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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (42 page)

BOOK: El águila de plata
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—¿Y si nos quedamos? —preguntó Romulus.

—Moriremos. Tenéis que elegir —contestó el arúspice, con una expresión inescrutable en sus ojos oscuros—. Pero el camino hacia Roma está allí. Lo vi en el Mitreo.

«¡Mitra ha mantenido la fe en mí!» La pena y la alegría dividían a Romulus. Quería regresar a casa, pero no a ese precio.

Brennus le dio un inmenso empujón:

—Nos vamos. No se hable más.

Casi motu proprio, los pies de Romulus echaron a andar. No sentía nada.

Con gran dificultad, lograron dar media vuelta y abrirse camino entre las filas abarrotadas, haciendo caso omiso de las protestas que seguían. Lo que más le costó a Romulus fue soportar las miradas iracundas de los legionarios.

—¿Adónde vais? —preguntó uno de ellos.

—¡Cobardes! —gritó otro.

—Típico de los putos esclavos —añadió el soldado que estaba a su derecha.

Romulus se sonrojó de vergüenza cuando escuchó el consabido insulto.

Llovieron más insultos antes de que la voz del soldado que más insultaba se ahogase de repente.

La mano derecha de Brennus le apretaba la garganta con fuerza.

—El arúspice nos ha dicho que debemos seguir nuestro destino en la orilla izquierda —gruñó—. ¿Quieres venir con nosotros?

El legionario negó con la cabeza.

Satisfecho, Brennus lo soltó.

Nadie más se atrevió a hablar, y el trío agachó la cabeza y siguió avanzando. Al llegar al extremo de la primera cohorte, fue más fácil desplazarse. Todavía se mantenía un estrecho hueco entre la Primera y la siguiente unidad que permitía maniobrar durante la batalla. Tarquinius lo recorrió como una flecha para alejarse del frente. Los dos amigos lo siguieron. En menos de cien pasos estuvieron fuera de peligro.

Detrás de las cohortes había una pequeña zona abierta. Allí era donde se encontraban las
ballistae.

Y allí también se congregaban Pacorus, Vahram y el resto de las reservas.

Romulus lanzó una mirada cargada de odio al
primus pilus
, que lo miró fijamente.

Sin apenas tiempo para notificar a Pacorus, Vahram fustigó a su caballo para lanzarse al galope.

—¡Tras ellos! —gritó a los guerreros que estaban más cerca—. Un talento para quien me traiga la cabeza de cualquiera de ellos.

La cantidad de oro que había mencionado superaba el salario de toda una vida de un soldado raso. Todo parto que lo oyó respondió lanzándose como loco a la persecución.

Por suerte, en veinte pasos se vieron inmersos en la tumultuosa confusión de hombres y animales que era el flanco izquierdo. Los gritos de los soldados heridos y las órdenes que vociferaban los oficiales se mezclaban con bramidos estruendosos y con el sonido metálico de las armas al chocar. El único detalle que podía discernirse era que las líneas romanas se veían forzadas inexorable e inevitablemente a batirse en retirada. Las cohortes de reserva habían fracasado y los escudos y las espadas podían resistir hasta cierto punto a los iracundos elefantes. Romulus estiró el cuello y vio que los enormes animales estaban casi dentro del alcance de una jabalina. Si no se apresuraban, a ellos también les esperaría el mismo destino que a los legionarios del frente. A juzgar por los alaridos, no era una forma agradable de morir.

Siguieron adelante; de vez en cuando, tuvieron que utilizar los bordes afilados de sus armas para abrirse camino. Romulus ya no sentía ninguna deshonra al hacerlo. La suya era una lucha primigenia por la supervivencia y, desde que Optatus había dado a conocer su condición de esclavos, ninguno de esos hombres había demostrado hacia ellos otro sentimiento que no fuera odio. Los últimos comentarios de los soldados de su propia cohorte lo decían todo. La camaradería de Romulus con la Legión Olvidada estaba muerta. Además, Tarquinius había visto un posible camino a Roma para él. Había llegado el momento de aceptar lo que los dioses le ofrecían.

Poco después llegaron cerca del río. Había una estrecha franja de tierra sin combatientes; el riesgo de caer al agua y ahogarse mantenía a los dos bandos apartados de esa zona.

Romulus empezó a animarse. Los tres seguían sanos y salvos. Con respiración entrecortada, miró detenidamente el agua turbia y turbulenta. Fluía velozmente, ajena al ruido y a la sangre que se derramaba tan sólo a unos pasos de allí. La otra orilla estaba lejos. La corriente arrastraba ramas y otros residuos y demostraba así la inmensa fuerza del río. Cruzarlo no sería una tarea fácil, especialmente con una armadura pesada. Recorrió la orilla con la mirada, aferrado a la posibilidad de divisar una barca.

No había ninguna.

—No queda más remedio que nadar —dijo Tarquinius con una sonrisa—. ¿Os veis capaces?

Romulus y Brennus se miraron con tristeza y asintieron con la cabeza.

