrar en el ejército.

—So pena de muerte —añadió Novius con una mirada lasciva.

Caius cruzó el umbral.

—¿De dónde decías que eras? —preguntó.

—De la Galia Transalpina. —A Romulus no le gustaba el cariz que estaba tomando la situación. Se puso de pie y se preguntó dónde andaría Brennus—. ¿Y eso qué más os da?

—Servimos allí tres años —dijo Novius con los ojos entrecerrados—. ¿Verdad que sí, chicos?

Optatus sonrió ampliamente al recordar.

Romulus sintió náuseas. Brennus sí que era originario de esa zona; él era de ciudad por los cuatro costados. La mentira no había sido más que una forma de entrar en el ejército. Por aquel entonces, Bassius, su viejo centurión, se había contentado con reclutar a dos hombres que, obviamente, sabían luchar. No había formulado demasiadas preguntas. A Bassius, lo único que le importaba era la valentía. Luego, como mercenarios del ejército de Craso, no se habían mezclado con los legionarios romanos hasta después de su captura. Y, durante la larga marcha en dirección este, pocos habían formulado preguntas a otros prisioneros. Sobrevivir había sido más importante. Hasta entonces.

—Igual que la mitad del ejército —dijo Romulus con agresividad—. ¿Allí también pillasteis la sífilis?

Novius no respondió a la burla.

—¿Dónde vivías exactamente? —El pequeño legionario malévolo acaparaba la atención de todos.

—En un pueblo, en lo alto de las montañas —repuso Romulus con vaguedad—. Estaba bastante aislado.

Pero aquel interrogatorio parecía no tener fin. Entonces Novius y Optatus entraron, mientras los otros dos bloqueaban la entrada. No podía ir a ningún sitio, aparte de internarse más en los barracones, donde estaría incluso más aislado. El joven soldado tragó saliva y reprimió el impulso de sacar el puñal. En aquel espacio tan reducido, tenía pocas posibilidades contra tres hombres armados con espadas. Su única esperanza era echarle cara al asunto.

—¿Cuál era el pueblo más cercano?

Romulus se estrujó el cerebro con denuedo, intentando recordar si Brennus había mencionado alguna vez un lugar. No se le ocurría nada. Ni siquiera una oración a Mitra seguida de otra a Júpiter cambió nada. Abrió la boca y la volvió a cerrar.

La espada de Novius se deslizó de la vaina cuando se le acercó.

—¿Tampoco te acuerdas de eso? —dijo con voz queda.

—Somos de cerca de Lugdunum —gruñó Brennus desde el pasillo de entrada.

Romulus nunca se había sentido tan aliviado.

—Territorio alóbroge, ¿eh? —preguntó Novius con desprecio.

—Sí. —Brennus entró en la sala y obligó a Caius a retroceder—. Lo era.

Optatus sonrió de oreja a oreja.

—Recuerdo bien esa campaña —señaló—. Vuestros pueblos ardían con facilidad.

—Algunas de las mujeres que violamos no estaban mal —añadió Novius, haciendo el gesto de introducir dos dedos en un aro formado por el pulgar y el índice.

Los demás se rieron burdamente y Romulus sentía cómo la ira y la vergüenza bullían en su interior por su amigo.

El rostro del galo se puso rojo de ira, pero él no reaccionó.

Novius no se daba por vencido.

—Entonces, ¿por qué tenéis acentos distintos? —Hizo un gesto despreciativo hacia Brennus con el pulgar.

Brennus no dejó que Romulus respondiera.

—Porque su padre era un soldado romano, igual que vosotros, pedazos de mierda —espetó—. De ahí su nombre. ¿Contentos?

Ammias, Primitivus y Optatus miraron con furia, incapaces de contestar a eso. Eran abusones más que cabecillas.

—¿Y la marca? —insistió Novius.

—Es de un
gladius
—respondió el galo con cierta reticencia—. El chico apenas podía levantar una espada, pero intentó luchar cuando mamones como vosotros atacaron nuestro poblado. Es normal que no os lo quisiera decir.

Entonces fue Novius quien pareció confundido. Echó rápidamente las cuentas y calculó si la niñez de Romulus podía haber coincidido con la rebelión de los alóbroges nueve años atrás.

Coincidía.

—Fluimos hacia el sur. Trabajamos aquí y allá —continuó Brennus—. Acabamos en el ejército de Craso. Después de que nuestra tribu fuera arrasada, no importaba adónde demonios fuéramos a parar.