Enseguida empezaron a quitarse las cotas de malla. Independientemente de las posibilidades que tuvieran de cruzar el río, aumentarían bastante si se las quitaban.

Tarquinius se arrodilló y metió su mapa y otros valiosos objetos en una vejiga de cerdo. Le había resultado muy útil cuando llegaron a Asia Menor dos años atrás.

Vahram esperó escondido hasta que Romulus y Brennus se quedaron sólo con las túnicas. Espoleado por el odio, el
primus pilus
y su caballo también habían salido ilesos del campo de batalla. Armado todavía con el arco curvado, Vahram extrajo con calma una flecha de la aljaba que llevaba a la cadera y la colocó en la cuerda. Su caballo, asustado por el repentino bramido de un elefante herido, saltó justo en el momento en que él disparaba.

El movimiento desvió ligeramente la dirección de la flecha.

Romulus oyó el grito ahogado de Brennus cuando la flecha lo alcanzó. A cámara lenta, dio media vuelta y vio el extremo de metal que sobresalía del músculo del inmenso antebrazo izquierdo de su amigo. Aunque no era la herida mortal que Vahram deseaba, probablemente el galo ya no podría cruzar el río a nado. Romulus se dio cuenta al momento de quién le había disparado. Se dio la vuelta con rapidez y enseguida vio al
primus pilus
. Dejó caer la cota de malla, agarró el
gladius
y cargó hacia delante.

—¡Cabrón! —gritó iracundo.

Vahram, preso del pánico, disparó demasiado pronto.

La segunda flecha pasó rauda y se clavó en el suelo.

Y entonces Romulus lo alcanzó. La imagen del rostro angustiado de Félix se le apareció fugazmente y le infundió vina fuerza sobrehumana. Romulus canalizó su ira, levantó los brazos y agarró la mano derecha de Vahram, que intentaba frenéticamente coger otra flecha. Se la cortó de un tajo.

El
primus pilus
gritó de dolor; la sangre que salía a borbotones del muñón cubrió a Romulus de gotitas rojas. Embargado como estaba por el fragor de la batalla, por primera vez en su vida, no le importó. Sólo una cosa le importaba: matar a Vahram. Pero, antes de que pudiese ejecutar su cometido, el aterrorizado caballo del parto se alejó resbalando sobre sus cascos danzarines. Dando vueltas en círculos, salió trotando hacia la batalla.

Romulus maldijo. Incluso ahora se le negaba la venganza por la muerte de Félix.

Fue en ese momento cuando apareció un elefante macho herido con un colmillo completamente partido y el otro con la punta roja de sangre. Cada pocos pasos, extendía las orejas, levantaba la trompa y emitía un desgarrador bramido de ira. Romulus no era el único embargado por el fragor de la batalla. El cornaca todavía estaba en su posición y, de vez en cuando, lograba dirigir a su montura hacia los legionarios que estuviesen dentro de su alcance. Sobre su lomo quedaba un guerrero solitario que también disparaba flechas. El cuello y la cabeza del elefante cubierta con una protección estaban plagados de
pila
torcidos lanzados por los legionarios en un vano intento de derribarlo. Sin embargo, lo que había causado más daño era la afortunada jabalina que le había perforado el ojo izquierdo hasta dejarlo casi ciego. El otro ojo le brillaba con una furia obstinada e inteligente.

El caballo de Vahram no estaba acostumbrado a los elefantes y se quedó petrificado por el miedo.

El arquero disparó de inmediato una flecha que alcanzó al parto en el brazo izquierdo y lo dejó totalmente incapaz de llevar su montura a un lugar seguro. El indio esbozó una sonrisa cruel.

Romulus se detuvo, sobrecogido por lo que estaba a punto de presenciar.

Y Tarquinius dio gracias a Mitra por haberle dado fuerzas para no revelar aquello cuando lo había torturado.

El inmenso elefante avanzó a una velocidad sorprendente y envolvió el cuerpo de Vahram con la trompa. De la garganta del
primus pilus
salió un grito débil y entrecortado cuando el animal lo levantó por los aires.

Fue el último sonido que emitió.

El elefante lo estrelló contra el suelo, se arrodilló y lo aplastó con las patas delanteras. Entonces, cogió la cabeza del parto con la trompa y se la arrancó.

Romulus cerró los ojos. Nunca había visto morir a un hombre de forma tan brutal, pero de alguna manera resultaba bastante apropiado. Cuando levantó la mirada un segundo después, el elefante iba directo hacia él.

Sintió los latidos del corazón golpeándole el pecho. Sin cota de malla y armado tan sólo con el
gladius
, su vida también llegaba a su fin.

Una manaza cubierta de sangre lo apartó a un lado.

—Esta pelea es mía, hermano —dijo el galo con calma—. Ha llegado la hora de que Brennus se levante y luche.

Romulus miró los ojos azules y tranquilos del galo.

—¡No voy a seguir huyendo!

Sus palabras no admitían discusión.

Desde que había logrado comprender bien las dotes de Tarquinius, había temido este momento. Y ahora había llegado. Gruesas lágrimas de dolor le anegaron los ojos, pero sus protestas se fueron apagando. En la mirada de Brennus sólo vio valentía, cariño y aceptación.

Y los dioses así lo habían querido. Mitra los había traído hasta allí.

—¡Regresa a Roma! —ordenó Brennus—. ¡Busca a tu familia!

La garganta sellada con plomo, Romulus fue incapaz de responder.

Como un héroe de antaño, el galo de las trenzas dio un paso hacia delante con la espada larga preparada. Sin la cota de malla, constituía una visión magnífica. Músculos inmensos tensados bajo la túnica militar empapada de sudor. Tenía el brazo izquierdo cubierto de regueros de sangre, pero había partido la flecha india y se la había sacado.

—Tenías razón, Ultan —susurró Brennus mientras miraba al magnífico animal que se erguía por encima de él. Apretó el puño izquierdo y respiró hondo para aplacar el dolor que irradiaba de la herida de flecha—. Un viaje más allá de donde un alóbroge ha llegado nunca. O llegará jamás.

—¡Romulus! —La voz era insistente—. ¡Romulus!

El joven soldado dejó que Tarquinius le llevase los pocos pasos que distaban hasta la orilla. No miró atrás. Sujetando sólo su arma, Romulus saltó al río con Tarquinius.

Cuando el agua fría le cubrió la cabeza, en sus oídos resonó el último grito de guerra de Brennus:

—¡POR LIATH! —bramó—. ¡POR CONALL Y POR BRAC!

Capítulo 18 El general de Pompeya

Norte de Italia, primavera de 52 a. C.

Cuando los legionarios los alcanzaron, Fabiola ya había recuperado el control de sus emociones. Los cuarenta soldados se detuvieron ruidosamente, con los escudos y los
pila
preparados. Sextus y Docilosa procuraron no levantar las armas ensangrentadas. Cualquier posible amenaza podría provocar una descarga de jabalinas. Con todo y con eso, el aspecto disciplinado de los soldados resultaba infinitamente más atrayente que Scaevola y sus rufianes. Aquí no habría una salvaje violación. Haciendo caso omiso de las miradas ardientes de los soldados, Fabiola se tomó su tiempo para arreglarse el pelo con un par de pasadores de marfil decorado y se levantó el cuello del vestido para estar más recatada. A continuación, sonrió al
optio
que estaba al mando, que se abrió camino hasta situarse ante ella. Con descaro, quizá todavía fuera posible salir airosa de aquella situación.

—Centurión —dijo Fabiola en tono seductor, concediéndole a propósito una graduación superior—. Os damos las gracias.

El
optio
se sonrojó orgulloso y sus soldados rieron divertidos con disimulo.

Lanzó una mirada enfadada por encima del hombro y se callaron.

—¿Qué ha sucedido, mi señora?

—Esos rufianes que habéis visto —empezó Fabiola— nos han tendido una emboscada en el bosque. Han matado a casi todos mis esclavos y guardaespaldas. —El labio le tembló al recordarlo, y no era fingido.

—Los caminos son muy peligrosos por todas partes, señora —masculló con tono comprensivo.

—Pero han huido en cuanto habéis aparecido vos —añadió Fabiola con una caída de ojos.

Incómodo, el
optio
bajó la mirada.

Secundus escondió una sonrisa. «Como si los
fugitivarii
tuviesen intención de atacarnos delante de una legión entera», pensó.

Sobrecogido por su belleza, el
optio
guardó silencio durante unos instantes. Era un hombre bajo con una cicatriz en el caballete de la nariz que examinaba con atención a los cuatro personajes con las ropas destrozadas y cubiertas de manchas de sangre.

—¿Puedo preguntar adónde os dirigís?

—A Ravenna —mintió Fabiola—. A visitar a mi anciana tía.

Satisfecho, asintió con la cabeza.

Fabiola pensó que lo había conseguido.

—Entonces, ¿podemos proseguir? —preguntó—. La próxima ciudad no está lejos. Allí podré comprar más esclavos.

—Me temo que no va a ser posible, señora.

—¿Por qué razón? —preguntó alzando la voz.

El
optio
carraspeó incómodo:

—Son órdenes.

—¿En qué consisten esas órdenes?

—Tenéis que acompañarme —dijo eludiendo su mirada—. Órdenes del centurión.

Fabiola miró a Secundus, que se encogió levemente de hombros.

El superior del
optio
posiblemente quisiera interrogarlos de nuevo y no podían negarse.

—Está bien —respondió, y accedió con gracia—. Llevadnos ante él.

Satisfecho, el subalterno profirió una orden. Los soldados se separaron rápidamente en dos grupos y se colocaron a ambos lados de Fabiola y su pequeño séquito.

Antes de empezar a andar, Fabiola miró hacia los árboles. Nada. Scaevola y sus
fugitivarii
habían desaparecido.

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