Era habitual que los guerreros de las tribus derrotadas buscaran trabajo al servicio de Roma. Íberos, galos, griegos y libios formaban parte del sinfín de nacionalidades del ejército. En aquel entonces, hasta los cartagineses se alistaban en él.

El pequeño legionario se quedó visiblemente decepcionado.

Romulus aprovechó el silencio para acercarse discretamente a Brennus. Uno al lado de otro, resultaban imponentes: el enorme galo musculoso y su joven protegido, algo más bajo pero igual de fornido. Aunque Romulus no tenía más que un puñal, sabrían espabilarse en caso de pelea. La pareja lanzó una mirada feroz a los cinco veteranos.

Novius bajó la espada.

—En las legiones, sólo pueden servir los ciudadanos —dijo con resentimiento—. No gentuza tribal como vosotros dos.

—¡Exacto! —convino Caius.

El hecho de que hubieran servido en una cohorte de mercenarios al mando de Craso no se mencionó. Ni que, supuestamente, Romulus fuera medio italiano. O el hecho de que la Legión Olvidada no fuera una unidad del ejército romana sino parta.

—Eso no tiene nada que ver —contestó Brennus rápidamente—. Aquí todos somos compañeros de lucha. Somos nosotros contra los partos, esos cerdos desgraciados.

Dio la impresión de que sus palabras habían surtido el efecto deseado: los veteranos se disponían a marcharse, con Novius en la retaguardia.

Romulus empezó a relajarse y sonrió abiertamente al galo. Metió la pata.

El pequeño legionario se volvió en la puerta. Brennus le dedicó una mirada maliciosa, pero Novius se mantuvo firme.

—¡Qué raro! —dijo con voz extraña—. ¡Muy raro!

Con cierto desánimo, Romulus vio que Novius observaba la pantorrilla izquierda de Brennus, marcada con una prominente cicatriz de color púrpura.

—¿Qué pasa? —preguntó Caius desde el exterior de los barracones.

—En vez de en el hombro, el gobernador Pomptinus nos hizo marcar a los cautivos en la pantorrilla durante esa campaña.

—Sí, lo recuerdo —fue la respuesta—. ¿Y qué?

Aunque nunca se lo había dicho, Romulus siempre se había preguntado por qué la marca de Brennus era distinta de la de otros esclavos.

—Era para demostrar que le pertenecían sólo a él —alardeó Novius.

—Cuéntame algo que no sepa. —Caius sonó aburrido.

—Este bruto tiene una cicatriz justo donde debería estar la marca —anunció Novius encantado, alzando la espada otra vez—. ¡También es un puto esclavo!

Antes de que pudiera hacer algo más, Brennus lo embistió y empujó al pequeño legionario en el pecho. Novius salió disparado por la puerta y cayó de espaldas. Sus cuatro amigos se dispersaron con expresión alarmada.

—¡Vete a la mierda, hijo de perra! —dijo el galo con los dientes apretados—. ¡O te mataré!

—¡Bazofia! —exclamó Novius con la respiración entrecortada y el rostro contraído por la rabia—. Los dos sois esclavos huidos.

Romulus y Brennus no respondieron.

—Félix probablemente también lo fuera —añadió el pequeño legionario mientras los otros se llevaban la mano a la espada.

—Para eso sólo hay un castigo posible —gruñó Caius.

—La crucifixión —concluyó Optatus.

Primitivus y Ammias, sus compinches, alzaron los
gladii
al unísono ante la perspectiva. Cinco rostros llenos de odio formaron un círculo en el umbral de la puerta.

A Romulus se le hizo un nudo en la garganta. Había presenciado muchas veces la brutalidad con que se llevaba a cabo la ejecución. Era una muerte lenta y agonizante.

—¡Atrévete! —bramó Brennus. Estaba hecho una furia, apostado en la puerta como un toro bravo. Sólo había un hombre capaz de atacarlo en un momento así—. ¿Quién empieza?

Ninguno de los veteranos se movió. No eran imbéciles.

Romulus salió disparado a su habitación y cogió el
scutum
y la espada. No tuvo tiempo de ponerse la cota de malla pero, armado así, se sentía más a la altura de sus enemigos. Cuando regresó a la entrada, Brennus estaba en el interior.

—¡Cabrones! —gruñó—. Se han ido. Por ahora.

—Se lo contarán a todo el mundo —dijo Romulus, esforzándose para no dejarse vencer por el pánico.

A los oficiales partos no les importaba su origen, pero no tendrían buena prensa entre los demás miembros de la centuria. O, ya puestos, el resto de la legión.

—Lo sé.

—¿Qué podemos hacer?

—Poca cosa. —El galo suspiró con fuerza—. Mantenernos alerta. Protegernos mutuamente.

Aquella situación resultaba demasiado familiar. Permanecieron callados unos instantes mientras sopesaban sus opciones.

No tenían ninguna. Huir quedaba descartado: se hallaban en lo más crudo del invierno. De todos modos, ¿adónde iban a ir? Y Tarquinius, el único hombre que podía ayudarles, seguía encarcelado con Pacorus. Estaban solos.

Con aire sombrío, Romulus observó el acero bruñido de su
gladius
. A partir de entonces iba a dormir con él.

Novius tardó poco más de una hora en contar a todos los hombres de su centuria lo ocurrido. No le bastó con eso. El pequeño legionario parecía estar poseído mientras se movía entre los edificios de techo bajo de los barracones relatando el descubrimiento. Caius, Optatus y los demás estaban igual de ocupados. Informar a más de nueve mil hombres llevaba tiempo, pero las habladurías viajaban rápido y al caer la noche Romulus estaba convencido de que su secreto era ya del dominio público.

Lo más difícil de asumir fue la reacción de sus compañeros de barracón. Allí ochenta hombres comían y dormían hombro con hombro, compartiendo equipamiento, comida y piojos. Aunque la unidad se había formado después de Carrhae, existía entre ellos una verdadera camaradería de la que Félix también había formado parte. Lejos de Roma, sólo se tenían los unos a los otros.

Aquella sensación dejó de ser aplicable a Romulus y Brennus.

O a Tarquinius.

Los hombres los metieron a todos en el mismo saco y el altar de Esculapio y Mitra fue desmantelado ese mismo día, y las ofrendas retiradas. ¿Quién iba a rezar por un hombre que tenía a esclavos por amigos? No obstante, cuando los legionarios no tenían nada por lo que rezar, y tampoco nada que esperar, necesitaban algo para llenar el vacío. Desgraciadamente, resultó ser la desconfianza hacia los dos amigos.

De repente, Romulus y Brennus eran los culpables de todas las desgracias.

La crucifixión no era tan probable. Para ganarse ese castigo, Romulus y Brennus tendrían que desobedecer a algún oficial parto. Pero se podía matar a un hombre de muchas otras maneras. Las peleas por nimiedades eran habituales y, teniendo en cuenta que todos los hombres de la Legión Olvidada eran soldados de formación, podían poner fin a su vida con mucha facilidad. Envenenar la comida, lo habitual en Roma, no era tan común como el empleo de armas. Como los hombres bajaban la guardia cuando estaban en las letrinas o en los baños, solían aprovecharse tales ocasiones. Los pasillos estrechos que había entre las hileras de barracones también resultaban peligrosos. En más de una ocasión, Romulus se había encontrado cuerpos llenos de heridas de arma blanca a escasos pasos de su barracón.

Pero el mayor peligro se hallaba en el lugar donde dormían. Ocho hombres compartían un espacio reducido y apretado y, cuando una cuarta parte de ellos sufría ostracismo, la vida resultaba muy complicada. Al enterarse de la noticia, un par de legionarios se habían trasladado al instante a otro
contubernium
en el que sobraban dos plazas. Su expresión de repugnancia había disgustado enormemente a Romulus. Eso dejaba a Gordianus, un veterano medio calvo, y tres soldados a un lado de la habitación, y a los amigos en el otro. Gordianus, que se había erigido en líder, no había dicho gran cosa en respuesta a la revelación de Novius.

Aquello había mantenido callados a sus compañeros, lo cual Romulus agradecía. Era capaz de soportar el resentimiento silencioso. Si bien resultaba poco probable que algún hombre de su propio
contubernium
intentara matarles, no eran de fiar. Al igual que una víbora que se desliza por la hierba, Novius no hacía más que aparecer de repente, murmurando al oído de los soldados y envenenándoles la mente. Al pequeño legionario le había dado por merodear por el pasillo de los barracones y ponerse a escarbarse las uñas con el puñal. Cuando no estaba él allí, Caius u Optatus lo relevaban. Y, aunque ninguno adoptó nunca una actitud claramente violenta, resultaba de lo más desconcertante. Si Romulus y Brennus respondían matando a alguno de sus enemigos, recibirían un castigo muy severo. Y eran demasiados como para arriesgarse a realizar un ataque nocturno. Cortarles el cuello a cinco hombres con discreción era una misión imposible.

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